Dorothea Schlickmann - José Kentenich, una vida al pie del volcán

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José Kentenich, una vida al pie del volcán: краткое содержание, описание и аннотация

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Biografía del Padre José Kentenich con datos inéditos de su vida apasionante. Una vida de dramatismo y riesgo. Una misión para los nuevos tiempos. Su biografía enciende una luz de esperanza con el siguiente mensaje alentador: la vida puede triunfar y expandirse aún en las condiciones más difíciles.

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Durante muchos años el mismo José consideró el “orgullo” como su “principal defecto” y anotó en su programa de vida que “las oportunidades de caer serán numerosas” y por lo tanto “todo su empeño ha de estar orientado hacia el cultivo de la humildad”. Pero por más que se esforzase de diferentes maneras, sentía íntimamente una cierta resistencia. Cuando se arrodillaba muy atrás en la capilla de la Casa de las Misiones de Limburgo - los primeros debían ocupar los bancos de atrás -, sus pensamientos giraban siempre en torno de las mismas preguntas: si se quiere ser santo, ¿hay que renunciar realmente a la alegría, al amor humano, a la autoestima y a todo desarrollo personal? Para seguir a Cristo, ¡cuánto había padecido Vicente Pallotti, cuánta mortificación, renuncia a horas de sueño, flagelación y otras penitencias se había impuesto! Por lo tanto un santo no puede ser feliz y estar alegre en este mundo… Este camino le resultaba difícil al oriundo de Renania que a menudo se proponía reprimir “bromas” y todo “alegre desenfado”. Entonces… ¿Estaba siendo él como debía ser?

Esa rígida y unilateral concentración en reglas y prescripciones puramente formales repugnaban no sólo a su innato afán de libertad sino también a la hondura de su pensamiento. Su valoración del amor chocaba con una ascética tan focalizada en el pecado que en todo sólo veía y temía el pecado. Como José Kentenich lo resumiera más tarde, era la “moral del pecado” de aquella época, que a la larga “acaba enfermándonos”. En las “instrucciones” del maestro de novicios echaba de menos el trasfondo espiritual y los contextos internos. Una reglamentación era colocada mecánicamente a lado de la otra, sin un sentido que las ligase entre sí, como si el mundo de Dios y el de los hombres estuviesen absolutamente separados. “Ama a tus parientes sólo por razones sobrenaturales”, había anotado fiel y dócilmente en su programa de vida. Pero… ¿Era posible algo así? ¿Acaso no se amaba también de manera emocional, natural, humana, sin un mero acto de voluntad o motivación sobrenatural? Tal sobrenaturalismo lo asfixiaba.

El amor humano, ¿constituía realmente un obstáculo para amar a Dios? Su modelo, San Francisco de Sales, había llorado amargamente durante varios días cuando perdió a su madre. Y además: independencia, pensamiento autónomo, ambición natural… ¿eran realmente malos? En sus numerosas lecturas, ¿no había comprobado que personas que realmente llevaron a cabo grandes obras tuvieron un pensamiento autónomo y siguieron su propio camino en lugar de seguir a la masa? ¿No era eso parte de una verdadera personalidad? ¿Quería Dios que uno renunciara así por completo, renunciara a toda originalidad personal?

En sus horas de soledad, caminando por la vera del río Lahn o por senderos de la serranía, José no cesaba de “cavilar”. Una educación basada en moldes, una educación que espera lo mismo de todos, ¿es adecuada para el hombre de hoy? Por naturaleza sentía íntima repugnancia de hacer las cosas sólo porque otros las hacen, o marchar en la dirección en la que todos marchan sin poder preguntar o pensar con independencia. La masa seguirá a todo lo que se mueva. A José una tal actitud le resultaba ajena. En él había algo que no encajaba en ese horizonte, y buscaba la causa en sí mismo, en sus faltas y debilidades. En esta ocupación mantuvo su autonomía y prosiguió su camino en soledad.

De cuando en cuando el P. Kolb invitaba a los estudiantes a conversar, a dialogar sobre ideas y espiritualidad. En determinado momento José dejó de participar en las reuniones. Su compañero Carlos le preguntó la razón. José le respondió con toda franqueza que no se había cumplido con el objetivo de tales reuniones: “El único que habla es el P. Kolb. No hay diálogo sino monólogo”.

Grave enfermedad

A José no sólo lo atormentaban esas preguntas. Poco después del noviciado tuvo síntomas de una enfermedad cuya oculta peligrosidad ni él ni su entorno advirtieron en un primer momento. Las primeras manifestaciones no fueron interpretadas correctamente: frecuentes cuadros de cansancio, falta de apetito y de sueño. José atribuía su dolor de cabeza a la trampilla del desván que había caído accidentalmente sobre su cabeza. Adelgazaba más y más, por largos períodos padecía de leve fiebre, y una tos peculiar como la de un resfrío que no acaba de curarse. El director lo envió a recuperarse a diferentes lugares, pero no se produjo mejoría alguna.

Su estado se agravó en abril de 1907, al punto de que el Consejo Provincial determinó que suspendiera por completo el estudio hasta el otoño. En el verano del mismo año, la consulta hecha a un médico de Coblenza arrojó el terrible diagnóstico: tuberculosis. En ese mismo mes José fue enviado a Bad Wörishofen para someterse a un tratamiento en el que se ponían grandes esperanzas.

En su juventud, el sacerdote Sebastián Kneipp, fundador del sanatorio de dicha localidad, se había curado de su tuberculosis sometiéndose a baños en un lago de montaña de aguas heladas, y por esa vía había redescubierto la fuerza curativa del agua. Las “curas Kneipp” habían cosechado ya grandes éxitos, incluso entre pacientes de tuberculosis. El proyecto del P. Kneipp de edificar una casa especialmente destinada a tuberculosos fracasó finalmente por la resistencia de los habitantes del lugar, temerosos del contagio. La tuberculosis generaba a menudo tales reacciones de pánico.

En la hoja de la historia clínica de José, el médico tratante de Bad Wörishofen consignó el diagnóstico arriba, a la derecha; pero lo hizo en caracteres de estenografía y con letra pequeña, para que nadie pudiera descifrarlo con facilidad. El P. Kentenich estaba gravemente enfermo y había que aislarlo enseguida por razones de contagio. Las crisis de apnea le generaban ataques de pánico, sobre todo a la noche. Se le prescribió descanso, recostarse con frecuencia en las reposeras, someterse a tratamientos de agua y dar paseos breves. A ello se sumó la prescripción de una dieta abundante, con mucha manteca y leche. José estuvo internado allí dos meses y, a despecho de lo que se podía esperar, su estado mejoró ostensiblemente.

Entre tanto en el Consejo Provincial, en Limburgo, se entabló un debate sobre si la “disposición a la enfermedad existía ya antes del ingreso al noviciado”, porque, de ser así, dicho ingreso habría sido no válido. Un compañero de José, de apellido Weiler, igualmente enfermo de tuberculosis, tuvo que abandonar pronto la comunidad. Curiosamente no fue el caso de Kentenich. Fueron meses de tensión en los que no sabía qué sería de él. Esa incertidumbre y el sentimiento de impotencia de cara a una terrible enfermedad, le hicieron experimentar hondamente toda su limitación humana.

En esos seis meses en los que José fue dispensado del estudio, profundizó en las obras de Santo Tomás de Aquino, que leía en latín. En ellas encontró un tema que lo interpeló de manera especial, y en el que se detuvo largamente: la teoría de la independencia y “autonomía de las causas segundas”, vale decir, del ser humano y de la creación. Era evidente que Dios, el creador y causa primera de toda la creación, había querido expresamente esa autonomía en el hombre.

Poco a poco José Kentenich cobró claridad sobre las consecuencias que para el campo pedagógico acarrearían esas reflexiones de Santo Tomás: si Dios permitió que el hombre fuera depositario de tal independencia y lo dotó de valores propios, ¿no es lícito tener un alto concepto del ser humano, reconocer su importancia como individuo y valorar mucho todo lo que él lleva a cabo sobre la tierra, siempre y cuando esté en consonancia con la causa primera, con Dios y las leyes de su creación? La independencia del ser humano, ¿no es algo querido por Dios? La autoestima, ¿acaso es sólo una forma de “orgullo” y no parte de un plan divino? Y todo las demás cosas que se gestaron en la Modernidad, ¿no están contempladas en la Divina Providencia? El tiempo, ¿no es también “una voz con la que nos habla Dios…Voces de los tiempos, voces de Dios?”. Los pensamientos de José giraban y giraban en torno de estos interrogantes. Y éstos no sólo valían para “los felices tiempos del pasado”, sino para el presente y el futuro.

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