Son disidencias y reincidencias cada vez con mayor grado de degeneración y “narcotización” que las aleja progresivamente de cualquier interlocución política. Este propósito perverso permitiría a los ideólogos de la “guerra justa”, ensangrentando de nuevo el territorio, afirmar ante la comunidad internacional que “la paz nunca existió”, completando así el ciclo negacionista que inició con el desconocimiento del conflicto y justificando el retorno de la “mano dura”, propia de los regímenes caudillistas, totalitarios y neofascistas que en el mundo imperan como amenaza contra nuestra utopía democrática o contra la “paz liberal” a la que hace referencia Ricardo Vargas.
Afortunada decisión del editor al compilar en la voz de diversos autores el análisis de fenómenos trágicamente entrelazados, como las economías de guerra derivadas del fenómeno global del narcotráfico y su consecuente y fracasada “guerra contra las drogas”; el fenómeno paramilitar, su reconfiguración armada posterior y los rebrotes de las organizaciones sucesoras del paramilitarismo; el asesinato sistemático de los líderes sociales, incluso en crecimiento contracíclico en la “paz caliente” descrita por Francisco Gutiérrez, y el fenómeno endémico de la criminalidad urbana relegado por cuenta de la prevalencia del conflicto armado, como bien lo demuestra Carlos Mario Perea.
Todo aquel interesado en la construcción de la paz debe estudiar con detalle estos análisis. Subyace en todos ellos la evidencia de un Estado débil, en el mejor de los casos con una “presencia diferencial”, como la descrita por Fernán González o simplemente un Estado inexistente. Un Estado que en 200 años de vida republicana nunca ha logrado copar todo el territorio. Con el agravante funesto de que en distintas épocas de estas “violencias que persisten”, aparatos estatales se han hecho parte como actores violentos ilegales, deslegitimando y desnaturalizando la razón de ser de cualquier Estado de derecho y de cualquier institución llamada a ordenar el comportamiento social para evitar las expresiones “naturalmente violentas” que nos obligan a reivindicar a Hobbes y, más recientemente, a Yuval Noah Harari.
Quiero resaltar apenas como estímulo a la lectura completa de los textos ofrecidos por los investigadores del IEPRI, la precisión con la que el profesor Ricardo Vargas deja claro que el principal desafío para la creación de una paz liberal es “transformar realidades dependientes de la economía del narcotráfico y otras fuentes como recursos naturales (minería ilegal, petróleo, gasolina, maderas) y que han servido como economías de guerra y como objeto de codicia”.
El llamado del profesor Vargas a construir “procesos relacionados con institucionalidad, legislación […] dinámicas de participación” se inscribe en el reclamo de otros investigadores, como Paul Oquist o Daniel Pécaut, a propósito del debilitamiento institucional como causa principal de la persistencia de nuestras violencias.
La juiciosa revisión del investigador Víctor Barrera sobre la evolución del fenómeno paramilitar —que tituló “Paramilitares o no. Esa es la cuestión”— no podía ser más oportuna en momentos en los que el ministro de Defensa Guillermo Botero reactivó viejas circulares y directrices de “conteo de cuerpos” como éxitos militares, amenazando con la repetición de la ignominia de los llamados “falsos positivos”, política pública que desafortunadamente coincide con el incremento del asesinato de los líderes sociales y de exguerrilleros desarmados y reincorporados (el día que escribo estas frases van 114 asesinados).
Lo anterior presagia una nueva “adaptación” de estos grupos sucesores del paramilitarismo que, como bien describe Barrera, “[no se debe] aceptar la tesis según la cual estamos ante un fenómeno puramente delincuencial sin contenido político, pues persisten fuertes dinámicas de control territorial y regulación social por parte de varias de estas organizaciones”. Se trata de reglas básicas que son, por supuesto, violentas y que reeditan las prácticas descritas hace tanto por María Victoria Uribe en Matar, rematar y contramatar .
La promesa que hicimos a la sociedad colombiana el 26 de noviembre de 2016 en el Teatro Colón de construir “una paz estable y duradera” se ve dramáticamente confrontada con el análisis de los profesores Francisco Gutiérrez y María Mónica Parada, quienes demuestran cómo la invitación que hicimos a los líderes sociales a expresarse con mayor libertad, a hacer uso del legítimo derecho a la protesta y a alzar su voz en el posconflicto armado para resolver ahora sí los conflictos sociales a través del diálogo, ha sido ahogada por las balas de grupos violentos cuyos autores intelectuales no son identificados y cuyos asesinatos y atentados terminan cubriéndose con el espeso manto de “bandas criminales asociadas al narcotráfico”, cuando no se achacan a “líos de faldas”.
Con razón se pregunta Gutiérrez Sanín, por qué mientras “casi todas las modalidades violentas bajaron hasta 2018, la probabilidad de que asesinen a un líder social ha subido sin parar. Algo no cuadra aquí. Mientras que los actores ilegales o los cónyuges furiosos han decidido matar a los líderes sociales, en cambio las otras categorías de colombianos han quedado a cubierto”.
¡Está claro que a los líderes los matan por ser líderes! Por hacer parte de un tejido social vivo que se expresa, denuncia y defiende sus derechos. Están desarmados frente a actores armados violentos de todas las orillas, pero cuyos crímenes en todos los casos (incluidos aquellos causados por guerrillas, disidentes, reincidentes y narcotraficantes) son cometidos bajo la mirada o la ausencia de mirada del Estado.
Sin embargo, y a pesar de esta lista grande de dolores, comparto con los investigadores del IEPRI y con los lectores, la certeza de que la paz en Colombia es posible. Podemos evitar la espiral de las “violencias que persisten”. Me anima la profunda convicción de que el proceso de paz con la guerrilla de las FARC —pensado no para las FARC, sino para todos los colombianos, ese proceso ejemplar para un mundo necesitado de que en alguna parte la paz tenga éxito— ha echado profundas raíces en la sociedad colombiana, y miles, millones de colombianos, están activos en la defensa de la paz posible, en la defensa de una sociedad de derechos y libertades, de una sociedad donde se recupere el valor de la vida y donde, además, sea posible profundizar y radicalizar una democracia en paz.
El trabajo de los investigadores del IEPRI y la tozudez de investigadores como Francisco Gutiérrez son prueba viva y esperanzadora de que ¡la paz tiene quien la defienda!
Roy Barreras
Senador de la República. Copresidente de la Comisión
de Paz del Congreso de Colombia
Exnegociador plenipotenciario en el Acuerdo de Paz
con las guerrillas de las Farc y el ELN
Economías de guerra en escenarios de posacuerdos:drogas en Colombia y los desafíos de la paz liberal
Ricardo Vargas Meza
Introducción
La producción, transformación y exportación de las drogas declaradas ilegales en Colombia se ha caracterizado por su articulación con la confrontación armada como economía de guerra. Las conversaciones y el acuerdo para poner fin al conflicto entre la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Estado colombiano incorporaron el tema, pero su implementación hasta el presente no ha generado, al menos, la estabilización de la economía ilegal; por el contrario, esta sigue creciendo y se comporta como una variable independiente. En los acuerdos se previó un tratamiento diferenciado frente a la historia errática del desarrollo alternativo. Si bien conceptualmente hay avances, se reprodujeron dispositivos y modelos institucionales que repiten esos fracasos. El texto busca explicar esta afirmación y llama la atención sobre la complejidad del escenario de los posacuerdos. Este escenario se ve agravado por la deficiencia institucional, la falta de voluntad política para reformar la estructura agraria, la recomposición del conflicto en manos de organizaciones armadas de origen criminal que prolongan la inestabilidad de territorios dependientes de economías ilegales, a lo cual se agrega la imposición de una lectura sesgada del problema por parte de Washington, que implica volver a los modelos tradicionales de guerra contra las drogas.
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