Fabio Orlando Neira Sánchez - Ética y ciudadanía

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En el plano de los derechos políticos, sociales o civiles, la ética y la ciudadanía exigen a las personas potenciar cierta cantidad de destrezas tanto personales como sociales que las capaciten para afrontar las contingencias que genera la vida. Por lo tanto, es importante reconocer que, frente a la ciudadanía, hay muchas tareas pendientes, amplios retos educativos y pedagógicos y, asimismo, una necesidad por parte de una población dispuesta a hacer cambios que posibiliten unas relaciones sociales equitativas, con espacios para la participación, la pluralidad y el compromiso social. Este texto, además de presentar un análisis de esas tensiones entre ética y ciudadanía, se acompaña de un selecto conjunto de acciones pedagógicas para implementar en el aula, que posibilitan el tránsito de la reflexión teórica a un actuar práctico que dé cuenta de ese saber en la vida cotidiana de los sujetos.

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El ser humano es un organismo vivo que tiene la capacidad de razonar; tal condición le ha permitido dominar el planeta explotando los recursos naturales, fortificando la idea moderna de desarrollo, como también el concepto de calidad de vida. Sin embargo, si paramos un momento a mirarnos detenidamente, veremos que aquello que se ha ganado históricamente en el ámbito sociocultural ha dejado tras de sí una huella de agotamiento de los recursos naturales del planeta, donde un futuro humano parece cada vez más esquivo. Es claro que entre los seres que habitamos la Tierra, el ser humano es el único capaz de proponerse la anticipación del futuro; es más, es el único que ha hecho del pasado una fuerza importante que afecta el presente y lo venidero. No obstante, pensar en el futuro no parece tener el peso político y social que se merece, al punto que las sociedades parecen preocuparse solamente por el presente y el porvenir inmediato, para así autosatisfacer sus condiciones de desarrollo y bienestar. Solo basta con ver las decisiones de los gobiernos y se notará la ausencia de planificación para trazar proyectos de gran impacto en el tiempo.

Ahora bien, pensar que el futuro puede ser cambiado merece no solamente una posición teórica, sino también un compromiso con eso que hacemos de forma concreta; es decir, una opción por hacer cosas de manera individual y colectiva. Esos son algunos de los asuntos de la reflexión de la ética, la moral y la política. Es evidente que al ser humano no le es permitido fisgonear —ni siquiera momentáneamente— en el futuro, y también que “las ideas sobre el futuro nunca podrán basarse en otra cosa que en las ideas sobre el pasado” (Gadamer, 2002, p. 144). Por lo tanto, comprender el pasado —ya sea como lo acontecido o como presente— no es solo un capricho de los historiadores; es una necesidad vital de cualquier ser humano. Esa actividad reflexiva nos permite pensar en un futuro probable más humano, más equitativo para con todos los organismos vivos del planeta.

TEORÍA DE LA ACELERACIÓN

En su libro El futuro y sus enemigos, el filósofo Daniel Innerarity (2009) plantea que nuestra cultura está enmarcada por una sociedad sin profundidad temporal. Dos variables determinan este tipo de estructura social; por un lado, la lógica del beneficio inmediato, que proviene de los mercados financieros, y por otro, la instantaneidad de los medios de comunicación. De igual manera, los referentes simbólicos de comprensión mutan vertiginosamente, al punto que ya no parece haber lugares a los que mirar: el éxito, el disfrute, la instantaneidad, son referentes cada vez más relativos; los criterios de responsabilidad no se han podido reconfigurar. De ahí que el tiempo sea más circunstancial, cambiante, nunca estable; en consecuencia, el presente es lo único que parece importar.

También el autor hace un llamado a preocuparse por el papel de nuestra generación dentro del contexto de la responsabilidad con aquellos no nacidos. Es decir, recapacitar sobre cómo estamos expropiando los recursos con los que deberían vivir las generaciones futuras e hipotecando la vida de nuestros descendientes. Es igual que si se adquiere una deuda a sabiendas de que no podremos nunca pagarla y dejamos la responsabilidad a nuestros hijos y nietos. En este sentido, el filósofo hace una descripción de la sociedad contemporánea que bien puede ayudarnos a reflexionar sobre la manera como nos podemos comprender e introduce un polémico concepto que él denomina la teoría de la aceleración: “vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración” (Innerarity, 2009, p. 45). Veamos algunos elementos de la propuesta.

La aceleración. Tres niveles permiten comprender el concepto de aceleración (Innerarity, 2009). El primero de ellos es el técnico; allí una aceleración, en su propia constitución, implica poder medir el tiempo invertido para alcanzar un fin, ya sea en la realización de un proceso o en el desplazamiento espacial; aquí lo importante es el desarrollo de tecnologías que permitan mayor velocidad en los procesos. El segundo nivel es el del cambio social, por el que se modifican las normas de acción y los horizontes de sentido de una sociedad. Tal condición permite que nuestras referencias simbólicas sean menos estables, de forma que las experiencias pueden agotarse fácilmente. Finalmente, el tercer espacio es el del ritmo vital; en este nivel, ante la cantidad de experiencias vertiginosas que nos impactan y la multitud de cosas que se pueden hacer, aparece una sensación subjetiva de falta constante de tiempo.

La aceleración nos lleva a trabajar más rápido, más eficientemente, para procurarnos el bienestar. De forma similar, la aceleración social en la que nos encontramos imbuidos nos impulsa a saltar de una cosa a la otra de la manera más rápida y efectiva, desechando aquello que se considera obsoleto o inútil. Sin embargo —continúa el autor—, la aceleración no es la única condición que define nuestra sociedad; hay movimientos contrarios: “se forman remolinos en los que se quedan atrapadas dimensiones que no avanzan, sino que giran o se detienen” (Innerarity, 2009, p. 49). En esos términos, la lógica secuencial de la historia se ha fragmentado, no permitiendo emerger nada substancialmente nuevo —todo es novedad transitoria—, pero además las cosas están ya dadas, sin vinculación con el pasado, el presente y el futuro.

Lo urgente. Nuestra época cultiva y promueve una cultura de la urgencia que ha de explicarse por la homogeneidad del tiempo mundial, promovida por las lógicas económicas y comunicativas: “el tiempo tiende a aniquilar el espacio” (Innerarity, 2009, p. 53), al punto que las grandes distancias ya no existen. La urgencia en los procesos se explica por la necesidad de productividad e información para garantizar las ganancias, obligando a que la lógica de los accionistas exija resultados a corto plazo, posponiendo las inversiones que permitirían pensar mejor en el futuro: “hemos pasado de la gestión de stocks propia de la era industrial a la supervivencia en medio de los flujos y el just time” (Innerarity, 2009, p. 52).

De ahí que en la vida cotidiana también lo urgente haya sustituido a lo importante, adelgazando a su vez la idea de proyecto, el cual se entiende más como un procedimiento para incrementar el rendimiento y no como una posibilidad de vislumbrar el futuro. Así, se trata de un individuo que prefiere la satisfacción inmediata, que transita de un deseo a otro aceleradamente, que prefiere la intensidad a la duración, que está insatisfecho, pero sobre todo —aquí está tal vez la mayor ambigüedad—, este tipo de ser humano “exige del presente lo que debería esperarse del futuro” (Innerarity, 2009, p. 54). En este sentido, se valora más el presente, desplazando la comprensión del futuro como proyecto social y humano; además, se vive en una colectiva urgencia de tiempo, es decir, una sensación de falta de tiempo constante. En consecuencia, la adaptabilidad, la flexibilidad y la movilidad son valores que una sociedad de este estilo promueve, para que así la aceleración y la urgencia tomen su forma definitiva en la productividad y el consumo. Aquello que en antaño era urgente —que se entendía como extraordinario— se vuelve rutinario y común; podríamos hablar del imperio de las falsas urgencias, que requieren actuar inmediatamente. El sosiego se nos es negado y la intranquilidad por responder a las falsas urgencias colma nuestras vidas.

La falsa movilidad. El activismo social recorre todas las esferas; ante tanta aceleración, deben hacerse muchas cosas que sean inmediatas: acciones prontas. Pero ese frenesí inmoviliza. Los cambios sociales fundamentados en posiciones ideológicas en que se proponen proyectos transformadores han desaparecido. Hay un movimiento superficial pero en el fondo solo queda la parálisis radical: “es posible estar paralizado en el movimiento, no hacer nada a toda velocidad, moverse sin desplazarse, incluso ser un vago muy trabajador” (Innerarity, 2009, p. 59). Lo fundamental no es pensado, dejando inmóviles los movimientos sociales o las transformaciones que afectan la comprensión de lo humano. Estar en movimiento hace que por la velocidad se desdibuje el paisaje y solo quede el moverse como alternativa de supervivencia, llevando a un simple activismo de la movilidad. En realidad, lo social y lo político siguen estáticos, aun cuando parece que se mueven.

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