El esquema general del Plan Piloto reforzó el potente eje conformado por el río Medellín y la línea de ferrocarril, en una apuesta por la ciudad funcionalista y la zonificación, fundamentada en la ingeniería vial y la movilidad motorizada. Tras la canalización del río, que lo convirtió en un corredor de movilidad, y un sistema de alcantarillado metropolitano a cielo abierto, se construyó un sistema funcional para la nueva urbanización, que a la postre convirtió al río en un elemento límite, una frontera urbana. Asimismo, el plan contribuyó a forjar una generación de arquitectos, ingenieros y profesionales inspirados en las ideas funcionalistas del hábitat y la zonificación planteadas en la Carta de Atenas por el llamado movimiento moderno. Convencidos de las posibilidades de la planeación urbana, ellos contribuyeron desde la Oficina de Planeación de Medellín a conformar las bases de lo que ha sido desde entonces una dinámica con capacidad y compromiso cívico para acordar con la ciudadanía la agenda urbana (Schnitter Castellanos, 2007).
A partir de ese momento, la metrópoli del valle del río Aburrá ha crecido de manera sustancial y la oficina de planeación, apoyada en buena medida en las facultades de Arquitectura y Urbanismo, ha desplegado diversas estrategias de planeación y gestión. Asimismo, una de sus fortalezas ha sido la masa crítica de conocimiento, mediante el urbanismo, la amplia trayectoria de planes y proyectos, así como la creación de entidades para la gestión urbana.
Entre 1950 y 1980, Colombia, en particular Medellín y el Valle de Aburrá, presentó una considerable expansión de la urbanización, en el cual los problemas y las preguntas se multiplicaron mucho más rápido que la capacidad institucional de ofrecer respuestas. Al igual que en buena parte del sur global, esto derivó en ciudades con un inmenso acumulado de brechas y urbanización precaria, con exclusión, conflictos sociales y debilidad del Estado.
El aprendizaje de experiencias regionales en varias escalas de planificación y el desarrollo de infraestructuras y obras de urbanismo nos ha permitido reaccionar gradualmente frente a las dificultades y formular propuestas transformadoras, como las infraestructuras de transporte, los espacios públicos y equipamientos urbanos, y diversas políticas, que hoy son patrimonio de Medellín y Antioquia. Vale la pena recordar el Plan Regulador de Medellín del profesor Nel Rodríguez, en el que escribió convocando a la ciudadanía a participar en discusiones sobre el diseño de la ciudad ante el caos que él percibía. “Habría por ejemplo temas generales en los que todos podríamos intervenir y para la solución de los cuales cualquier chofer o hasta ingeniero podría hallar solución: ¿Qué conviene más a Medellín, orientarla más como ciudad industrial con sus inevitables secuelas de humo, intensidad de tráfico pesado, grandes áreas de casitas para obreros, huelgas, etc., o como ciudad intelectual que se perfila, por su clima ideal, con grandes centros docentes y de investigación, o quizá también ambas cosas [...]?”. Además, la discusión también contemplaba las formas de concretar los acuerdos.
Más adelante en dicho plan se formula la siguiente pregunta: “Tiene la ciudad el problema de la línea férrea que lo atraviesa por lo que será el corazón o eje. ¿Cuál sería el sitio para la estación o estaciones que nos quiten esa valla para el desarrollo futuro?”. Y finaliza:
El río Medellín puede transformarse en forma artística con curvas y remansos, rodeado de áreas verdes irregulares, como también rectificándolo a una sola recta y rodeándolo de arterias adecuadas a los diversos usos, en fin, haciendo en sus riberas dos gruesas arterias para el tránsito a la fracción de Itaguí (Revista Facultad de Arquitectura y Urbanismo, N°2, 1947, 11).
Tales reflexiones transmiten las características de las discusiones de la época y dan cuenta de la historia asociada a la planeación, indispensables para definir la ciudad que se ha concretado a lo largo de los años.
La intensiva urbanización del valle del río Aburrá, donde está asentada la ciudad, permite ver las consecuencias urbanas: un conjunto de problemas de mayor escala e impacto sobre el territorio, así como también una consolidada tradición de especulación con el suelo y de gran injerencia de grupos de interés en los negocios inmobiliarios y del sector de la construcción. El conflicto estructural por el derecho a la tierra, la crisis agraria, la violencia rural y el narcotráfico, las limitaciones del sistema democrático, la prevalencia de grupos guerrilleros y paramilitares, la ausencia de una política social de vivienda y hábitat, entre otros aspectos, han generado durante muchas décadas tragedias en diversas regiones del país y desplazamiento poblacional hacia las ciudades, con el consecuente asentamiento en las periferias municipales con precariedades, altos riesgos sociales, ambientales y gran vulnerabilidad. Todo ello se suma a las limitaciones institucionales vigentes que, durante años, impidieron ofrecer a las comunidades de nuevos habitantes respuestas oportunas y suficientes para sus demandas. Nuestras ciudades, Medellín en particular, se configuraron en los setenta como sociedades urbanas de inmigrantes, fragmentadas, con inmensa inequidad y precariedad, como se ha dicho antes, situación que se complementaba con un Estado débil, con ausencia de democracia local y autoridades municipales que representaban esencialmente a minorías vinculadas al poder y al gobierno central.
Esto ocasionó condiciones de vida muy críticas, evidenciando la impotencia del Estado y la confusa definición de prioridades en las políticas públicas nacionales y regionales. Barriadas, chabolas, colonias, villas, favelas, y barrios o comunas, como las llamamos en Medellín, son denominaciones que utilizamos en América Latina para un fenómeno característico de nuestra urbanización, profundamente inhumano e indigno, el cual se ha vuelto “normal”. Desafortunadamente, este modelo se expande de manera extrema por todo el planeta. La presión del crecimiento de las ciudades ha superado por mucho la capacidad de respuesta de nuestras instituciones y la generación de suelo urbanizable ha seguido patrones de asentamiento y ocupación informal de áreas periféricas o con restricciones ambientales, de riesgo o de accesibilidad, en marcos de ilegalidad y conflictos, que en la mayoría de los casos acrecientan las brechas de exclusión y segregación. Este fenómeno incrementa la inequidad e impide el acceso a la ciudad. “Se fueron formando dos ciudades: la de los ciudadanos incluidos y la de los urbanitas excluidos. Los nuevos habitantes de la ciudad eran habitantes urbanos, pero difícilmente se los puede llamar ciudadanos, en razón a la fuerte exclusión social” (Patiño Villa, 2015).
La urbanización en Colombia, al igual que en muchos otros países latinoamericanos, ha sido mayoritariamente informal, sin participación directa del Estado. La rapidísima expansión de nuestras áreas urbanas, particularmente a partir de los años sesenta, transformó profundamente la plataforma colombiana. A través de una fuerte promoción de la urbanización como parte de las políticas de desarrollo del Estado, se indujo la masiva migración de las áreas rurales a las ciudades (pasando de 35% en 1950 a cerca del 78% del total de la población habitando en áreas urbanas en la actualidad). Una ciudad como Medellín, que en solamente un siglo pasó de 60,000 a más de dos millones de habitantes, es un claro ejemplo de la magnitud y la complejidad del problema.
De esta manera, inmensas porciones de nuestra comunidad habitan una ciudad muy contradictoria, con contrastes entre áreas con alta calidad de vida y fragmentos que se excluyen entre sí, en periferias vulnerables, con riesgos y pobreza, enormes áreas que fueron urbanizadas ante la impotencia –cuando no complacencia– de propietarios de suelo e incluso agencias del Estado.
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