—María, tráigales a los doctores un agua de pepino —le pidió Wendoline.
—Ahorita mismo. Permiso.
—Wendoline, esto no es necesario, de verdad —dijo Sara, al ver su ropa, la de la niña y la de Juan perfectamente colocada en el armario.
—Son órdenes de doña Cayetana, doctora.
Sara entornó los ojos. Con un gesto de complicidad, le dio un codazo a Wendoline con picardía y le preguntó:
—Es una jefa insufrible, ¿verdad?
Wendoline negó con la cabeza y trató de sonreír, pero su expresión se tornó triste.
—No, doctora, cómo cree. Doña Cayetana es muy buena con nosotros y la queremos mucho. No más que… —Como si se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de hablar demasiado, Wendoline cortó la frase, murmuró un «permiso» casi inaudible y desapareció.
Sara se giró hacia su marido:
—¿Has visto eso?
—Sí, todo es muy raro —dijo Juan.
—Ni te imaginas. Te juro que no reconozco a mi hermana.
—No es solo tu hermana, es todo. Los empleados, la actitud de Kin, no digamos el piercing genital… Además, ¿tú crees que un director de hotel puede mantener este tren de vida?
—Bueno, es un hotel de lujo y ya escuchaste lo que dijo Caye. Álvaro no solo dirigía el hotel, también era la mano derecha de su jefe.
—Que no, Sara, que no es posible. Aquí hay algo raro y no me gusta —insistió Juan, torciendo el gesto.
—¿Qué quieres decir?
—Que tengo la sensación de que tu cuñado no era trigo limpio. Mira…
Juan sacó su móvil del bolsillo, desbloqueó la pantalla y se lo mostró. Al verlo, Sara se lo arrebató y se sentó en la cama con la boca abierta y el ceño fruncido.
—¿Esto es verdad? —preguntó, atónita.
—Sí, Sara. El coche en el que nos han traído del aeropuerto cuesta un millón y medio de euros. Y no tengo ni idea de cómo se cotiza el metro cuadrado en Cancún, pero esta casa tiene que costar un dineral, con cristales anticiclón o sin ellos. Además, tienen a tres mujeres, dos guardias de seguridad y un chófer contratados para atender a una familia de solo tres personas. ¿De verdad crees que todo eso puede salir de un sueldo?
Sara le devolvió el móvil y contestó:
—No. Está claro que no. Tiene que haber algo más.
—Sí, y la clave está en ese Dimitri al que tu hermana no quiere atender por teléfono.
—¿Quién crees que puede ser?
—No se trata de «quién», Sara, sino de «qué» —dijo Juan—. Estoy convencido de que es un mafioso ruso.
[4]. Infusión que se prepara con el cáliz de la flor del hibisco. Se aconseja tomarla muy fría y, a ser posible, rodeado de personas con buena vibra. (N. de la A.)
[5]. Cuando una persona toma algo tan picante que le arde la boca y le lloran los ojos, se «enchila». Pero el mérito de enchilar no es exclusivo de los chiles, también existen personas con la innata capacidad de enchilar a cualquiera. (N. de la A.)
Dos horas más tarde, Sara despertó con la sensación de haber dormido tanto, que no sabía si mirar el reloj o el calendario maya.
—¿Juan? —llamó angustiada.
Nadie contestó.
Se levantó de inmediato, se puso un vestido playero, recuperó sus deportivas y salió de la habitación impulsada por ese eterno sentimiento de culpa que sentía desde que había sido mamá. Salió de su cuarto y fue dando trompicones de un lado del pasillo al otro, hasta llegar a un jardín interior que no le sonaba haber visto antes.
—Doctora, la sala está por allá —dijo una voz musical detrás de ella. Era María, la joven que había ordenado su ropa.
—Ah, lo siento. Gracias. Esta casa es tan grande…
En el inmenso salón, encontró a Cayetana recostada en un sillón Chesterfield chaise longue que parecía hecho a medida para hacerla parecer una diosa, a pesar de la bolsa de hielos que sujetaba con elegancia sobre su cabeza.
—Caye, ¿te encuentras bien?
—Sí, Sarita, no te preocupes. Últimamente tengo jaquecas pero ya me tomé una pastilla —le explicó—. ¿Qué tal tu siesta?
—Bien. ¿Dónde están Loreto y Juan?
—Ven, Sarita, siéntate aquí a mi lado —dijo su hermana, incorporándose para dar unas palmadas en el sillón.
—Caye, dame solo un segundo. Voy a ver a Loreto y estoy contigo, de verdad.
Cayetana se puso en pie y enredó su brazo con el de su hermana. Se apoyó en ella muy fuerte, como si temiera caerse, y la llevó hasta una ventana desde la que pudo ver una piscina infinity en la que Juan se estaba bañando con Loreto. La sujetaba con delicadeza y la sumergía a poquitos en el agua mientras ella se reía sin parar. Carmen, la nana, los observaba sonriente desde el bordillo con Po en una mano y una toalla en la otra.
—¿Lo ves? Están en la alberca pasándola padre, como dicen aquí. Deja de preocuparte y siéntate conmigo. Quiero preguntarte algo —dijo Cayetana.
Aunque se moría de ganas por ir con Juan y Loreto, Sara se dejó arrastrar por su hermana hasta el sofá de diez plazas.
—Señora, ¿a qué hora quiere que sirvamos la cena? —preguntó Wendoline desde una esquina del salón.
—A la de siempre, Wendoline, aunque puede que lleguemos tarde. La doctora Sara y yo nos vamos de shopping —anunció Cayetana.
—¿Nos vamos de shopping ? —preguntó Sara.
—¡Sí! —exclamó Cayetana, con fingido entusiasmo—. ¿Hace cuánto que no nos vamos de compras juntas?
—Caye, tú y yo nunca…
—Wendoline, por favor, dígale a Celso que esté preparado —la interrumpió su hermana con firmeza.
—Sí, señora. Con permiso.
—Pase —contestó Cayetana.
—¡Pase! Así que hay que decir eso cuando te dicen «con permiso» —dijo Sara.
Aunque Cayetana asintió sonriendo, se dio cuenta de que tenía que explicarles varios aspectos de la etiqueta mexicana a su hermana y a su vulgar marido antes de presentarlos en sociedad. Pero antes debía tratar un asunto muy importante con ella:
—Sarita, estoy preocupada por ti.
—¿Por qué?
—Siempre has sido una niña preciosa y te veo muy desmejorada. ¿Va todo bien?
—Sí, claro. Al menos todo lo bien que puede ir cuando eres madre, trabajas en un hospital con guardias interminables y tu bebé no duerme nada.
—¿Entonces? ¿Qué le pasa a la niña?
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