Joseph Gelinek
La décima sinfonía
© 2008
Esta novela no hubiera salido adelante sin los sabios consejos de Conchita, en la parte jurídica; José Ignacio, en la parte creativa, y Alberto y Raquel en la edición del texto. A todos ellos, mi más profundo agradecimiento.
J. Gelinek
Plaudite, amici, comedia finita est.
(Aplaudid, amigos míos, la comedia ha terminado.)
LUDWIG VAN BEETHOVEN,
en su lecho de muerte, 1827
La música es un ejercicio matemático inconsciente
en el que la mente no sabe que está calculando.
GOTTFRIED LEIBNIZ
Todavía hoy sigue siendo objeto de polémica si Beethoven completó o no una Décima Sinfonía, pero está totalmente documentado que sí tuvo la intención de componerla, después del éxito apoteósico obtenido con la Novena. En la correspondencia que se conserva del músico hay varias alusiones a la Décima y según parece, durante un tiempo, el sordo de Bonn planeó que la Novena fuera enteramente instrumental, que el Himno a la Alegría fuera una cantata independiente, y que la Décima terminara con una pieza vocal totalmente distinta.
La reconstrucción del primer movimiento de la sinfonía, a partir del puñado de bocetos que dejó el compositor, tampoco es una invención literaria, y hay disponible en el mercado incluso una versión discográfica.
La Escuela Española de Equitación lleva funcionando en Viena desde el siglo XVI, aunque su sede actual, en una de las alas del Palacio Hofburg, fue erigida, entre 1729 y 1735, por el arquitecto barroco Joseph Emanuel Fischer von Erlach.
La vigilancia policial a la que fue sometido Beethoven por la policía de Metternich a causa de sus críticas al régimen y a la figura del propio emperador también está plenamente contrastada.
Almer í a, verano de 1980
Un Mercedes-Benz 450 SL de color blanco, con el motor ronroneante, llevaba detenido diez minutos en segunda fila, a unos metros de la oficina principal del Banco de Andalucía de Mojácar. Al volante, con gafas de sol y un delicado vestido de lino verde sin mangas, que se transparentaba ligeramente a contraluz, se hallaba sentada una mujer rubia con tal aspecto de estrella de Hollywood que ya se había visto obligada a defraudar a varios lugareños que se habían acercado a solicitarle un autógrafo, asegurándoles que no solo no era Jane Fonda -ni Farrah Fawcett, la otra diva con quien la habían confundido- sino que ni siquiera se dedicaba al séptimo arte. Su glamuroso aspecto se debía sobre todo a su pose felina y a lo endiabladamente bien que le sentaba aquel vaporoso vestido, a través del cual emergía majestuoso un largo y blanco cuello de garza. La mujer entretenía la espera escuchando «Take Five», el legendario tema del cuarteto de jazz de Dave Brubeck en el que Paul Desmond, el saxo alto, exponía la pegadiza y sinuosa melodía con tanta elegancia que el oyente tenía la sensación de que le estaban sirviendo una especie de Martini sonoro.
La temperatura en la calle era sofocante, hasta el punto de que algunos viandantes, al llegar a la altura del Mercedes, habían optado por guarecerse bajo el único toldo cercano, en parte para recuperar el resuello y en parte para tener la oportunidad de contemplar largo y tendido, desde la penumbra, a la llamativa pareja de baile formada por la glamurosa rubia y el imponente automóvil.
La mujer miraba al frente, tamborileando con su mano derecha sobre el volante al ritmo de la música del cuarteto, ajena por completo a la asfixiante temperatura almeriense, que hacía que algunas de las personas refugiadas bajo el toldo jadearan sacando la lengua, como perros acalorados evaporando saliva. Tan solo una vez se permitió dirigir una furtiva mirada de ansiedad hacia la institución bancada, de donde hacía un buen rato que tenía que haber salido ya su acompañante. Por fin, tras cinco minutos más de interminable espera, se abrió la puerta del banco y asomó la cabeza un tipo alto y bien parecido, de aspecto británico, con pantalón y americana de color claro y piel tan blanca que ni siquiera el poderoso protector solar con el que solía defenderse había impedido que enrojeciera en los puntos más delicados. La luz cegadora de la calle hizo que el hombre entrecerrara los ojos y mostrara su refulgente dentadura, en una mueca entre cómica y siniestra, como de esqueleto. Utilizando la mano derecha a modo de visera, logró por fin divisar a la rubia del descapotable y tras llamar su atención con un silbido, le hizo una seña inconfundible con la mano que quería decir «espera».
La mujer del coche bajó la música, para que Joe Morello, el batería del cuarteto, que había comenzado ya su solo, no dificultara la comunicación, y luego asomándose por la ventanilla del copiloto, para tener una mejor visión de su interlocutor, dijo:
– ¿Qué ocurre?
El tipo improvisó un megáfono con las manos para hacerse oír por encima del tráfico y respondió:
– ¡Dame cinco minutos!
La rubia -que después de haber padecido un buen rato bajo aquel sol de justicia hubiera tenido motivos suficientes para perder los nervios ante la perspectiva de otra espera interminable- reaccionó ante aquel contratiempo esgrimiendo una cautivadora sonrisa, que brindó al respetable que la estaba observando, sacó las llaves del contacto y salió del coche.
Durante un instante, sus bien torneadas piernas se adivinaron al trasluz de aquella tela de lino que casi parecía gasa y uno de los jóvenes que más rato llevaba contemplándola, embelesado desde la oscuridad del toldo, no pudo evitar un involuntario movimiento de la nuez al deglutir saliva ante aquel inesperado espejismo.
El hombre de la americana dio una carrera hasta el vehículo para no hacer recorrer a la mujer el trayecto que la separaba de él y cuando estuvo a su altura musitó al oído de esta algunas palabras, que ninguno de los lugareños consiguió descifrar desde sus puestos de observación.
Un empleado del banco, pequeño y con bigote, en mangas de camisa, con las axilas húmedas, emergió súbitamente de la puerta del banco, como un capitán de submarino subiendo a la torreta, y se quedó observando con desconfianza a la pareja desde su minúscula atalaya. La mujer del descapotable hizo un pequeño gesto con la cabeza a su acompañante, para advertirle de que estaban siendo observados y el hombre de la americana se volvió un instante hacia él para, con una sonrisa forzada, dirigirle un pequeño saludo con la mano.
– Es el cajero. Le he dicho que se dé prisa, que me estaba esperando mi mujer.
– ¿Tu mujer? Pero si nosotros…
– Lo sé, lo sé, pero me ahorro un montón de preguntas cuando digo que estamos casados -le interrumpió el hombre, mascullando entre dientes sus palabras, para no descomponer la sonrisa artificial que había adoptado de cara a la galería.
– ¿Cuál es el problema? -dijo ella.
– El cajero automático. Se ha tragado mi tarjeta. Ese hombre dice que si le doy un poco más de tiempo, la puede recuperar.
– ¿Pero cómo se ha podido quedar el cajero con la tarjeta? ¿Qué has hecho?
El hombre permaneció en silencio unos instantes, tratando de inventar sobre la marcha una mentira convincente, pero al no dar con ninguna, prefirió decir la verdad:
– He metido mal la clave. Tres veces.
– ¿Tres veces? -La mujer estalló en una pequeña carcajada que hizo sonreír por simpatía al público hacinado bajo el toldo. Luego dijo-: Es mejor que vayas pensando en anotar tu número secreto en algún rincón de la cartera. Es la segunda vez que te pasa desde que te conozco. Y solo llevamos juntos tres meses.
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