1 ...7 8 9 11 12 13 ...16 Cayetana y Kin lo siguieron en silencio. Sara y Juan se miraron, «agarraron», que no «cogieron», la silla de Loreto, y fueron tras ellos.
Caminaron en silencio por el aeropuerto hasta que cruzaron la puerta de salida. Una vez fuera, los recibió una brisa cálida y una larga fila de palmeras que se alzaban despeluchadas hacia un cielo azul increíble.
—¿Qué es ese ruido tan molesto? —preguntó Cayetana, deteniéndose de pronto.
Todos la miraron sin comprender, hasta que Sara se dio cuenta de que se refería al chirrido metálico que hacía la silla de Loreto.
—Es esta rueda de aquí, tenemos que ponerle aceite —explicó.
—¡Oh! Tranquila, Celso se encargará después —dijo Cayetana, y reemprendió la marcha despreocupada.
Sara la miró perpleja, preguntándose de qué material sería el palo que se había implantado en la columna para caminar tan recta con semejantes tacones. ¿Madera? ¿Hierro? ¿Acero blindado como el que rodeaba ese inmenso todoterreno cuyo portón trasero se abrió en cuanto Celso se acercó a él?
—Esto es… Es… ¿Es un Karlmann King? —preguntó Juan.
—Sí, es un Karlmann —dijo Celso.
—Alucino…
—Fue el último capricho de Álvaro —murmuró Cayetana, con su pañuelito en la nariz.
Celso chasqueó la lengua con pesar y, visiblemente apenado, comenzó a meter todo en el maletero.
—Sara, ¿me ayudas a sacar a Loreto de la silla? —dijo Juan, con un tono que dejaba claro que no necesitaba ayuda, pero sí decirle algo.
—¿Qué pasa? —susurró Sara, inclinada sobre la pequeña para soltarla.
—¿A qué se dedicaba Álvaro?
—Lo último que supe es que era el chófer del dueño del hotel en el que trabajaba.
—Imposible —bufó Juan—. ¿Tienes idea de lo que vale este coche?
—¡Shhh! Te van a oír —lo regañó Sara, pero cuando Celso abrió la puerta del Karlmann y vio su interior, comprendió la reacción de su marido.
Ella no entendía mucho de coches, pero estaba claro que aquel era la máxima expresión del lujo. Seis asientos de piel, tan suave que parecía de bebé delfín, aparecían dispuestos unos frente a otros formando una especie de salón al que no le faltaba detalle. Hasta tenía una sillita en la que podrían llevar a Loreto.
—Y yo pensando en carros tirados por mulas… —dijo Sara.
—¿Decías algo, Sarita?
—No, nada. Es que… ¿Y esta silla?
—La mandé comprar esta mañana para tu bebé. Espero que le sirva —dijo Cayetana.
—¿De verdad hiciste eso?
—¡Claro! Quiero que vuestra visita a Cancún sea lo más agradable posible, Sarita. Es lo menos que puedo hacer para daros las gracias por haber venido a acompañarnos, ¿no crees?
Sara no supo qué decir ni qué pensar. No podía creer que, en los escasos diez minutos que llevaban juntas, Cayetana le hubiera pedido perdón y que ahora le diera las gracias. Su corazón clamaba por creerla, pero no era la primera vez que la engañaba y no podía bajar la guardia.
Aún no.
[3]. Güero/ra: persona de piel clara y cabello rubio. (N. de la A.)
Cuando ya estaban todos acomodados y la pequeña Loreto atada en su sillita nueva, el Karlmann se puso en marcha y salió del aeropuerto para tomar la carretera de Cancún-Chetumal, que los llevaría casi directos al Boulevard Kukulkán, la gran avenida que cruza la zona hotelera de Cancún. Cayetana tocó con cariño la rodilla de Kin y le quitó uno de sus auriculares.
—Kin, basta de música, por favor. Sarita y Juan son tus tíos, habla con ellos —le dijo.
El joven alargó la mano para que le devolviera su auricular, se lo colocó de nuevo y bajó un poco la música, al menos lo suficiente como para que no se escuchara desde la otra punta de Cancún.
Sara esperó en vano que su hermana hiciera caso de sus propias palabras y que dejara de comportarse como una pija estirada para volver a ser ella misma. Pero no lo hizo. Se acomodó en su asiento con la espalda muy recta, cruzó las piernas en una pose sofisticada y se quitó sus oscuras gafas de sol. Fue entonces cuando Juan empezó a sospechar. Los ojos de Cayetana eran verdes, como los de Sara, pero de un tono mucho más intenso, y estaban enmarcados por unas pestañas infinitas y una piel tersa en la que no había ni una imperfección. Costaba creer que esa mujer tuviera solo un año menos que Sara, pero también que acabara de quedarse viuda. Si bien estaba claro que Cayetana no era feliz, su mirada no reflejaba tristeza, sino un misterioso recelo cuyo motivo Juan tendría que descubrir para proteger a Sara.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Cayetana.
—Bien, pero casi perdemos el vuelo. Sara se dejó el pasaporte en casa y tuvimos que ir a la comisaría del aeropuerto para que le hicieran otro. Por suerte, todo quedó en un susto, ¿verdad, cariño? —dijo Juan, enlazando sus dedos con los de su mujer. Mostrarse encantador era lo primero que tenía que hacer para ganarse la confianza de su cuñada.
Sara se giró hacia él con la duda en la cara. No entendió el motivo de esa nueva y edulcorada actitud hasta que vio la enorme sonrisa que Juan le dedicó a su hermana. ¿Quería impresionarla? Bueno, al fin y al cabo, Cayetana estaba tremenda y tenía un coche alucinante, de modo que decidió seguirle la corriente.
—Sí, fue increíble. Gracias a la actitud positiva de Juan, salimos de ese infierno. No sé qué habría hecho sin su apoyo —dijo Sara y, después, apachurró los dedos de Juan entre los suyos hasta que le arrancó un lamento en forma de «¡Ay!».
—Oh, Sarita, ¡lo siento de verdad! Siento tanto que tuvieras que pasar un mal rato por mi culpa… —dijo Cayetana, realmente afligida.
Sara la miró preocupada. Definitivamente su hermana se había convertido en otra persona y semejante giro no podía ser sino el resultado de un gran sufrimiento.
—Caye, ¿cómo estás? —le preguntó, mirándola directamente a los ojos.
Cayetana volvió a esconderse tras sus oscuras gafas de sol y, pañuelito de tela en mano, murmuró:
—Fue todo tan horrible, Sarita… Mr. Thomas organizó una excursión en su yate para ir a la isla de Cozumel. A varios de sus invitados se les antojó bucear, y como Álvaro era un experto buceador, le pidieron que los acompañara. Nadie se explica por qué se separó del grupo ni tampoco qué pudo pasar si el mar estaba tranquilo, pero…
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