Cayetana interrumpió su discurso, momento que Sara y Juan aprovecharon para, discretamente, admirar la belleza que los rodeaba. Parecía extraño que, en un lugar así, tuviera cabida un desconsuelo tan grande como el que apenas dejaba hablar a Cayetana.
—Lo siento, Caye —dijo Sara, aun sabiendo que sus palabras serían inútiles.
—Tardaron cinco días en encontrar su cuerpo, Sarita —continuó Cayetana— y eso que en el yate de Mr. Thomas iba gente del gobierno que respaldó la búsqueda.
—Caye, ¿quién es Mr. Thomas? —preguntó Sara.
—Percival Thomas, el propietario de los Percival Resorts, la cadena de hoteles de lujo más grande de todo el Caribe y una de las más importantes del mundo. ¿No habéis oído hablar de él? Es una persona muy conocida.
—¿Algo así como un Hilton? —preguntó Juan.
—Sí, pero con mucha más clase.
—¿Has dicho clase? —preguntó Sara, sorprendida por que una expresión así pudiera salir de boca de su hermana.
—Sí, Sarita. Él y su esposa, Linda, tienen una de las mayores fortunas del mundo y, sin embargo, son encantadores. No os imagináis lo bien que se están portando con nosotros, ¿verdad, Kin?
—Sí —balbuceó el muchacho, sin levantar la vista.
—La verdad es que no es de extrañar —continuó Cayetana, que parecía más animada por poder utilizar un cierto deje de pretencioso orgullo—. Álvaro le salvó la vida a Mr. Thomas. Fue hace mucho tiempo, cuando todavía andaba con la camioneta cargando turistas por los resorts . Mr. Thomas se quedó sin chófer de la noche a la mañana y necesitaba ir a supervisar las obras de un hotel que estaba construyendo en Playa del Carmen. Cuando venían de regreso, los asaltaron dos hombres armados. Álvaro se enfrentó a ellos y evitó que secuestraran a Mr. Thomas o algo peor. Como premio, lo nombró su chófer personal, pero Mr. Thomas enseguida se dio cuenta de que Álvaro era muy inteligente y terminó siendo su mano derecha y el director del Grand Percival Cancún Resort, el hotel más importante de todo el Caribe.
—Entonces consiguió su sueño —dijo Sara.
—¿Qué sueño?
—El de conseguir un trabajo mejor para convertirte en una reina.
Kin se revolvió nervioso en su asiento y subió el volumen de sus auriculares al máximo, como si quisiera acallar su conciencia. Al percibirlo, Cayetana se apresuró a buscar por la ventanilla algo que le permitiera correr una cortina de humo sobre su actitud. Y lo encontró:
—Ya llegamos. Bienvenidos a nuestra casa.
A través de los cristales del Karlmann, Sara y Juan vieron cómo se abría ante ellos una descomunal puerta de hierro que bien podría guardar todos los secretos del Área 54. Un gran letrero dorado con letras de trazo elegante anunciaba: Villa Cayetana.
—¡Alucino! —exclamó Juan.
Rodeada de palmeras y plantas tropicales, Villa Cayetana resultó ser una increíble mansión que se alzaba ostentosa y moderna sobre una pequeña loma a orillas del mar, a las afueras de la zona hotelera. Celso dirigió el Karlmann por un camino que parecía recién asfaltado y que llegaba hasta el pie de unas escaleras donde tres mujeres, ataviadas con vestido negro, delantal y cofia blancas, esperaban órdenes con las manos recogidas a la espalda. Junto a ellas, un hombre con pantalón y guayabera blancos no parecía tener intención de separarse de su walkie-talkie .
Una de las mujeres, la que parecía llevar la voz cantante, se apresuró a abrir la puerta de coche:
—Buenas tardes, doña Cayetana —saludó.
—Buenas tardes, Wendoline. ¿Está todo listo?
—Sí, señora, cómo no. Todo listo.
Cayetana se quedó de pie junto al coche hasta que bajaron los demás.
—Queridos —dijo en tono firme, refiriéndose a las tres mujeres y al hombre—. Aunque nos falta Marcial, nuestro vigilante del turno de noche, quiero presentarles a todos a mi hermana, la doctora Sara Arcaute, a su hija Loreto y a su esposo, el doctor Juan González García.
—Y dale con el doctor… —murmuró Juan. México no era uno de esos países en los que te cuelgan el «doctor» de premio en cuanto sales de la universidad. Si su cuñada insistía en llamarlo así era porque, claramente, consideraba que no estaba a la altura de Sara.
—Vienen desde España para acompañarnos en estos días. Confío en que todos ustedes los atenderán como se merecen, ¿verdad? —concluyó la gran dictadora ante su pequeño ejército, marcando al máximo un nuevo y sofisticado acento mexicano.
—Sí, doña Cayetana —contestaron todos al unísono.
—Gracias.
Acto seguido, el ejército rompió filas. El hombre del walkie-talkie y una de las mujeres se apresuraron a ayudar a Celso con el equipaje, mientras la mujer más joven se acercó a la pequeña Loreto:
—Yo me encargo de la niña, doctora. Soy Carmen, la nana —se presentó.
—Gracias, pero no hace fal… ta —balbuceó Sara, al ver que Loreto soltaba su mano para irse con la sonriente Carmen así, sin mirar atrás.
Sara y Juan se quedaron desconcertados, como si les acabaran de quitar el único nexo que los mantenía unidos. Si al menos hubieran tenido algo que hacer podrían haber disimulado su desazón, pero el ejército de Cayetana estaba programado para quitarles de encima hasta la tarea más simple, y todos subían las escaleras cargados con sus bártulos, incluida la mochila de la niña y el inmenso bolso de Sara.
—Wendoline, le dije que no me pusiera más ofrendas en el jardín —dijo Cayetana con severidad, mientras señalaba con el dedo un rincón en el que alguien había escondido, sin mucho éxito, una suerte de cruz sobre la que parecían haber volcado un montón de basura.
—Sí, señora, perdóneme, pero es que… Es por los aluxes… —aseguró Wendoline, frotándose las manos nerviosa.
Cayetana la miró enfadada.
—¿Cuántas veces hemos hablado de este tema, Wendoline?
—Muchas, señora, pero es que… Ahora sí le aseguro que andan por aquí. ¡Puedo sentirlos!
El rostro de Cayetana pasó del enfado a la preocupación. Levantó un momento sus gafas de sol y dejó que su mirada se perdiera unos instantes en el mar. Después, sentenció:
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