Dorothea Schlickmann - José Kentenich, una vida al pie del volcán

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José Kentenich, una vida al pie del volcán: краткое содержание, описание и аннотация

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Biografía del Padre José Kentenich con datos inéditos de su vida apasionante. Una vida de dramatismo y riesgo. Una misión para los nuevos tiempos. Su biografía enciende una luz de esperanza con el siguiente mensaje alentador: la vida puede triunfar y expandirse aún en las condiciones más difíciles.

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Las características de la vida de noviciado no eran extrañas para José: tiempos de oración y silencio, vida comunitaria con estricta sujeción a los superiores y al orden del día. Eso no le costó trabajo. Al contrario, comenzó el noviciado con gran fervor, asumiéndolo como etapa importante en el camino al sacerdocio. Con todo detalle estenografiaba en su libreta las “instrucciones” o conferencias del maestro de novicios. En ellas se daba minuciosas reglamentaciones de conducta pero pocos impulsos espirituales. En cuanto a la formación interna de la congregación, el noviciado no estaba marcado por inspiraciones pedagógicas específicas del fundador, sino por concepciones de “mortificación”, “abnegación” y de una cierta actitud hostil ante el mundo derivadas, todas, de la ascética tradicional. En la sociedad cundía el ateísmo y se pretendía hacer reparación por esa situación mediante una severa vida ascética de penitencia. Además en la tradición ascética se había generado una peculiar manera de pensar: la orientación total hacia Dios no debía ser perturbada por vinculaciones humanas. Se enseñaba a los novicios que debían “amar a sus parientes sólo por motivos sobrenaturales”. El “mundo” y el “espíritu mundano” apartarían igualmente de Dios. En ese tiempo inicial del noviciado, el P. Juan Bayer, asistente del maestro de novicios, dio una introducción sobre cómo escribir un “programa de vida” para el posterior camino sacerdotal.

José se retira a su celda y medita lo que ha escuchado. En su libreta anota cuidadosamente esas ideas sobre una santa vida sacerdotal, y establece líneas y pautas personales para alcanzar el ideal. Quiere proceder con radical seriedad; quiere ser santo. Y así escribe a modo de introducción: “Dios es mi origen; Dios es mi meta; ha de ser también la estrella que guíe mi vida, el punto central de todos los ideales. Todo pasa, sólo quedamos nosotros: él, mi creador, y yo, su creatura. Ambos quedamos por toda la eternidad: o unidos o separados. Por lo tanto todo mi esfuerzo y aspiración en la tierra ha de tener como objetivo la unión con Dios, vale decir, la conformidad con la voluntad divina”. Para llegar a esa “conformidad” sólo ve un camino: “Jesucristo que me invita: Quien quiera venir en pos de mí, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).

A continuación José articula su programa de seguimiento del Señor en partes que revelan una inspiración en la ascética tradicional: seguimiento de la cruz a través de la negación de sí mismo. José quiere abrazar por entero el seguimiento de Cristo. La lista de propósitos se hace más y más extensa. Finalmente cuenta con 105 puntos a observar. Pero José no queda satisfecho en su fuero íntimo; en él subsiste una inquietud: le parece que todas esas reglas estrechan, coaccionan demasiado a la persona. Por eso sobre la página que sirve de portada a las otras donde las ha escrito, copia en latín el siguiente versículo: “Hablen y actúen como quienes deben ser juzgados por una Ley que nos hace libres (Sant 2, 12)”.

Si bien el P. Bayer les había aconsejado releer mensualmente el programa de vida, el nuevo novicio anota: “No te sujetes a esto como un esclavo, y en la confesión lee sólo una parte”. Al redactar el texto procura darle un íntimo centro, un alma, algo que unifique toda esa cantidad de puntos. En realidad el amor es “el vínculo que sostiene todo”, es el punto de partida y la fuerza que mueve todo. En las conferencias del P. Bayer faltaba justamente ese contexto del amor.

En el tiempo siguiente, el novicio Kentenich siente que ese tipo de ascética tradicional de alguna manera le genera inquietud. Por un lado comparte la convicción de que si se quiere ser santo, el seguimiento de Cristo incluye renuncia, cruz y padecimiento. Por otra parte “no lo satisfacían las reflexiones ascéticas” que les presentaba el maestro de novicios. En ese estado de inquietud buscó refugio en la lectura de San Francisco de Sales, a quien había llamado su “modelo” y que paulatinamente se iba convirtiendo en su “santo favorito”. La humanidad y naturalidad de este santo lo interpelan particularmente. Porque según San Francisco de Sales, el amor es la ley fundamental del mundo, vale decir, es ley fundamental para todo ser, para toda la creación de Dios.

José halló en San Francisco de Sales una especie de tabla de salvación a la cual asirse. Él buscaba una santidad moderna, natural, cercana a la vida, que sencillamente se adecuara más a la nueva época. En sus posteriores años de estudio, en los cuales leyó con detenimiento a Santo Tomás de Aquino, le quedó grabada particularmente la idea de que “la gracia construye sobre la naturaleza”. (5) La gracia no es algo suspendido en un espacio espiritual vacío, desprendido de todo lo humano y natural. La gracia no destruye la naturaleza humana, al contrario, la eleva. La acción de Dios en el hombre presupone esa dimensión auténticamente humana.

En 1909, José lee, en un libro sobre pedagogía de la religión, que la espiritualidad en el caso del joven “consiste ante todo en acostumbrarse a combatir y eliminar, por amor a Jesús, sus inclinaciones no deseables”. Tachó entonces espontáneamente la palabra “eliminar” y escribió al margen: “ennoblecer”.

Hasta ese momento había desarrollado una postura propia en relación con la ascética. Pero en su noviciado y en los años sucesivos no halló confirmación alguna para su concepción de santidad ni tampoco un interlocutor válido. Recorría en soledad el camino hacia una ascética para los tiempos modernos. Sobre todo el P. Girke no era un interlocutor adecuado en esa área, y José lo percibió enseguida. Pero no solamente él tenía problemas con el maestro de novicios. En cuanto el P. Girke abandonaba el aula, los novicios se reunían, cuchicheaban o manifestaban su oposición a ese hombre marcado por la estrechez, el temor y la falta de libertad interior.

José no se unía al coro de críticas: algo así era extraño a su naturaleza. Más bien tendía a decir francamente lo que pensaba o bien callar. En relación con el trato con los superiores anotó lo siguiente:

“1. Sé extremadamente delicado y cauteloso cuando se plantee una diferencia de opiniones. Asume la actitud de quien quiere ser enseñado y no enseñar”. Y un punto más adelante: “3. En la medida de lo posible adhiere al superior. Si te resulta demasiado difícil, por lo menos abstente de expresar tu juicio, especialmente si han surgido divisiones en una comunidad”.

José buscaba una salida para sí y le preguntó al P. Girke si de cuando en cuando podía dirigirse al rector de la casa, el P. Kolb. Para su sorpresa el maestro de novicios le dio el permiso, si bien ése, según los estatutos, no era el camino normal. Desde entonces el P. Kolb fue el confesor de José. Por esa vía el P. Kolb conoció y apreció más de cerca al joven novicio.

Con el tiempo, para José resultó claro que la estrechez y torpeza del maestro de novicios derivaba de un gran temor al pecado. Interpretaba la capacidad de decidirse por uno mismo y la autoestima personal como orgullo y falta de humildad. Como muchos hombres de su tiempo, el P. Girke estaba convencido de que seguir a Jesús significaba verse continuamente como indigno y pecador, que sólo por esa vía se podía agradar a Dios.

Era el 8 de diciembre de 1904. Se celebraba los cincuenta años de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. El P. Kolb lo recuerda muy bien: con motivo de esa conmemoración, el novicio Kentenich debía recitar un poema de su autoría. Se había invitado al obispo, Mons. Domingo Willi. Éste estaba sentado en primera fila junto con el Padre Provincial y otras autoridades. Pero al llegar el momento de la recitación, según se consignaba en el programa, nadie subió al estrado. José Kentenich no aparecía. Inquietud general. El P. Kolb manda averiguar enseguida qué había pasado. Se le informa que el maestro de novicios desaconseja esa presentación temiendo que fuese en desmedro de la humildad del novicio “recién horneado”. Al P. Kolb le pareció que eso ya “pasaba de castaño a oscuro” y ordenó que el novicio se presentara. Kentenich apareció enseguida - así prosigue su relato el P. Kolb -, subió al estrado y recitó su poema “con un entusiasmo y fervor… como nunca más lo vi después en él. Este incidente me demostró que en ese muchacho había algo especial”.

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