Quizás asumimos de forma automática que el proceso de construcción de los héroes es dirigido por los historiadores, militares, políticos o intelectuales, especialistas en reivindicar los hechos y convertir en figuras a sus protagonistas, sin la participación de la población en general. Desde esta perspectiva, se asigna un rol bastante pasivo a la sociedad, pues se enfoca el proceso en las élites intelectuales y sus voceros. Sin embargo, pocas veces estamos en condiciones de observar cómo —desde la perspectiva de los grupos medios y populares o desde las zonas del interior y los distritos rurales— se generan esfuerzos destinados a consagrar a personajes —los cuales, por diversas razones, no han concitado el interés de la historia oficial, que ha olvidado sus hazañas— tal y como se los recuerda en los pueblos del interior. La memoria popular de sus proezas no se ha perdido y las personas que comparten esos lazos sociales, étnicos o geográficos se encargan de mantenerla viva a lo largo de los años.
Por otro lado, para el caso peruano, es conocida la importancia de la Guerra del Pacífico en la formación de la identidad nacional, la cual se ha convertido en un hito en cuanto al imaginario nacional. Más allá del catastrófico resultado para el Perú, su vigencia tiene que ver con algunas de sus características internas y con cómo fue utilizada por las élites y los sectores populares para ser reconocidos o legitimados como parte de la nación. Desde esa perspectiva, pienso que la guerra permitió incorporar a diversos grupos que, en otras condiciones y tiempos, afrontaron mayores dificultades para ser admitidos como parte de la nación. Por ejemplo, en términos de etnicidad, diversos grupos de origen afroperuano e indígena participaron en la guerra, tanto en los combates navales como en la campaña terrestre. Si bien el liberalismo no segregaba legalmente a la población por razas, esto no significó que se haya reconocido con facilidad su cultura e identidades particulares como integrantes de la nación (Cosamalón, 2018). Como es conocido, las características culturales de ambos grupos, sea en su formulación de lenguas, músicas, danzas o vestimenta, fueron consideradas incivilizadas o, como ocurrió en el caso de la cultura afroperuana, relegadas al campo de las tradiciones que inevitablemente desaparecerían21.
Una vez que terminó la guerra, la participación masiva de la población fue reivindicada de diversas maneras. Por ejemplo, las músicas y danzas que antes eran rechazadas por su relación con lo africano o indígena fueron reconocidas como nacionales por narrar o reivindicar la presencia de los sectores populares en la guerra, tal como lo ha demostrado Fred Rohner (2018). Así, se instala una reivindicación que atraviesa la etnicidad, dado que esos elementos culturales se relacionaban con aquellos grupos. Otra variable que se incluyó es la reivindicación regional. Como es conocido, desde la época colonial y republicana, la relación de la capital con otras ciudades y regiones del Perú estuvo caracterizada por la competencia y la tensión, atravesada en el siglo XIX más claramente por factores geográficos y étnicos. La zona de altura fue concebida como mayoritariamente indígena o, a lo sumo, mestiza, mientras que la costa era valorada como blanca, criolla y mestiza.
La guerra, tal como se representa en las diversas fiestas peruanas, muestra la participación de la población de la sierra en defensa de la patria, a veces en contra de los intereses por parte de las élites blancas o mistis que apoyaron la ocupación chilena22. Esto se relaciona con la variable de clase, la que enfrentó durante la guerra a campesinos indios, pobres y patriotas contra los hacendados, percibidos como blanco-mestizos, quienes —con el fin de proteger sus intereses económicos— terminaron «transando» con el ejército de ocupación. Finalmente, aunque en este artículo no profundizaré en el caso, también se encuentra la variable de género; esta guerra no fue un proceso masculino, fue el escenario donde se redefinieron o consolidaron los roles de hombres y mujeres.
Vista de esta manera, la Guerra del Pacífico permitió reivindicaciones de etnicidad, región, clase y género, pues ofreció un camino de inclusión simbólica, para quienes deseaban y necesitaban ser reconocidos como parte de la nación, e irrebatible, para quienes dirigían el Estado y sus instituciones, debido a que su rechazo afectaría las bases de la estructura simbólica que los legitimaba. Así, se estableció un canal de comunicación de ida y vuelta, de circularidad entre la cultura popular y de élite, que construyó y reconstruyó la verdad a partir de las necesidades de quienes quieren recordar y de quienes necesitan incorporar sus recuerdos para construir la nación23. Esto nos lleva a replantearnos los límites de lo que consideramos la verdad histórica y su relación con los procesos de ficción de los hechos, interpretados de acuerdo con los parámetros que la historia oficial ha dejado establecidos.
2. Los hechos y el héroe
El caso de Aparicio Pomares es ejemplar. Como los hechos y su existencia son poco conocidos, vale la pena detenerse un poco en su narración canónica. Luego de la derrota del ejército peruano en la campaña de Lima, en enero de 1881, esta fue ocupada por el ejército chileno y se inició una aguerrida, tortuosa y penosa defensa del territorio nacional organizada en las sierras del Perú por el mariscal Andrés Avelino Cáceres, especialmente entre las regiones del norte y el centro. Esta campaña, llamada «La Breña», incluyó miles de campesinos quechuahablantes que se incorporaron a sus huestes y portaron armas de todo tipo, lo que incluye piedras y palos. Con esas fuerzas, Cáceres se enfrentó al ejército chileno, causó un buen número de bajas y afectó su campaña de ocupación. Empero, el 10 de julio de 1883, con el apoyo de las fuerzas disidentes peruanas del general Miguel Iglesias, el ejército chileno derrotó a las fuerzas de Cáceres, con lo que causó su dispersión y afianzó el triunfo final de Iglesias en su pugna por la presidencia del Perú. Entre las tropas dispersas se encontraba un soldado nacido en el pueblo de Chupán, en Huánuco, que la tradición reconoce como Aparicio Pomares. Mientras retornaba a su lugar de origen, luego de participar en diversos combates por lo menos desde 1881, en la ciudad de Huánuco las autoridades chilenas habían colocado como subprefectos a personajes colaboracionistas, medida que fue rechazada por los pobladores de la ciudad y su entorno rural. Él junto con otros soldados y guerrilleros partidarios de Cáceres se reunieron en las alturas cercanas a la ciudad de Huánuco, en el cerro Jactay, y atacaron la ciudad el 8 de agosto de 1883. La acción de este contingente de milicianos mestizos e indígenas fue exitosa y obligó a las tropas chilenas a evacuar la ciudad, con lo que las autoridades peruanas recuperaron el control de la ciudad.
3. Historia ficcionada/ficción historizada
Esta historia también es conocida por el relato de uno de los historiadores más importantes del Perú del siglo XX, Jorge Basadre, quien, en su volumen dedicado a la guerra durante los años 1881 a 1883, reconoce la existencia de este combate y la participación de Aparicio Pomares. El relato de Basadre (2005 [1939]) no se fundamenta en la documentación histórica usual (partes de guerra, periódicos, etcétera), sino en un cuento titulado «El hombre de la bandera», publicado en 1920 por Enrique López Albújar, dentro de sus Cuentos andinos, prologado por Ezequiel S. Ayllón, exalcalde de Huánuco y amigo del escritor.
El relato de Basadre, cuyo prestigio lo convierte en una fuente histórica fuera de toda duda, comienza recordando que, en 195124, un grupo de ciudadanos de Huánuco pertenecientes a la Sociedad Patriótica Pomares organizó una romería al cerro Jactay, la misma que se repetiría por varios años para recordar los acontecimientos y a Pomares como uno de los héroes de esa batalla25. Este detalle es importante: si asumimos que Basadre representa el relato canónico, este comienza más bien desde el presente, partiendo del recuerdo para validar la historia. Luego prácticamente parafrasea el cuento de López Albújar, asumiendo sus datos como verídicos, aunque reconoce la ficción de los diálogos. De acuerdo con Tomás Escajadillo, basado en el prólogo de Ayllón, López Albújar viajó constantemente a Chupán, libreta en mano, y entrevistó a quienes habían sido testigos de los hechos o recordaban a Pomares, e incluso contó con la ayuda de un intérprete (Escajadillo, 2010, p. 481). Como resultado de esas pesquisas, publicó el cuento mencionado, en el que narra lo acontecido ese día de agosto de 1883.
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