—Está bien, deje su ofrenda, pero me la esconde mejor.
—Gracias, doña Cayetana. Ya verá que los aluxes se lo van a agradecer con su protección.
—¿Qué es eso de los aluxes? —preguntó Sara.
—Son duendes mayas —dijo Cayetana.
—Más bien son seres del inframundo, doctora, y hay que cuidarlos porque son bien traviesos —explicó Wendoline—. Fíjese que uno de los puentes por los que pasaron ahorita viniendo del aeropuerto, el puente de Nizuc, se cayó hasta tres veces cuando lo estaban construyendo. Los ingenieros no entendían por qué se les caía a cada rato, hasta que alguien vio que lo estaban haciendo junto a las ruinas de un poblado maya que podía estar protegido por los aluxes. Tuvieron que hacerles una ceremonia y pedirles permiso para construir el puente y ya no se volvió a caer nunca. Hasta les colocaron una casita como ofrenda.
—Es una leyenda muy bonita, Wendoline —dijo Sara.
—No, si no es leyenda, doctora, es cierto —aseguró Wendoline, con tal desconcierto por la incredulidad de Sara, que Cayetana tuvo que intervenir:
—En Cancún viven muchos descendientes directos de los mayas, como Wendoline. Son muy fieles a sus creencias.
—¿Eso de ahí es un sujetador? —preguntó Juan, que se había agachado junto a la ofrenda.
—Disculpe, doctor, no lo entendí.
—Se refiere al brasier, Wendoline —aclaró Cayetana.
—Ah, sí, es un brasier para las niñas alux, que son muy presumidas. Y a los niños les puse su tabaco y un vasito de tequila —explicó Wendoline.
—¿Tabaco y tequila? Estos aluxes sí que saben montárselo bien —dijo Juan en un tono guasón que no le hizo gracia a nadie, y menos, a su cuñada.
—Vamos, me imagino que tendréis hambre —dijo Cayetana.
Cuando Sara y Juan entraron en la mansión, se quedaron tan impresionados que no supieron qué decir. Una pared de cristal les dio la bienvenida con una maravillosa vista al Caribe, un mar de colores imposibles que hacía juego con cada uno de los objetos que adornaban el inmenso salón de Cayetana, como la alfombra color turquesa, un cuadro abstracto pintado en tonos celestes y una urna azul marino colocada en una especie de pedestal en el centro de la estancia.
Cayetana fue directa hacia allí, se colocó junto a la urna y anunció con voz temblorosa:
—Aquí está Álvaro.
Sara y Juan se miraron sin saber muy bien qué hacer. ¿Deberían saludarlo? ¿Hablarle? ¿Decirle que lo sentían?
Kin, que había ido a cambiarse de ropa y ahora llevaba un bañador y una camiseta desgastada, pasó junto a ellos en ese momento. Se quedó un instante mirando la urna con los puños apretados y fue a sentarse con los brazos cruzados en el sofá de cuero blanco y al menos diez plazas que llenaba el salón. Su madre lo miró apenada, pero también con ese recelo que Juan había detectado y que parecía acompañarla siempre.
—Es una urna preciosa, Caye. Estoy segura de que a Álvaro le habría gustado mucho —dijo Sara.
—Lo sé. Es de lapislázuli, su piedra favorita. Me costó una fortuna —dijo Cayetana, con el pañuelito en la nariz y un elegante giro de cabeza que no trataba sino de esconder lo que sentía.
A Sara se le arrugó el estómago al verla así. Por eso buscó con desesperación algo que alabar para distraerla, algo como, por ejemplo, esa barrita de oro rematada a ambos lados con dos bolitas de cristal que descansaba al pie de la urna.
—Y este adorno tan bonito, ¿qué es? —preguntó.
Al oír la pregunta, Kin subió el volumen de sus auriculares hasta tal punto, que todos pudieron escuchar a Drake con la misma claridad que si lo tuvieran cantando en directo en el salón. Cayetana lo miró disgustada y Sara decidió distraerla instando a su marido a acercarse a la urna:
—Mira, Juan. Mira qué preciosidad.
Juan se acercó al pedestal. Observó el adorno entornando los ojos y giró la cabeza a un lado y a otro.
—Es muy bonito, sí.
—¿Qué es? —preguntó Sara.
Cayetana cerró los ojos y, tras un largo suspiro, les explicó:
—Es el apadravya de Álvaro. Es una pieza de oro hecha a mano y los botones son diamantes puros.
—Perdona, Caye, ¿qué dices que es? Un apa… ¿qué?
— apadravya .
—¿Es un amuleto maya o algo así? —preguntó Sara.
Juan tomó la pequeña joya entre sus dedos y, con la arrogancia que otorga el desconocimiento más profundo, la esgrimió ante su mujer y dijo:
—Un amuleto… Sara, no seas tonta. Es un pisacorbatas.
Cayetana dejó que Juan contemplara, admirara y acariciara la joya a placer. Después, sin ningún pudor y con toda malicia, lo sacó de su error:
—No es un pisacorbatas, Juan, es el piercing genital de mi difunto esposo.
El rostro de Juan pasó de la arrogancia al repelús en un nanosegundo, el mismo tiempo que tardó en lanzar la joya de nuevo a su sitio y en limpiarse los dedos disimuladamente contra su pantalón.
—¡¿Qué?! —gritó Sara, con los ojos abiertos como platos y cara de haber mordido un limón.
—Sara, por favor, eres doctora. Seguro que no es el primer piercing genital que ves —dijo Cayetana.
—Sí, pero… Caye, ¡por Dios! Todo tan elegante y… Un piercing genital… ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿¿Para qué??
Cayetana observó a su atónita hermana sin inmutarse y, tras otro largo suspiro, explicó con una sensualidad fuera de lo común:
—Sarita… No tienes ni idea de los momentos de placer que he vivido con esta joya dentro de mí.
Un gruñido de rabia llenó el salón. Era Kin, que se puso en pie con violencia y se marchó enfadado. Había tenido la mala suerte de que su madre dijera aquello justo en el momento en que su lista de Spotify saltaba de una canción a otra.
Cayetana observó pensativa la marcha de Kin, ajena al estupor de su hermana y a la mirada que Juan alternaba entre el apadravya y el cuerpo escultural de su cuñada. Era tan evidente lo que se estaba imaginando, que Sara tuvo que darle un golpe en el hombro para que cerrara la maldita boca.
—¿Comemos? —preguntó Cayetana, despreocupada.
Wendoline y el resto de asistentes de Cayetana tenían dispuesto un sinfín de coloridos manjares en una inmensa terraza con vistas al mar. El verde del guacamole, el rojo pasión del agua de Jamaica [4] o el mostaza de esa salsa que iba con manual de instrucciones: «Doctores, tengan cuidado porque se pueden enchilar»… [5] Todo componía una orgía cromática en una mesa en la que no faltaba detalle, más bien sobraban unas cuantas cosas como, por ejemplo, lujo, ostentación y un cubierto.
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