Con el nacimiento de la infancia en las sociedades occidentalizadas de tradición grecojudeocristianas, desde hace aproximadamente 3 siglos, «el niño» adquiere una valoración diferente al estatus que tenía en la Edad Media. A este se le reconoce, entre otras, el valor económico de la niñez, una importancia central del niño para cohesionar el espacio familiar (el mundo de lo privado del nuevo orden social), la importancia de su instrucción y también se consolida la imagen del niño ángel (Noguera, 2003). Estos dos últimos elementos también se asocian con la normalización del MI.
Con el avance de la modernidad se da una modulación de la patria potestad, pero el padre sigue ejerciendo «poder sobre el hijo por derecho y representación, con el fin de subsanar las carencias temporales del hijo varón y las permanentes de la mujer en virtud de su feminidad» (Galvis, 2006, p. 94). A pesar de la apuesta de Rousseau, en particular en su novela-ensayo El Emilio, la categoría jurídica de la patria potestad no varió significativamente. Por el contrario, con la industrialización, las condiciones generales del niño, en especial para los más pobres, se deterioraron. El niño se incorporó en condiciones infrahumanas al proceso de producción industrial.
A su vez, en nuestros contextos, según Arévalo, Ciro y Gutiérrez:
Históricamente ha existido una relación entre la pobreza y la «protección social», la cual ha tendido puentes para su mitigación a través de prácticas como «la medicalización, la educación, la legislación, la filantropía, la moralización y la higienización». (2006, p. 185)
Las familias y personas que viven en condiciones de extrema vulnerabilidad social históricamente han sido un objetivo de las políticas de la protección social. Hay referencias desde la época de la colonia en 1565 sobre iniciativas para la creación de refugios a madres desamparadas (DANE, 2004; Barrios et al., 2007).
Los inicios de lo que a futuro serían las políticas de protección social se gestaron a inicios del siglo XVI bajo la regencia de la Iglesia católica. Las instituciones eclesiásticas promovían una «economía de la salvación» mediante la práctica de obras pías y limosnas. La asistencia a los pobres desde el siglo XVII emergió como una práctica institucional para el control social y la reafirmación de las dinámicas de colonización; de esta forma, se crearon hospicios para las mujeres, hospitales para los pobres y sitios de acogida para los recién nacidos abandonados (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
En Santafé de Bogotá, el aumento de los niños y mujeres abandonados fue más relevante a partir de la segunda mitad del siglo XVII debido al fenómeno del mestizaje que se dio entre los hombres blancos con las mujeres indias, a quienes se les consideraba indignas para el matrimonio, pero que se objetivaron para satisfacer las necesidades sexuales. Instituciones como el Hospital San Juan de Dios emergieron como sitios de acogida para estas poblaciones (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
La pobreza dentro del Nuevo Reino de Granada no tenía una connotación negativa, ya que se comprendía como un producto de las leyes de Dios. Así, su presencia era armónica con la «economía del beneficio», mediante la cual, a través de la ayuda a los pobres, se exculpaban los pecados y se lograba la aprobación de la Iglesia. La caridad era, por tanto, un valor apreciado dentro de esta sociedad (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
La caridad a los desfavorecidos se entendía en las épocas coloniales como una forma de protección contra la ira divina. Se temía a los castigos expresados a través de las pestes, las tragedias ambientales, las tasas de mortalidad infantil altas, entre otros. Por lo tanto, la mendicidad se ejercía públicamente y la caridad tenía canales formales de financiación a través de testamentos o fondos de cofradía. Sin embargo, dentro de los desfavorecidos existían poblaciones privilegiadas sobre otras, como, por ejemplo, doncellas huérfanas o viudas de soldados (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
En el siglo XVIII se produjo un cambio en el entendimiento social de la pobreza. Esta dejó de comprenderse como una consecuencia divina y se apropió como una problemática social dependiente de los mismos pobres. Esto en las colonias fue un impacto del proceso de modernización de la administración pública que se produjo al interior de las ciudades europeas. La mendicidad empezó a reprimirse y en Santa Fe la movilización de los indios dentro de las áreas centrales y administrativas se restringió por considerarlos peligrosos, perezosos y proclives al vicio de beber chicha, por esto solo podían circular en los días de mercado. En esta época, en los hospicios se enseñaba artes y oficios a los pobres. Se cree que para 1774, lo que hoy corresponde a los habitantes de la calle, en Santa Fe pudo representar el 3 % del total de la población, es decir, un total aproximado de unas 500 personas. En síntesis, los pobres se convirtieron en un posible peligro para la sociedad y su control mediante su censo y ubicación en hospicios representaron expresiones de las políticas formales de su abordaje (Ramírez, 2006; DANE, 2004; Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
Con la Independencia, el entendimiento anterior de la «protección social» se mantuvo incluso hasta la segunda década del siglo XX. Durante todo el siglo XIX se acentuó la estigmatización de los pobres y se les adjudicó una conexión directa con la delincuencia y con bajas condiciones higiénicas y de salud. La asociación entre el Estado y la Iglesia en cuanto al manejo de las «políticas sociales» se mantuvo y los pobres nunca alcanzaron el estatus de ciudadano por ser sirvientes domésticos, jornaleros o vagos, de acuerdo con los lineamientos de la Constitución de 1831 (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
En general, la extensión del siglo XIX dentro del nuevo Estado granadino se caracterizó por un deterioro económico, y la protección a los pobres tuvo un carácter de asistencia pública con un enfoque eminentemente caritativo, sin ningún interés estatal por combatir o superar la pobreza. Además, se incrementó la restricción a mendigar porque se impuso un permiso legal para poderla ejercer; de hecho, las personas en situación de pobreza se clasificaban como pobres válidos, pobres vergonzantes, pobres laboriosos, vagos e indigentes (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
Según Ortiz (2004), con la Independencia hubo un deterioro de las condiciones sociales del apoyo a los niños huérfanos y abandonados. De hecho, las guerras de independencia incrementaron la cantidad de niños sin padres y las escasas instituciones de la colonia para ellos se expropiaron y se cerraron. El Hospicio Real, que acogía a una importante cantidad de niños, se cerró, por lo que se desplazó a su población infantil a la calle, quienes se organizaron grupalmente para su supervivencia; así surgió la denominación de chinos de la calle y, después, gamines (Barrios et al., 2007).
Al interior de la primera República Liberal de la segunda mitad del siglo XIX se produjo, según Rodríguez (2006), dentro de los sistemas de protección social, una modernización de la caridad. El Estado adquirió un carácter federal y se descentralizó la administración económica. Se entendió que la Iglesia estaba aliada con el Partido Conservador, por lo que la asistencia social debió administrarse a partir de la beneficencia pública, lo cual se reglamentó oficialmente mediante un código en 1869. Sin embargo, esto no cambió el enfoque de abordaje de la pobreza, por lo que se mantuvieron los preceptos de la caridad privada al interior de las instituciones y los recursos públicos (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
De acuerdo con Ortiz (2004), la resocialización de los niños de la calle se dio hacia 1858 con la reapertura del Hospicio Real, con una capacitación para ellos como lustrabotas. Esto solo funcionó hasta la prohibición de este oficio para quienes no se encontraran formalmente inscritos (Barrios et al., 2007). Sobre la reapertura del Hospicio Real, Cordoves (2006) relata lo siguiente:
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