Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– Lo había escrito en algún papel, pero me temo que lo he dejado en el hotel.

– En ese caso, habrá que tatuártelo. ¿En qué parte del cuerpo prefiere el trabajito, caballero? -dijo la mujer como si estuviera flirteando con un desconocido.

– ¿Qué hacemos? -respondió el hombre ignorando las seductoras burlas de la mujer-. ¿Esperamos unos minutos a que ese hombre rescate la tarjeta del cajero?

– Tú mandas, pero yo estoy desfallecida de hambre y hemos encargado la paella para las dos.

El hombre decidió que ya disponía de suficiente información para tomar una decisión y volvió al banco, con cuyo empleado mantuvo una breve conversación. Por fin, el hombrecillo estrechó con gran solemnidad la mano de su cliente y volvió a ser engullido por la puerta acristalada del banco.

El tipo de la americana regresó al Mercedes y se acomodó en el asiento del copiloto.

– Podemos irnos.

La rubia accionó la llave de contacto y el Mercedes comenzó a alejarse poco a poco, calle abajo, ronroneando como un gigantesco tigre mecánico domesticado.

Tres horas después de una deliciosa paella en un chiringuito a 25 kilómetros de Mojácar, el Mercedes blanco emprendía su viaje de regreso hasta el hotel donde estaban alojados sus ocupantes.

– Déjame conducir a mí -pidió la mujer-. Tengo la ligera impresión de que has abusado de la sangría.

– Para conducir este coche no hacen falta ni siquiera reflejos -dijo el hombre, soltando el volante y volviendo a sujetarlo cuando el Mercedes se desviaba peligrosamente de la línea recta e invadía el arcén de la tortuosa y accidentada carretera-. ¿Lo ves? Casi no hay que ayudarle. Prácticamente se conduce él solo.

– No hagas eso, te lo pido por favor -respondió ella, que por vez primera pareció perder el control que ejercía hasta sobre el más pequeño de sus gestos.

– Mujer, ¿qué nos puede pasar en un Mercedes?

Un instante más tarde, intentando esquivar un tractor que acababa de aparecer tras una curva y ocupaba casi todo el ancho de la carretera, el deportivo blanco derrapó estrepitosamente, y tras destrozar un desvencijado quitamiedos que no ofreció la más mínima resistencia empezó a deslizarse por una empinada pendiente erizada de rocas. El hombre tuvo miedo de que un frenazo brusco hiciera volcar el vehículo frontal-mente y, pensando solo en su propia supervivencia, abrió la portezuela para saltar fuera. Esta, sin embargo, golpeó contra un peñasco de granito que les salió al encuentro y rebotó con furia, triturando la pierna izquierda del hombre, que ya estaba fuera del habitáculo. El aullido de dolor que se oyó a continuación se mezcló con el salvaje chasquido metálico de la portezuela al ser arrancada de cuajo por una segunda roca, aún más voluminosa que la primera. Debido a la pronunciada pendiente, la velocidad del vehículo se había hecho ya tan vertiginosa que era impensable saltar; el hombre, entonces, intentó frenar mientras trataba de poner el coche en posición perpendicular a la pendiente para disminuir la inercia. La maniobra fue tan brusca que el Mercedes volcó de costado y tras deslizarse algunos metros como un trineo sobre los resecos hierbajos del erial, continuó su alocada carrera hacia el abismo, dando una vuelta de campana tras otra.

El cristal del parabrisas estalló hacia dentro y sus innumerables fragmentos se proyectaron en dirección al habitáculo como si fueran partículas de metralla, causando graves destrozos en el rostro de la mujer, que medio inconsciente por el formidable golpe que había recibido nada más volcar, fue incapaz de protegerse la cara con los brazos. La rueda delantera derecha se soltó de su eje y dando vueltas sobre sí misma, alcanzó una velocidad tan endiablada pendiente abajo que se perdió de vista en cuestión de segundos.

El sólido bastidor del vehículo seguía protegiendo los cuerpos de sus dos ocupantes, aunque con cada sacudida, su estructura bramaba con la ferocidad de una bestia malherida. Cuando por fin fue a detenerse en el lecho del riachuelo en el que moría la pendiente, el conductor, que a diferencia de la mujer no había salido aún disparado del vehículo, comenzó a percibir un fuerte olor a humo, mezclado con el hedor del aceite requemado. La pestilencia era tan intensa que pasó, sin solución de continuidad, del sentido del olfato al del gusto, y su boca pareció invadida de pronto por una sustancia nauseabunda, caliente y viscosa, que le quemaba la garganta y le irritaba los ojos hasta el punto de que estos le empezaron a llorar en el acto. El motor del coche permaneció revolucionado durante unos instantes y luego fue perdiendo fuerza hasta apagarse completamente. En el sobrecogedor silencio que se produjo a continuación, el hombre acertó solo a distinguir, antes de perder el conocimiento, las voces lejanas de dos pastores que habían presenciado el accidente y que acudían presurosos a socorrer a los ocupantes del Mercedes.

2

Viena, primavera de 2007

Un grupo de unos treinta turistas angloparlantes avanzaba a buen paso por las dependencias de la renombrada Escuela Española de Equitación, liderados por un guía invidente. Media hora antes, cuando el guía se presentó ante ellos pertrechado de gafas oscuras y bastón blanco para dar comienzo a la visita, los turistas habían pensado que se trataba de una tomadura de pelo de algún programa de televisión de cámara indiscreta; incluso hubo varios de ellos que prefirieron esperar quince minutos para integrarse en el siguiente grupo. Los que decidieron quedarse con el guía ciego no solo no lo lamentaron, sino que estaban disfrutando enormemente del paseo, pues aquel hombre combinaba amplios conocimientos sobre la institución que les estaba mostrando con un notable sentido del humor.

Lo primero que había hecho al comenzar el periplo había sido levantar bien alto el bastón por encima de su cabeza y decirles, como si ya estuvieran en plena visita:

– Si miran ustedes hacia arriba, podrán contemplar el famoso artilugio inventado en 1921 por James Biggs, un fotógrafo de Bristol que, tras haberse quedado ciego por un accidente, pintó su bastón de paseo de blanco para hacerse más visible a los conductores.

Uno de los dos niños que formaban parte del grupo, al comprobar la soltura con la que se desenvolvía el ciego por los pasillos de la Escuela, le había dicho a su padre:

– Papá, yo creo que ese señor sí que ve y que se está burlando de nosotros.

Durante la visita a los establos, el guía los entretuvo contándoles cómo, al término de la Segunda Guerra Mundial, los caballos lipizanos, que habían caído en manos del ejército soviético, fueron rescatados y llevados otra vez a Viena nada menos que por el general Patton, que había sido jinete olímpico antes de la guerra y era un gran admirador de estos purasangres.

– Si no llega a ser por Patton -les aclaró el guía- lo más seguro es que los lipizanos hubieran acabado en el matadero y hubieran servido de rancho a los hambrientos soldados de Stalin.

El grupo iba ahora camino del gran picadero cubierto de la Escuela, que estaba situado en una de las alas del palacio imperial de Hofburg. Allí no solamente se llevaban a cabo todas las tardes las fantásticas exhibiciones ecuestres con música de los lipizanos sino también sus imprescindibles -pero más aburridos- entrenamientos matutinos.

Uno de los turistas levantó la mano, con objeto de llamar la atención del guía, pues su desenvoltura era tal que el hombre les había hecho olvidar a todos que era, en realidad, un discapacitado. Al darse cuenta de su distracción, el turista, un tipo de unos sesenta años y pelo canoso sonrió para sus adentros y luego dijo, con un fuerte acento australiano:

– Perdone ¿adónde conduce esa puerta de ahí?

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