Juan solía preguntarle a Sara por qué insistía en vivir en un piso de estudiantes desordenado, bullicioso y sucio.
—Me gusta —contestaba ella.
Pero era mentira. Sara necesitaba ruido, desorden, broncas… Lo que fuera con tal de no detenerse a pensar. Se había mudado a ese lugar infernal al poco tiempo de morir sus padres en aquel accidente horrible. Pudo haberse quedado en su casa, claro, pero no fue capaz de afrontar la soledad rodeada de tantos recuerdos tristes. El peor de todos, sin duda, el eco de las palabras de Cayetana, su hermana pequeña, anunciando que no podía abandonar México para ir a consolarla:
—Sarita, no puedo ir a España —dijo con una rotundidad aplastante, casi cruel.
—Caye, te lo pido por favor. Lo estoy pasando fatal —imploró Sara, deshecha en lágrimas.
—Lo sé, y yo también estoy muy triste, pero no puedo ir a verte. Mi hijo solo tiene seis meses y acaban de ascender a Álvaro. Tiene mucho trabajo y no puede hacerse cargo del niño.
—¿Y si buscas a alguien con quien dejarlo?
—No puedo, le estoy dando el pecho. Lo siento, Sarita. Apóyate en tus amigas y piensa que te quiero y que estoy aquí para lo que necesites. Lo sabes, ¿verdad?
Sara tardó mucho tiempo en contarle todo aquello a Juan. No es fácil compartir lo que se siente al perder en un instante a todos los miembros de tu familia, los vivos y los muertos.
—¿Cuántos años tenías cuando murieron? —le preguntó Juan.
—Acababa de cumplir veintidós.
—O sea, que no habías terminado la carrera.
—No.
—¿Cómo pudiste terminarla? ¿Tenían un seguro de vida o algo así?
—Ojalá —suspiró Sara, con una sonrisa triste—. Dejaron algo de dinero ahorrado, pero con eso apenas pude pagar los impuestos y el entierro. Tuve que vender el coche de mis padres y un montón de cosas más. Y ponerme a trabajar, claro.
Juan la miró pensativo.
—¿Por qué no vendiste su casa?
—Porque la mitad es de mi hermana. Ella no vino al entierro pero su marido sí mandó a un abogado con un poder para firmar la aceptación de la herencia.
—¿Nunca te ha propuesto venderla, alquilarla o hacer algo con ella?
—No, y dudo mucho que llegue a hacerlo. Cayetana puede ser una desconsiderada, pero te aseguro que el dinero es lo último que le interesa.
Juan permaneció en silencio y Sara sonrió aliviada, pensando que por fin su novio había comprendido por qué vivía como lo hacía y no hablaba del pasado. Pero Juan no estaba pensando en nada de eso. Estaba sintiendo, por primera vez, una profunda admiración por Sara, por eso no dudó en decir:
—Vamos.
—¿Adónde?
—A por tus cosas.
—¿Por qué?
—Porque te vienes a vivir conmigo.
—Pero, Juan, tu apartamento es muy pequeño.
—Mejor. Así no nos costará llenarlo de buenos recuerdos —dijo él con ternura.
En ese momento empezó lo que Sara consideraba la época más feliz de su vida. Entre sus guardias en el hospital y los viajes de Juan, que por aquel entonces trabajaba en una consultoría internacional, pasaban mucho tiempo separados; pero Sara no se sentía sola porque, como bien había vaticinado Juan, en aquel apartamento minúsculo fueron atesorando recuerdos maravillosos, como el del día que Juan llegó a casa con una gran noticia:
—Sara, voy a dejar la consultoría.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Estoy harto de viajar a todas horas, sobre todo ahora que te tengo a ti.
—Pero si lo dejas, ¿qué vas a hacer?
—Voy a montar una asesoría por mi cuenta. Ya tengo un par de clientes que se vienen conmigo y conseguiré muchos más. Seguiré trabajando como un animal, pero esta vez será solo para nosotros y no pararé hasta que puedas dejar de hacer guardias. Casi no te veo, Sara, y lo odio. Odio todo aquello que te aparta de mí. Sara… ¿Estás llorando?
Sí, Sara estaba llorando. Había pasado tanto tiempo anhelando que alguien, más allá de sus amigas, se preocupara de verdad por ella, que la emoción la desbordó. Era como volver a tener una familia y eso, después de que la suya desapareciera de la noche a la mañana sin dejar rastro, le pareció un regalo. Juan la abrazó, limpió cada lágrima a base de caricias y consiguió que el momento fuera mágico, apasionado y chisporroteante. Tan mágico, apasionado y chisporroteante, que Sara se quedó embarazada.
Aunque nunca habían hablado de tener hijos, ambos acogieron la noticia con ilusión. Sin embargo, ninguno de los dos se acordó de plantear si debían dar un paso más en su relación. O, tal vez, no quisieron. Juan pensaba que estaban bien así y Sara no quería forzar las cosas. Pero las forzaron. En el cuarto mes de embarazo, Sara tuvo un fallo renal que las llevó, a ella y al bebé, directas a quirófano. Por suerte todo salió bien, pero Juan se asustó de verdad y, en la misma cama de hospital le entregó con torpeza un anillo tan caro que hasta Gollum habría renunciado a él. Puede que el escenario no fuera el más romántico del mundo, pero para Sara fue un momento precioso.
Juan no quiso esperar al nacimiento del bebé para celebrar su amor por todo lo alto, y así fue como, en la semana treinta y seis de embarazo, Sara rompió aguas frente al mismísimo altar y tuvieron que salir corriendo al hospital.
—¿Nos vamos de luna de miel? —preguntó Sara con picardía esa misma noche, con Loreto recién nacida en sus brazos.
Juan sonrió feliz.
—En cuanto crezca un poco nos iremos los tres donde tú quieras.
Jamás volvieron a hablar del tema. ¡Fue imposible! Loreto se despertaba cada dos o tres horas pidiendo atención con un llanto desesperado, algo habitual en los dos o tres primeros meses de vida, pero llegado el quinto y el sexto, empezaba a ser preocupante.
—No duerme más de cuatro horas, ¡eso no puede ser normal! —explotó Juan un día, en la consulta de un antiguo compañero de universidad de Sara que parecía disfrutar con su desesperación porque siempre había estado enamorado de ella.
—Os ha tocado un bebé que no duerme, eso es todo. Mientras siga ganando peso y creciendo a buen ritmo, no hay ningún problema.
Juan pidió una segunda opinión y también una tercera, pero no consiguió que les recetaran nada nuevo, solo una buena dosis de amor y mucha paciencia. Dos remedios de los que ambos iban cada vez más escasos.
Читать дальше