Dorothea Schlickmann - José Kentenich, una vida al pie del volcán
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Quizás fuera ella también la que en el momento decisivo lo alentó a asumir la audacia de la fe, a arriesgar todo dando “el salto mortal de la razón, la voluntad y el corazón”. “Sé como un niño que camina tomado de la mano de su Padre poderoso”, había escrito en su diario. Recién cuando alcanzó la cima del volcán y ya no supo qué hacer, cuando se cerraron los caminos a derecha e izquierda y experimentó su total desvalimiento en el plano racional, fue entonces capaz de desasirse, de abandonar las seguridades intelectuales y asumir la audacia del amor. No se precipitó al abismo sino que cayó en los brazos de Dios. Esa experiencia fundamental hizo que la fe fuese para él un tesoro imperdible, un tesoro por el que había luchado duramente, una seguridad inconmovible en su vida.
Una vez más, y ahora existencialmente, cobró conciencia de la realidad de Dios. Había sido guiado por un camino en el que no se le había ahorrado lucha alguna. Pero en esa senda advirtió con claridad que la fe, en momentos de necesidad, no tiene que descartar la razón, sino iluminarla, y que el conocimiento no es sólo una facultad de la razón. También el corazón es un “órgano de conocimiento”. Estas experiencias le brindaron un nuevo modo de asegurar la fe. El fragor de las luchas se fue aplacando. Paulatinamente se hizo una gran calma en su interior.
Pero recién cuando “se sumergió en la vida”, cuando comenzó su labor pastoral y pedagógica, tomó conciencia del profundo sentido de todas las luchas, necesidades y sufrimientos, y halló la necesaria compensación para su orientación unilateralmente intelectual. Sobre todo le fue posible entonces brindar a otros los conocimientos y experiencias que habían madurado en él a través de todos esos años. Mucho más tarde confiesa en un texto autobiográfico: “Hominem non habeo, no tengo a nadie que me ayude (cf Jn 5, 7)… así lo viví. De ahí el firme principio: Que en lo posible no le pase a ningún otro lo que te pasa a ti. De este principio brota la fuerza para renunciar sencillamente a uno mismo. Ofrezcamos un hogar a otros, aun cuando nuestro propio corazón clame también por hogar”.
3. Pedagogo con corazón y pasión
Luego de tantas dificultades exteriores e interiores, el 8 de julio de 1910 el P. Kentenich es ordenado sacerdote. Cumplía así el sueño de su vida por el que había tenido que luchar duramente. Ese día habría de convertirse en un muy especial punto culminante de su vida que, contemplado desde afuera, no llamaba particularmente la atención.
Monseñor Enrique Vieter era vicario apostólico en Camerún y se hallaba de vacaciones en la patria alemana. Él es quien ordena sacerdotes a los ocho candidatos. La ceremonia se lleva a cabo en la pequeña capilla de la Casa de las Misiones. El recinto estaba colmado de invitados y apenas había lugar para todos. La madre de José había enviado a su hijo una lista con propuestas de a quiénes invitar a la celebración. José eligió a algunos parientes, a su amigo de vacaciones y primo de segundo grado, Pedro Hessler, y al padre de éste, y naturalmente al P. Savels. Lamentablemente la abuela había fallecido un año antes, al igual que la tía Sibilla, la hermana mayor de la madre. Los parientes quedaron impresionados por el vasto y moderno edificio y sus amplios espacios, iluminados incluso por luz eléctrica, cosa que aún no se conocía en el pueblo. Y luego, naturalmente, la misma ceremonia de ordenación. Los conmovió mucho cuando al principio vieron a esos jóvenes, incluso a su José, tendidos por tierra. “Adsum”, heme aquí, estoy dispuesto, escucharon que José respondía con firmeza.

Foto 5: 8 de julio de 1910, en el día de su ordenación sacerdotal, con Monseñor Vieter.
La madre de José y su prima Enriqueta se quedaron después toda una semana en Limburgo, particularmente teniendo en cuenta que dos días más tarde José celebraba su primera misa como sacerdote. Ambas disfrutaron de ese tiempo junto a él. Difícilmente podía saberse lo que acontecía en el interior de José. Enriqueta fue la primera que notó un cambio en él. Ciertamente se lo veía tan delgado y serio como antes.
No obstante, si bien acababa de ser ordenado sacerdote, irradiaba una especie de paternidad sacerdotal, al punto de que Enriqueta se sintió animada a confesarse con él pocas semanas más tarde, y en esa oportunidad confiarle cosas muy personales. Si bien era cinco años más joven que ella, la prima experimentó en él una tal madurez humana y empatía para con las preocupaciones de su alma, que le resultó fácil desahogarse. Desde hacía mucho tiempo venía arrastrando esa carga espiritual sin hallar un sacerdote a quien confiarle todo con franqueza. Enriqueta escribe una carta de agradecimiento a su primo “fraternal”. En ella le dice que si bien aún no se ha tranquilizado del todo, él la ha ayudado y consolado mucho. Enriqueta pensaba en la bondad y cariño con el que José había acogido todo lo que ella le había dicho, algo muy diferente de lo que había hallado en muchos otros sacerdotes que conocía. Naturalmente no le contó a su tía por qué ella había viajado ese día a Limburgo y lo que la había hecho tan feliz.
El joven sacerdote simplemente sabía comprender la debilidad y las vivencias límite del ser humano; conocía suficientemente la íntima angustia de muchas personas, fruto de un temor exagerado al pecado. Empatía y comprensión que se advierten ya en las monografías que debían escribir los estudiantes, y en las que tenían que exponer y evaluar casos de teología moral con mira a la posterior administración del sacramento de la reconciliación.
Luego de la ordenación sacerdotal, el nuevo sacerdote fue a ayudar los domingos en parroquias de la región de Hunsrück, río Rin arriba y abajo, si bien aún no había completado su estudio, ya que luego de la ordenación tenía aún un año de estudio por delante. Su tiempo de estudios, en lo que concernía a formación y conocimientos teológicos, había sido extraordinariamente fructífero, pero la verdadera conclusión del mismo tuvo lugar en el verano de 1911. Hasta esa fecha el joven P. Kentenich volvió a disfrutar de las clases del P. Francisco Berendt, quien se dedicaba al marxismo con la misma intensidad con que lo hacía con otros temas sociales y políticos como, por ejemplo, la cuestión de la mujer. Las clases de ese palotino que abordaba muchas corrientes modernas de pensamiento con libertad y solvencia, siempre tenían para José Kentenich algo de liberador.
Con gran celo el joven sacerdote preparaba sus homilías para las diferentes parroquias. En ellas se advierten ya la preferencia por ciertos temas: eucaristía, comunión frecuente, misión y comunidad, Congregaciones Marianas, autoeducación y, naturalmente, la Sma. Virgen. En cárceles, hospitales, parroquias de la serranía de Eifel o a orillas de los ríos Mosela y Rin, en agrupaciones femeninas o en órdenes religiosas, predicaba siempre de manera sencilla, comprensible, realista, procurando adaptarse a la situación de sus oyentes. Trataba de unir al valor central del amor todo lo que le parecía revestir importancia. Si bien elegía términos y conceptos tradicionales, ligaba a ellos otros pensamientos e intenciones. En la proclamación de la fe comenzó a sentirse particularmente fortalecido y seguro. Acrisolado en la vivencia de sus propias dudas de fe, pasó a ser para otros un entusiasta “misionero de la fe” y del “amor”. Era pastor con alma y vida; y siguiendo a su santo favorito, San Francisco de Sales, procuraba contemplar a quienes tenía delante de sí tal cual eran, convencerlos mediante argumentos claros y empatía humana, y no mediante homilías amenazadoras que se descargan como una tormenta sobre los fieles. Vertía grandes contextos teológicos en imágenes sencillas, para hacerlos más fácilmente comprensibles.
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