Jorge Pérez Jaramillo - Medellín

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Medellín se convirtió en un referente internacional de la innovación urbana al dejar de ser una de las ciudades más peligrosas del mundo en menos de dos décadas.
Aunque el mérito se atribuyó a diversos íconos políticos y electorales, un análisis crítico resalta el protagonismo de la ciudadanía. Jorge Pérez supera los relatos imperantes que plantean heroísmos inexistentes para trasmitir el verdadero sentido del proceso.
Desde una novedosa perspectiva, refleja las bases del proceso desde un plano personal y experimental que a su vez se nutre de hechos y evidencias documentadas sobre la evolución de Medellín.

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Con estas circunstancias, en el marco de la llamada “guerra contra las drogas”, en Latinoamérica, especialmente en las regiones productoras y exportadoras, nos hemos visto obligados a luchar en forma desventajosa para superar este terrorífico desastre de ilegalidad, corrupción y muerte que hemos padecido por décadas. Los cambios necesarios están lejos de ser una iniciativa local y no se ven en el horizonte.

Medellín era la capital mundial del narcotráfico, la ciudad más violenta del mundo, y una ciudad donde los problemas de desarrollo urbano habían explotado en la forma más feroz. La más alta tasa de desempleo en el país, la peor concentración del ingreso urbano, barrios surgidos de invasiones sin espacio público ni servicios sociales fundamentales, una ciudad escindida en dos, sin que la vieja ciudad, la del orden y el progreso, hubiera advertido el crecimiento canceroso de las llamadas “comunas”. Un sistema político en crisis, con una baja participación popular en los procedimientos de elección de gobernantes, y una sociedad en la que todos los elementos de control ético tradicional parecían haberse quebrado en forma casi simultánea (Melo, 1995).

Con indicadores de muerte violenta cercanos a los 6,400 homicidios en el año 1991 (más de 385 homicidios por cada 100,000 habitantes), la ciudad padeció una situación sin antecedentes en el mundo civilizado, en especial si consideramos que la región no fue escenario de ninguna guerra religiosa o política. Por esos años el Estado fortaleció su institucionalidad en materia de seguridad y justicia, al emprender la persecución a los grupos delincuenciales, muy especialmente el encabezado por Pablo Escobar, el artífice más emblemático y monstruoso de nuestra degradación. En 1993, tras años de su declaración de guerra a la sociedad y de convertir a Medellín en un territorio invivible, Escobar cayó abatido por los organismos del Estado. Entonces nuestra sociedad emprendió una etapa de cambio y consolidación democrática.

Un análisis de datos asociados al indicador de muertes violentas en la ciudad muestra cómo durante el periodo de la crisis urbana, a partir de 1975, la evolución de Medellín fue realmente extraordinaria. En ese año, la tasa era de 16.8 homicidios por 100,000 habitantes, un nivel relativamente bajo que desde entonces incrementó –con pocos declives en 1979, 1982 y 1883– hasta llegar a la cifra de 385.5 homicidios por cada 100,000 habitantes en 1991, el más horroroso indicador de nuestra historia. A partir de ese momento, se logró una gradual, permanente y significativa reducción de los homicidios llegando a 156.8 por cada 100,000 habitantes en 1998. Es decir, durante la etapa del diálogo social, con la democratización y el desarrollo institucional de la ciudad, la presencia de la Consejería Presidencial y el trabajo del Plan Estratégico, entre otros factores, la tasa se redujo de manera extraordinaria y continua hasta llegar a mucho menos de la mitad entre 1991 y 2001.

La tasa subió de nueva cuenta en 2002, llegando a 179.8 homicidios por cada 100,000 habitantes, y después volvió a descender entre 2003 y 2007, hasta alcanzar los 34 homicidios por cada 100,000 habitantes. Se debe tener en cuenta que justamente en estos años se dieron algunos factores, como la Operación Orión (2002), la intervención militar de la presidencia de la república con la Seguridad Democrática en el país (2002-2010), concertada con la alcaldía de entonces, y la llegada al gobierno local del Movimiento Ciudadano que instauró el Urbanismo Social en 2004.

La reducción estructural de la violencia homicida en Medellín se dio entre 1991 y 2005, cuando el indicador llegó a 35.3 homicidios por cada 100,000 habitantes, mientras que en 2007 alcanzó los 34 homicidios. Con la complejidad y magnitud de estos datos, no podríamos decir que la reducción de asesinatos en la ciudad se debió exclusivamente al diálogo social y mucho menos, como algunos han planteado, una consecuencia del Urbanismo Social. Esto se hizo notorio cuando, ante cambios del entorno nacional y regional con la desmovilización de los grupos de autodefensas, el indicador volvió a aumentar en plena etapa del Urbanismo Social durante 2008 y 2009, al alcanzar una tasa de 94.3 homicidios. A partir de este momento se presentó una extraordinaria reducción, continua y sistemática que nos llevó a la menor tasa desde 1976, con 20.1 homicidios por cada 100,000 habitantes en 2015. Este representa el más extraordinario indicador de los resultados del proceso de Medellín durante cuatro décadas (1975-2015).3

Algunos asuntos de la política nacional tuvieron grandes implicaciones en la ciudad, como la desmovilización de los grupos paramilitares iniciado por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, con el acuerdo de Santa Fe de Ralito firmado en julio del 2003. La desmovilización de más de 30,000 hombres impactó profundamente en la situación de los barrios de Medellín desde su inicio a finales del año 2003, particularmente la desarticulación del Bloque Cacique Nutibara. Esta situación incidió en el gobierno local de Sergio Fajardo, en 2004, y en el de Alonso Salazar en 2011. La vinculación de diferentes sectores de la sociedad antioqueña con los paramilitares determinó en buena medida la realidad interna de Medellín y el valle metropolitano, en tanto las organizaciones ilegales asociadas tuvieron operaciones en la ciudad y en la región. En esta dirección evolucionaron algunos grupos vinculados años antes al llamado Cartel de Medellín, como lo representa el caso de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc), encabezadas por Carlos Castaño, entre muchos otros.

En los indicadores referidos influyó también el caso de Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, quien aceptó la desmovilización y posteriormente, en 2008, fue extraditado a Estados Unidos por narcotráfico. Informes detallados sobre las incidencias de estos procesos se pueden consultar en fuentes diversas, entre las cuales están la Alta Consejería para la Reintegración Social y Económica de Personas y Grupos Alzados en Armas (arn)4 y la Misión de Apoyo al Proceso de Paz (mapp) en Colombia de la Organización de Estados Americanos (oea).5

Como se podrá comprender, la historia muestra cómo la seguridad y la violencia en Medellín han obedecido a factores internos de indudable dimensión, así como a procesos relacionados con el crimen organizado y diversos tráficos ilegales. Los resultados positivos tienen que ver también con dinámicas nacionales e internacionales, al igual que con aspectos que superan el contexto interno. Indudablemente, es necesario “comprender el contexto geográfico en el que crece la ciudad e identificar los procesos históricos de poblamiento, estructuración de las relaciones políticas y económicas, puntos estratégicos de control de la ciudad, caracterización del territorio intraurbano y su relación con los límites, áreas de interés, conexiones locales y nacionales, tanto lícitos como ilícitos de la ciudad y la región” (Patiño Villa, 2015).

El estudio realizado por el Instituto de Estudios Urbanos (ieu) con el Departamento Administrativo de Planeación (dap, 20124-2015) explica de qué forma el problema de Medellín obedece a diversas escalas territoriales y reclama políticas articuladas en diversos ámbitos institucionales y de autoridades del Estado e incluso internacionales. Es decir, el gobierno local solo, como se pretende en la actualidad, no tendrá nunca capacidad de controlar las complejísimas variables que enfrenta la ciudad, y más bien desestructura políticas públicas que ha costado ensamblar.

Volviendo atrás, es oportuno revisar la dinámica de la sociedad en el camino de superación de la crisis extrema. El conjunto de nuestra comunidad enfrentó, además de la crisis general, una guerra interna, feroz y autodestructiva a inicios de la década de los noventa, en la cual estábamos en riesgo y nadie tenía esperanza de futuro. Fue una auténtica encrucijada, que puso a prueba a todos los estamentos de la sociedad y que demandó respuestas que pocos o nadie podrían ofrecer. Inspirada por un fuerte instinto de supervivencia ante el caos y la desesperanza, nuestra comunidad desplegó una intensa autocrítica, confusa pero persistente, en medio de una toma de conciencia colectiva sobre los errores acumulados. Ese fue el fundamento de una etapa de construcción de acuerdos sobre los grandes problemas por resolver. A lo largo de la grave dinámica de degradación y guerra urbana, gradualmente se dieron programas de fortalecimiento de las bases comunitarias en los sectores populares, acompañados de la transformación de las instituciones policiacas, el fortalecimiento de la justicia y la implementación de políticas para perseguir abiertamente la ilegalidad y la delincuencia organizada. En la década de los noventa se desarrolló un diálogo sin precedente, que derivó en la conformación de un pacto político ciudadano y la formalización de una ciudadanía muy activa. Gracias a esta dinámica, líderes comunitarios y organizaciones con un buen grado de respaldo social y amplia representatividad construyeron un camino que ha sido base firme del recorrido político y social reciente, expresión extraordinaria de resiliencia.

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