—Caye, esto es muy bonito —le dijo Sara después de abrazarla.
—¿Te gusta? Es el vestido típico de Yucatán. ¡Tengo millones! Los hago en casa y después los vendo en la playa. Al principio me los compraban en una tienda de un centro comercial muy pijo, pero cuando vi que cobraban a las clientas diez veces más de lo que me pagaban a mí, les insinué amablemente que fueran a burlarse de otra.
—¿Amablemente? ¿Eso significa que te esposaron? —dijo Sara, riéndose.
—Solo un poco, pero ¿qué más da? Mira, he hecho uno para ti y otro para mamá.
—Son muy bonitos —reconoció Sara, sorprendida de que su hermana tuviera algo parecido a un trabajo y de que se mostrara generosa con su madre.
Estuvieron hablando toda la noche. Cayetana le contó a Sara lo feliz que se sentía viviendo en Cancún, lo estupendo que era Álvaro y lo maravilloso que era estar embarazada:
—Las mujeres somos diosas, Sarita. Cuando estés embarazada lo entenderás.
Pero lo mejor del viaje de Sara llegó cuando, unos días más tarde, Álvaro la despertó en plena noche.
—¿Qué pasa?
—Ven, por favor, Cayetana se encuentra mal.
Sara se levantó corriendo y fue hasta la habitación de su hermana.
—Álvaro, ¿para qué la despiertas? Ya te dije que son gases. No tendría que haberme comido el quinto taco de carnitas [2] —dijo Cayetana.
Nada más tocar su barriga, Sara confirmó que no se trataba de gases, sino de contracciones.
—Las tienes cada diez minutos, Caye, tu bebé está en camino. Vamos a un hospital.
—Sarita, ya lo hemos hablado. No quiero ir a un hospital. No estoy enferma, solo voy a tener un bebé y no quiero que nazca en un quirófano frío y cargado de mal karma.
Sara miró a Álvaro con preocupación. Necesitaba ayuda para convencerla.
—Caye, mi reina, estoy preocupado por ti. No quiero que te duela —dijo él.
Cayetana tomó entonces la cara de su marido entre sus manos con suma ternura.
—Cariño, ¿cómo me va a doler traer al mundo a un hijo tuyo? ¡Es imposible! Además, estoy segura de que los dolores del parto no son más que un oscuro plan de la industria farmacéutica para vendernos anestesi… ¡Ahhh! —gritó de pronto, con el rostro crispado y las uñas clavadas en la cara de Álvaro.
Una contracción, una de las que duelen de verdad, tiró por los suelos cuantas teorías alternativas había urdido Cayetana sobre el hecho de alumbrar a un hijo.
—Álvaro, ¡tenemos que irnos ya! —gritó Sara, mientras lo ayudaba a liberar su cara de las manos de Cayetana, que se aferraban a ella con la fuerza de un jaguar enloquecido.
—Voy… Voy a por la camioneta —dijo Álvaro, con la cara llena de arañazos.
Cuatro horas más tarde, en el paritorio, Cayetana gritaba con todas sus fuerzas y un insólito acento mexicano:
—¡Mátenme, hijos de la chingada! ¡Mátenme de una vez!
Aunque nada más llegar al hospital suplicó que le pusieran anestesia parcial, general o incluso que le dieran un golpe en la cabeza para no sentir dolor, la torpeza del joven anestesista (o puede que algún oscuro plan de la industria farmacéutica en su contra) provocó que no le hiciera efecto a tiempo.
—Ayúdenla a empujar, ¡ahora! —ordenó el médico.
—Vamos, Caye. Una, dos y tres —dijo Sara, apretándole la mano.
Cayetana infló los carrillos, apretó los ojos muy fuerte y se concentró en realizar un abdominal que le hizo ver las estrellas.
—¡Esto duele mucho! —gritó.
—Doña Cayetana, otro poquito y ya, de veras. ¡Empújele! —insistió el doctor.
—¡Que me duele! ¡Chingao!
—Caye, mi reina, no grites así, ¿qué va a pensar el doctor? —suplicó Álvaro, cada vez más avergonzado.
Cayetana se dejó caer sobre la cama, miró a su marido y gritó llena de ira:
—Que piense lo que le dé la gana, Álvaro, ¡pero que saque a este niño de mi cuerpo ya!
—Ándele, doña Cayetana, aproveche que está enojada y empuje —propuso el doctor, con fingido entusiasmo.
Cayetana se incorporó ligeramente sobre los codos para así establecer, por encima de su barriga y entre sus piernas, contacto visual con el doctor.
—¡Empujaré cuando me dé la rechingada ganaaa! —vociferó, con tal fuerza, que de pronto todo cambió.
Un chasquido acuoso dio paso a un silencio inquietante que rompió el llanto de un niño de más de cuatro kilos tras inspirar su primera bocanada de aire caribeño.
—Enhorabuena, es un varón —anunció el doctor.
—¡Sí! —gritó Álvaro con los puños en alto y un evidente subidón de testosterona.
—Caye, ya está —anunció Sara.
—¿El qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué no me duele?
—Nuestro hijo, ya está aquí, mi reina —dijo Álvaro, y antes de que Cayetana pudiera reaccionar, la matrona dejó un bulto nervioso sobre su pecho.
—¡Álvaro! ¡Es igual que tú! —exclamó Cayetana.
—Sí, se parece a mí, ¿verdad?
—Es precioso, Caye. ¿Cómo lo vais a llamar? —preguntó Sara.
—Kin —dijo Cayetana, y al ver que la cara de su hermana se convertía en un signo de interrogación, le explicó—: Significa sol en maya.
—¿Sol? ¿Como mamá?
—Sí, como mamá. Después de todo lo que le he hecho sufrir… Iremos a verla en cuanto podamos. ¿Verdad, Álvaro?
—Claro que sí, mi reina —contestó él, y selló su promesa con un beso en los labios.
Sara regresó a España orgullosa de poder demostrar a sus padres que su hermana había sentado cabeza. Tenía un trabajo, era feliz y, a su manera, los quería.
—Ojalá tengas razón —dijo su padre.
Pero no la tenía. Cayetana lo demostró seis meses más tarde, cuando sus padres murieron y no hizo el menor esfuerzo por viajar a España para acompañar a Sara. Una faena que, sin embargo, trece años más tarde no le impidió tener la desfachatez de llamarla para comunicarle que su marido había muerto y pedirle que viajara a Cancún para acompañarla en tan duro momento.
—¿Auriculares? —preguntó la azafata en el avión.
Sara los aceptó sonriendo. Juan seguía dormido y Loreto necesitaba algo nuevo para entretenerse.
— ¿Eto? —dijo la pequeña, señalando el paquetito que tenía su madre en la mano.
—Son para ti —le susurró Sara al oído.
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