1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 Aunque nada tenía que ver con la preciosa hippy jovial y serena que Sara se había imaginado, esa mujer era, sin duda, Cayetana. Su rebelde y transgresora hermana pequeña.
—¡Sarita! —exclamó, corriendo a lanzarse en sus brazos.
—Caye… —dijo Sara con dificultad. Oír su voz llamándola así, Sarita, y sentir su cuerpo aferrándose al suyo, fue como volver a estar en casa después de vivir una pesadilla de trece años.
—No sabes cuánto te he echado de menos, Sarita. Me haces tanta falta… Y después de lo mal que me porté contigo… No lo puedo creer… ¿Podrás perdonarme? —preguntó Cayetana mientras la abrazaba.
Sara no supo qué responder. Eran tantas emociones y estaba tan sorprendida, que solo acertó a decir:
—Siento mucho lo de Álvaro.
Cayetana deshizo su abrazo y, cabizbaja, rozó su nariz con un pañuelito blanco de tela que había sacado de la nada.
—Lo sé, Sarita, gracias. Le caíste tan bien…
Como siempre y a pesar de todo, Sara sintió la imperiosa necesidad de hacer algo para distraer a su hermana y evitar que llorara.
—Mira, Caye, este es mi marido —dijo cuando tomó su brazo para conducirla hasta el lugar donde se encontraban Juan y Loreto.
Cayetana se recompuso y, sin quitarse las gafas, le dio a Juan un corto, frío y pretencioso abrazo.
—Juan, encantada de conocerte.
—Igualmente —contestó él a duras penas, ocupado en disimular su sorpresa.
Su cuñada era, sin duda, la mujer más hermosa que había visto jamás. Pero el motivo de su asombro era el enorme parecido que guardaba con Sara. Tener a Cayetana delante era como estar frente a una versión pro de aquella joven fabulosa que conoció en una fiesta y de la que se enamoró al instante. La mujer a la que había jurado amar siempre y con la que apenas había hecho el amor desde que se convirtió en madre.
—Qué suerte has tenido con Sarita, Juan. Es tan lista… ¡Toda una doctora! ¡Neuróloga ni más ni menos! Tú serás cirujano plástico como poco, ¿no? —dijo Cayetana, como quien resuelve una sencilla ecuación de primer grado.
—No… Yo… Soy economista —aclaró Juan, sin comprender la relación y con un ligero escozor en su ego que decidió ignorar por el bien de su autoestima.
Cayetana lo miró de arriba abajo con suma atención y, por la mueca que se dibujó en sus labios, estaba claro que esperaba algo más.
—Y esta es Loreto —anunció Sara orgullosa, señalando la silla donde la pequeña permanecía tranquila, centrada solo en abrazar al harapiento Po.
—¡Oh! ¡Mi vida! ¡Es preciosa! Pero ¿qué le pasa? ¿Está enferma? —preguntó Cayetana.
—No, ¿por qué?
—Como va así, en pijamita y toda despeinada…
—Sí, bueno, en realidad es su ropa interior. Le hemos quitado lo que llevaba puesto para que no tuviera calor —se excusó Juan, sin entender muy bien por qué.
—Caye, ¿ese de ahí es Kin? —preguntó Sara.
—Sí. Está enorme, ¿verdad?
Cayetana hizo una seña discreta a un muchacho alto y desgarbado que caminó hacia ellos esforzándose por tapar, con un largo flequillo rubio, su incipiente acné. Llevaba bermudas, polo negro y era más que evidente que se sentía incómodo vestido así. Tras él, caminaba un hombre regordete de sonrisa amistosa cuya piel morena hacía destacar una guayabera blanquísima.
—Kin, te presento a nuestra familia.
—Mucho gusto —dijo el muchacho, extendiendo su mano hacia Juan y dándole un tímido beso a Sara.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo Juan.
—Gracias —musitó el joven que, acto seguido, pulsó con disimulo los botones laterales de su teléfono hasta que una música estridente salió velada de los auriculares inalámbricos que parecían soldados a sus orejas.
Cayetana lo miró disgustada y, justo cuando parecía que iba a reprenderlo, alguien irrumpió en la conversación con la clara intención de evitarlo:
—Permítanme que me presente. Soy Celso Pérez, el chófer de doña Cayetana. A sus órdenes —dijo el hombre gordito de sonrisa amistosa y guayabera blanquísima.
—Sí, perdón —dijo Cayetana—. Celso, le presento a mi hermana, la doctora Sara Arcaute, y a su esposo, el doctor Juan…
—González —se apresuró a decir él, cuando se hizo evidente que su cuñada no conocía su apellido.
—¿González qué más? —preguntó Cayetana.
—García.
—¿García qué más?
—Solo García, nada más.
Tras unos breves segundos de confusión, Cayetana reaccionó:
—¡Oh! Disculpa, supuse que al ser tan común, al menos sería un apellido compuesto.
—No, lo siento —dijo Juan, tratando de encajar ese nuevo ataque a su ego.
—Bueno, no importa. Permitidme que os aclare que Celso no es solo nuestro chófer, es una persona muy querida y de total confianza que estará a vuestra disposición. ¿Verdad, Celso?
—Sí, doña Cayetana, cómo no —dijo el chófer, y como si quisiera confirmar su buena actitud, se dirigió a Juan—: Permítame, yo me encargo de su equipaje.
—Tranquilo, no es necesario.
—Sí, permítame, por favor.
Juan desistió al darse cuenta de la actitud nerviosa de Celso y lo que le pareció un gesto de disgusto en el rostro de Cayetana cuando propuso:
—¿Nos vamos? Me imagino que querréis cambiaros de ropa.
—Sí, lo cierto es que sí —dijo Sara, al darse cuenta de que la chaqueta que llevaba atada a la cintura, estaba llena de pelotillas.
—Síganme, por favor, el carro esta por acá —dijo Celso.
—¿Cabremos todos en un coche? Si es necesario, podemos coger un taxi —dijo Juan.
Cayetana se puso muy tensa y lo miró con gesto serio, sobre todo cuando vio a Celso darse la vuelta para disimular que le entraba la risa.
—Aquí no se cogen las cosas, Juan. Aquí se toman o se agarran —explicó con severidad y un ligero rubor en sus mejillas.
—Es verdad, lo siento —murmuró avergonzado. Con todo lo que había viajado, ¿cómo había podido olvidar la erótica connotación del verbo coger?
—No se preocupe, doctor, el carro de doña Cayetana tiene ocho asientos, cabemos todos —dijo Celso, el rostro congestionado de tanto aguantarse la risa—. Síganme, por favor.
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