En el caso de la fantasía, género en el que me voy a centrar, quizás no es tan obvio pero las teorizaciones en torno a él han insistido una y otra vez en el efecto emocional sobre el lector como pieza clave al menos en dos grandes aspectos. En primer lugar, la capacidad de generar en el lector/a un sentido de la maravilla vinculado a la reversión de las normas de la realidad (Attebery, 1992; Rabkin, 1979; Mendlesohn 2004) es invocada constantemente a la hora de definir el género, si bien aparece también en las discusiones sobre la ciencia ficción y en general sobre la ficción especulativa. Precisamente en los deslindes entre distintos géneros que se sitúan claramente en una posición no-mimética y especulativa, Gary Wolfe reivindica el intenso elemento afectivo que caracteriza a la fantasía señalando que “la creencia en el mundo fantástico” (2011: 79)4 depende de la interacción entre lo afectivo y lo cognitivo.
En segundo lugar, el final feliz o, tal y como lo plantea Attebery (1992: 15), la estructura cómica de la fantasía se ha reconocido como una de las características esenciales tanto por su codificación en el plano teórico como por su puesta en práctica por quien es considerado el centro del género: J.R.R. Tolkien. En efecto, en sus consideraciones sobre la fantasía, Tolkien acuña el concepto eucatástrofe, con el que explora la idea de final feliz en tanto que elemento estructural —una determinada concatenación de elementos en la trama— y efecto sobre el lector. Esta vinculación entre construcción textual y efecto de lectura es evidente en la definición misma de eucatástrofe (“el súbito giro feliz en una historia que lo atraviesa a uno con tal alegría que le hace saltar las lágrimas” [Tolkien, 1993: 120])5 y en las explicaciones subsiguientes, donde se enfatiza el carácter intenso y corporal de la experiencia de lectura, pues ese giro de la trama “puede hacerle contener la respiración al lector, niño o adulto, puede acelerarle y encogerle el corazón y colocarlo casi, o sin casi, al borde de las lágrimas” (Tolkien, 2009: 326).6
Como ya he detallado en otro lugar (Clúa, 2017), resulta sorprendente el carácter netamente afectivo de la definición de Tolkien, entendiendo este término como un conjunto de “intensidades que transitan de cuerpo en cuerpo” (Seigworth y Gregg, 2010: 1).7 Digo que es sorprendente porque durante mucho tiempo el paradigma de la experiencia literaria y estética, en general, se ha definido sobre la no-corporeidad y la no-afectación, esto es, sobre la propuesta kantiana de la contemplación desinteresada de la Idea, que evoca un juicio estético impersonal y universal. Nos encontramos aquí con todo lo contrario, es decir, con una experiencia apasionada, con un lector afectado en su cuerpo por la obra literaria, desbordado por una cascada de emociones. Que Tolkien proponga como ideal este tipo de experiencia es cuanto menos curioso porque esta idea de lector/lectura ha sido deslegitimada, en buena medida porque la idea de pasión, como señala Ahmed, está vinculada —incluso etimológicamente— con lo pasivo, de suerte que la emoción se ve como un elemento inferior a la razón y, en consecuencia, el afloramiento de la emoción —en este caso en el proceso de lectura— implica poseer un juicio maltrecho (2004: 3) y definirse como reactivo y dependiente.
Si combinamos esta consideración general sobre la dimensión negativa que se tiende a otorgar a lo emocional con los dos elementos que se suelen asociar como constantes a la fantasía —sentido de la maravilla y final feliz de alto impacto afectivo— podemos apreciar mejor cómo la fantasía ha tendido a comprenderse como un género ideológicamente conservador —funcionaría como una suerte de promesa de felicidad para un lector que busca la satisfacción emocional a través de un esquema narrativo que restaura el orden moral y de un entorno idealizado que permite el escapismo— y con una capacidad especulativa y política muy limitada frente a, por ejemplo, la ciencia ficción, cuyo potencial en este ámbito ha sido asociado tradicionalmente con la cognición (Suvin, 1978),8 mientras que cualquier efecto de extrañamiento en la fantasía se daría “en una forma irracional y teoréticamente ilegítima” (Freedman, 2000: 17).9
La idea de la fantasía como un dispositivo textual perfectamente organizado para aplacar las ansiedades de sus lectores, ofreciéndoles un mundo idealizado atravesado por relaciones binarias y jerárquicas en todos los ejes de la normatividad (género, raza, clase…) y recompensándoles con un final consolatorio puramente emocional, es cuestionable tanto desde un punto de vista puramente teórico como desde una aproximación más bien pragmática: como género extremadamente heterogéneo, la fantasía plantea numerosos desmontajes de este modelo, incluso si lo entendemos, de manera restrictiva, como sugiere Attebery, desde el paradigma de la fantasía épica de Tolkien. Lo que quiero explorar aquí es uno de esos ejercicios de desmontaje, en concreto, el que plantea una obra tan emblemática como Olvidado rey Gudú, para mostrar cómo efectivamente la fantasía no se ciñe obligatoriamente al modelo de final feliz, y cómo en esas otras posibilidades se articula, a menudo, una profunda reflexión ética y política.
Arquitectura narrativa y textura emocional
La monumental novela Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, constituye una de las aproximaciones más sólidas y originales a la fantasía hechas en lengua española y, lejos de ser un ejemplo aislado en la producción de la autora, es la pieza central de una trilogía completada por La torre vigía (1971) y Aranmanoth (2000), que se puede leer bajo esta misma adscripción genérica. De manera sorprendente, no obstante, estas obras han sido abordadas por la crítica rehuyendo con ahínco la categoría genérica de fantasía: Janet Pérez, una de las autoras que mayor atención les ha prestado, las adscribe al territorio del “cuento de hadas” y el “quest romance, es decir, la novela de caballerías” (Pérez, 2008: 62);10 la tesis de Deen (2014), dedicada a la trilogía, las define como una variante específica de la novela histórica,11 lo “neo-caballeresco”, y Pérez Abellán (2012) utiliza también esta etiqueta para aproximarse a Olvidado rey Gudú. Si McCullar lamenta que “nadie ha mostrado aún cómo la novela pertenece al modo de fantasía o cómo encaja como un segundo libro en la trilogía fantástica de Matute” (McCullar 2011: 82),12 la apreciación sigue vigente al día de hoy, con la excepción de la propia McCullar —si bien su interesante lectura tampoco profundiza en qué elementos de la fantasía son reconocibles en la trilogía— y de Suárez Díez (2010), quien la adscribe tangencialmente a esta etiqueta y la vincula al legado de Tolkien y Ende.13
Tal renuencia de la crítica académica a pensar estas obras desde el marco genérico de la fantasía contrasta, por otra parte, con el reconocimiento por parte de los aficionados a este género: la trilogía aparece en portales especializados (La Tercera Fundación, Fantastikas,…), es reseñada como objeto de estudio en las relaciones de bibliografía académica sobre ficción especulativa (Martínez, 2016) e incluso recibió el premio Gigamesh en 1997.14 Se produce, por tanto, una situación paradójica, en la que crítica y público divergen a la hora de situar esta(s) obras(s) bajo un paraguas genérico, si bien tanto el cuento de hadas como el romance caballeresco que la crítica invoca constituyen dos de las raíces primarias que alimentan a la fantasía (Clute, 1997a). Pese a ello, no se la reconoce como tal, sea por ignorancia o por mantener una visión sesgada y parcial del género.
En este sentido, y a modo de descargo, ciertamente hay que admitir que mal encajan las obras de fantasía de Ana María Matute y en especial Olvidado rey Gudú, en la que me voy a centrar, con el modelo tolkieniano de la resolución feliz y el giro inesperado que arrasa los ojos de lágrimas, que a menudo es la única referencia a la que se asocia el término fantasía. Las únicas lágrimas que aparecen al cierre de la novela son las que vierte Gudú inundando el reino y hundiéndolo literalmente en el olvido, recluyendo en una última y poderosa imagen el transcurso temático de la novela: la genealogía de un final, el hundimiento de un linaje que va en busca de la gloria pero encuentra el vacío.
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