Dorothea Schlickmann - José Kentenich, una vida al pie del volcán

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José Kentenich, una vida al pie del volcán: краткое содержание, описание и аннотация

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Biografía del Padre José Kentenich con datos inéditos de su vida apasionante. Una vida de dramatismo y riesgo. Una misión para los nuevos tiempos. Su biografía enciende una luz de esperanza con el siguiente mensaje alentador: la vida puede triunfar y expandirse aún en las condiciones más difíciles.

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No obstante estas intuiciones, a modo de relámpagos de la mente, eran como piezas de un mosaico que aún no podía componer. Si bien su cuerpo se hallaba en proceso de recuperación y sanación, su mente y su alma se atormentaban con muchas preguntas que se acumulaban tremendamente. Y no podía hablar con nadie sobre ellas.

En conflicto con su propio espíritu y con el espíritu de su tiempo

En el transcurso de sus estudios se confrontó con los más difíciles temas de la filosofía que lo interpelaron hondamente. El combate intelectual comenzó como algo muy inocuo y secundario. El detonante que lo llevó a plantearse una de las preguntas más importantes sobre el ser y el sentido de la vida humana, y que acabaría generando en él una gran crisis espiritual, no residió ante todo en la reflexión filosófica, sino en una vivencia casi trivial, oculta en una cotidianidad a primera vista intrascendente:

En el noviciado José había entablado amistad con un compañero que se hallaba uno o dos años más adelantado. A pesar de su actitud reservada, finalmente había hallado entre sus pares uno que parecía comprenderlo. Carlos era un muchacho de extraordinario talento, sociable y de conversación fluida e interesante. José seguía sus discursos ante los otros estudiantes, en las disputas o debates académicos que tenían lugar en latín tres veces al año, ante toda la comunidad de la casa. Esos debates estaban destinados a fomentar la aplicación a los estudios. El discurso de Carlos fue brillante y obtuvo el aplauso unánime de todos. De su boca brotaban sentencias fundamentales de la dogmática y su correspondiente análisis. Todo expuesto con solvencia y destreza.

Pero un día, en la sala de estudio José fue testigo de cómo Carlos se vanagloriaba de manera exagerada e insincera. José abandonó la sala silenciosa e inadvertidamente, muy conmovido. Esa persona que él había admirado, que se había convertido para él en punto de referencia tras tantos años de soledad, era alguien que no se ceñía fielmente a la verdad. Y justamente a José le interesaba sobremanera la verdad. Ciertamente se trató de una nimiedad, de una debilidad humana, pero en su interior se desencadenó un alud. José comenzó a preguntarse: Si Carlos dice cosas que no son verdad, ¿quién me dice a mí que lo que él expone tan brillantemente sobre dogmática sea una verdad fuera de toda duda?

En las semanas siguientes sus pensamientos habían dejado ya de lado ese pequeño incidente, así como la persona del compañero, y se adentraron en otra región. Porque en el análisis de la filosofía de la Modernidad topó con preguntas mucho más profundas: “¿Existe en absoluto una verdad y cómo conocerla?” ¿Acaso la verdad no es algo sólo relativo, acaso no es algo distinto según sea quien la contemple, tal como lo expusiera Kant? Por ese camino José se confrontó masivamente con la pregunta por el fundamento de la fe y la credibilidad. ¿Quién o qué garantizaba aquello en lo que él había creído con tanta seguridad? Las dudas planteadas aumentaron cuanto más intenso fue el estudio de la filosofía del Modernismo y cuanto más trató de hallar sólo por vía de la razón una respuesta a las preguntas que lo atormentaban. La situación lo llevó a un mayor aislamiento de su entorno y a un agravamiento de su soledad. Porque… ¿a quién confiar tales preguntas?

Se generó así una crisis para su intelecto y su alma; una crisis para la que no estaba preparado. A los estudiantes les estaba prohibido leer filosofía moderna, por hallarse ésta en la lista de los libros prohibidos por la Iglesia. Pero de todas maneras se confrontaban con ella mediante las citas que aparecían en los numerosos libros teológicos de índole apologética. Estas últimas obras apuntaban justamente a refutar las doctrinas de Kant, Hegel, Nietzsche y otros “herejes”. A diferencia de lo que era común en su entorno, José profundizó en el estudio de la manera de pensar y las argumentaciones de dichos autores. Simplemente no podía conformarse con un conocimiento superficial de las cosas: ésa era su fortaleza y a la vez su debilidad. En todo lo que hacía, seguía la consigna: “Si lo haces, que sea a fondo”. Pero esa radicalidad aumentó el dramatismo de su confrontación con el pensamiento de la Modernidad.

Pronto advirtió que los argumentos de la filosofía de la Modernidad no podían refutarse tan fácilmente. No bastaba con tildar a Kant de “idiota”, tal como se leía en un texto apologético… A juzgar por todo lo que José había leído hasta el momento, para Kant y otros filósofos modernos la verdad era algo relativo. Según ellos no había una verdad absoluta, sino una relativa: el mundo sólo es como se nos aparece; no podemos decir que sea realmente así. Por ende nada hay realmente seguro. “Tampoco nuestra fe está asegurada - concluyó José Kentenich -, en la fe caminamos sobre un terreno totalmente inseguro. La fe es en realidad una gran audacia”.

De esta manera todo en su interior comenzó a vacilar, todo sobre lo cual había construido su vida hasta ese momento. Y no tenía a quién confiarse. Al contrario, la mayoría de los profesores tenían miedo cuando el macilento estudiante que estaba sentado al fondo del aula, a la derecha, volvía a levantar la mano para plantear una pregunta crítica. Una excepción era el P. Francisco Behrendt, que trataba y discutía con los estudiantes sobre doctrina social de la Iglesia y marxismo. El P. Francisco no temía una real confrontación con las corrientes ideológicas modernas. Pero al cabo de los dos primeros semestres de estudio dejó de ser su profesor. Recién hacia fines de su época de estudiante vuelve a aparecer el nombre de ese docente en la certificación de estudios de José.

José Kentenich era un “fanático de la verdad” por excelencia y no podía vivir “como si”. Leía hasta altas horas de la noche pero más tarde confesó que “por esa vía no había madurado más”. José no lograba progreso alguno por vía del mero conocer. Las preguntas que se acumulaban en él lo interpelaban existencialmente. No sólo conmovían los pilares de la fe y no sólo se limitaban al plano puramente mental-intelectual, sino que incidían en el plano espiritual, en la vida del alma.

Más adelante descubrió con claridad que no sólo él padecía esa situación. Las reflexiones de la filosofía de la Modernidad repercuten, ciento cincuenta años más tarde, en la vida, el alma y el mundo del ser humano; y lo hacen más de lo que suele imaginarse. José Kentenich señalaría que el ateísmo surgido en Occidente había pasado a ser causa de inseguridad psicológica, miedo y pérdida de vinculaciones. Afirmaría incluso que el ateísmo lleva a actitudes y acciones inhumanas, al desprecio del ser humano.

Sucedió en unos de los últimos días del verano, aún cálido. Luego de la clase José se halla frente a la puerta que lleva al patio. Guarda silencio, respira el aire fresco. Por un momento cierra los ojos: Dios mío, ellos no entienden de lo que realmente se trata. Vuelve a contemplar mentalmente la escena: los estudiantes se mofaban de la clase de filosofía que acababan de escuchar, por la superficialidad, arrogancia e ignorancia que veían en ella. ¿No se dan cuenta de lo que está pasando? Despunta una nueva era. Ya no podemos volver más a la seguridad absoluta de una fe inobjetada. No podemos barrer esta realidad bajo la alfombra y burlarnos de ella. El semblante de José denota preocupación…

José trató siempre de asegurar con argumentos racionales la estructura de la fe. Por último sostenía obsesivamente con la voluntad “todo el complejo de la fe” que había comenzado a vacilar. Siguiendo el modelo de Santo Tomás de Aquino, en los trabajos que debía presentar exponía toda una sarta de pruebas de la existencia de Dios; no obstante se daba la cabeza contra la pared. Cuando iba a confesarse, se acusaba siempre de “cavilaciones”: en su caso eran una “obsesión”.

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