Legislativamente, la protección de la niñez en Colombia se rige bajo los preceptos de la Ley 1098 o Ley de Infancia y Adolescencia. De forma sintética se puede decir que dicha Ley se fundamenta en los lineamientos de la Convención de los Derechos del Niño, que tiene como principios fundamentales el derecho a la no discriminación, el del interés superior del niño, el derecho a la supervivencia y el desarrollo y el derecho a ser escuchado y considerado seriamente (Sociedad Colombiana de Pediatría, 2011). La Ley 1098 tiene tres apartados o libros: el primero de ellos básicamente establece las premisas para resolver los distintos tipos de vulneración de derechos de los niños, incluida la violencia y el maltrato infantil; el segundo, aborda la responsabilidad penal juvenil, y, el último, se encarga de los aspectos políticos y administrativos del sistema. Así, analizando críticamente el sistema de protección a la niñez desde la legislación, esencialmente en Colombia, sigue abordando las mismas problemáticas como lo hacía hace más de un siglo, es decir, la desprotección, el maltrato infantil y la delincuencia juvenil. Con lo anterior, el autor no desconoce los significativos avances que se han logrado en materia de los derechos del desarrollo y participación con la participación activa de muchos sectores de la sociedad civil, en particular en el área de educación inicial. Solo se pretende resaltar la prevalencia del maltrato infantil, que es el motor de este trabajo.
DESARROLLO DE LOS PROGRAMAS DE ATENCIÓN AL MALTRATO INFANTIL
En el anterior apartado se ilustró el paso y posicionamiento de la doctrina de la protección integral basada en los lineamientos de la Convención de los Derechos del Niño a través de la historia. La aplicación de esos preceptos debe ser tangible en la atención en salud de niños, niñas y adolescentes, y los prestadores de atención primaria en salud deben estar atentos y comprometidos con que dichos preceptos se cumplan dentro de sus actividades cotidianas de asistencia a NNA. Uno de los principales papeles que tiene el pediatra es la detección de la vulneración de los derechos de la niñez dentro de su atención en salud. En otras palabras, se deben detectar aquellas condiciones de violencia —vulneración— que se presentan en los contextos clínicos como situaciones que simulan condiciones o patologías médicas. Las dos condiciones más importantes relacionadas con lo anterior son los problemas nutricionales y el maltrato infantil.
Los problemas de malnutrición, tanto la desnutrición como la obesidad, tienen alta relevancia en los lineamientos internacionales para la formulación de las políticas de la niñez. De hecho, en el artículo 24 de la Convención Internacional sobre los Derechos de la Niñez se plantea combatir las enfermedades y la malnutrición en la atención primaria; también, el primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de la Organización de las Naciones Unidas consiste en erradicar la pobreza extrema y el hambre, y la OMS ha establecido que un buen crecimiento y una adecuada nutrición infantil deben ser los primeros elementos de protección de la vida de los niños. Así, puede afirmarse que los prestadores de salud infantil, especialmente a través de los programas ambulatorios de control del crecimiento y desarrollo, han participado activamente dentro del cuidado de la nutrición infantil (Unicef, 2006; PNUD, 2015). Como se revisó, los primeros programas de pediatría social se enfocaron en la promoción de la lactancia y en una adecuada alimentación y manejo higiénico de los alimentos (Rodríguez, 2006; Sociedad de Pediatría, 1963).
Sin embargo, el papel y compromiso de los prestadores de salud en contra de la violencia hacia los niños y específicamente con el maltrato infantil ha sido cualitativamente distinto. Reece (2011) describe que el maltrato infantil se documenta desde épocas tan lejanas como los primeros años del siglo IX antes de Cristo en las publicaciones de la medicina persa; que Soriano, un ginecólogo griego en el siglo II a. C, promovía el infanticidio en niños que nacían muy temprano, que no lloraban vigorosamente o que no fueran perfectos; que Paulus Zachias, un doctor de Roma en 1651, describió un desastroso trauma craneano en un niño como consecuencia de un golpe, y que James Parkinson, en Londres, en 1800, escribió que las hemorragias intracerebrales y el hidrocéfalo pueden ser consecuencias de golpes craneanos secundarios al establecimiento de la disciplina.
El nacimiento de la pediatría en el siglo XIX y la disminución de la mortalidad infantil a final del siglo XIX y principios del XX en los países que hoy conocemos como desarrollados facilitó de algún modo la visibilización del maltrato infantil. Pero hay que reconocer que fueron las descripciones de Charles Dickens y Víctor Hugo, particularmente con sus novelas Oliver Twist y Los Miserables, respectivamente, en las que se narran las condiciones de abandono, explotación y miseria que vivían los niños, lo que permitió una mayor sensibilidad social al tema (Chadwick, 2011).
Chadwick (2011) sostiene que la primera publicación médica sobre el maltrato infantil fue hecha por el patólogo francés Auguste Ambroise Tardieu, quien en 1860 describió 32 casos. Su serie incluye casos de maltrato físico, abuso sexual y secuelas de negligencia. En particular, describió hematomas subdurales secundarios a traumas craneanos intencionales, así como patrones de lesiones cutáneas infligidas y compromisos de genitales por asaltos sexuales. No obstante, esa descripción tuvo poca repercusión dentro de la ciencia biomédica y solo hasta 1946 el radiólogo John Caffey describió hemorragias intracraneanas asociadas con fracturas en las metáfisis de los huesos largos de 6 lactantes, aunque fue cauto en sugerir directamente un mecanismo de producción intencional. Dichos hallazgos fueron profundizados en 1953 por Frederick Silverman, un radiólogo y discípulo de Caffey, quien describió con más detalles las fracturas en las metáfisis de origen traumático en 3 lactantes. De tal modo, hoy en día se les atribuye a ambos la primera descripción médica de lesiones por maltrato físico en los Estados Unidos.
En 1961, el pediatra Herry Kempe, de origen alemán y judío, siendo jefe del Departamento de Pediatría del Hospital General de Denver y miembro activo de la Academia Americana de Pediatría, retomó las descripciones radiológicas precitadas y su propia experiencia y propuso establecer el síndrome del niño golpeado como una entidad nosológica específica. La apuesta del doctor Kempe tuvo mucha resistencia dentro del ámbito de las sociedades científicas para ser aceptada como una patología médica. En ese momento, existía gran incredulidad para aceptar que los cuidadores de los niños, específicamente sus progenitores, fueran los responsables de ocasionar las lesiones descritas. A partir de ese momento, la producción de la literatura científica médica relacionada con el maltrato infantil se incrementó significativamente (Chadwick, 2011).
A Kempe también se le atribuye la descripción de la repetición intergeneracional del maltrato, el abordaje del MI desde una perspectiva multi- e interdisciplinaria, por lo tanto, posicionó los equipos de abordaje integral del mismo, la recomendación de separar algunos niños de sus padres para su protección y la promoción de la participación de los médicos como expertos dentro de los juicios en los casos de maltrato. Un énfasis adicional sobre esto último fue realizado por Ray Helfer en 1968 (Chadwick, 2011).
Con relación al abuso sexual, históricamente se describe que la retractación de Sigmund Freud de su descripción original, hecha en 1896, sobre la etiología de la «histeria» en las mujeres como una consecuencia del abuso sexual, fue lo que permitió la invisibilidad de esa problemática durante casi un siglo más. El trabajo original de Freud se basó en 18 casos de mujeres que le contaron sobre abusos sexuales por parte de sus padres o familiares cercanos. No se sabe con certeza la razón por la cual Freud cambió su tesis, la que le atribuía la histeria a «fantasías» de abuso de dichas pacientes. Probablemente, esto fue condicionado por presiones sociales o razones personales, pero dicho cambio fue consignado en el libro de Jeffrey Masson como un asalto a la verdad. Esta realidad histórica marcó la representación aún vigente de que el abuso sexual se expresa fundamentalmente en problemas emocionales y, por lo tanto, debe abordarse únicamente por la psiquiatría y la psicología (Chadwick, 2011).
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