—Sara, no puedo creerlo, ¿se te ha olvidado el pasaporte? —balbuceó Juan desde el asiento de atrás.
—Creo que sí.
—Hay que ir a la comisaría y no tenemos tiempo.
—Calla, déjame pensar…
—¿En qué, Sara? Sin pasaporte no puedes volar a México. Tenemos que ir a la comisaría del aeropuerto a para ver si te hacen uno provisional —insistió Juan.
Como si de las trompetas del Apocalipsis se tratara, los altavoces del monovolumen comenzaron a sonar con desesperación. Era una llamada de Loreto, la amiga de Sara responsable de que su hija se llamara así.
—Dime, Lore —contestó Sara, casi sin voz.
—¿Se puede saber dónde estáis? Os estamos esperando.
—Estamos llegando, pero tenemos un problema. Me he dejado el pasaporte en casa —dijo Sara.
Un tenso silencio se formó a ambos lados de la línea.
—¿Me estáis vacilando?
—¡No! —gritaron Sara y Juan a la vez.
—Vale. A ver, no os pongáis nerviosos.
—Hay que ir a la comisaría —dijo Juan.
—Sí, eso me suena. A Abi le pasó algo parecido hace poco. Ella sabe qué hay que hacer, os la paso.
Abi y Loreto, las amigas de Sara, habían quedado con ellos en el aeropuerto para hacerse cargo del monovolumen. Así no tendrían que pagar un dineral de parking si su estancia en Cancún se alargaba más de lo previsto.
—Sara, tranquila, en la comisaría de policía de la T4 pueden hacerte un pasaporte provisional. Creo recordar que está en un extremo de la terminal —dijo Abi, cuya torpeza habitual la había convertido en una experta en solucionar situaciones tan extraordinarias, que podría sobrevivir hasta en Gilead, la república de El cuento de la criada .
—Abi, ¿podéis buscarlo en internet y confirmármelo, por favor? —suplicó Sara.
—Sí, espera, Loreto lo está mirando. Pongo el altavoz.
Aunque solo tardaron unos segundos en consultarlo, dentro del monovolumen parecieron horas.
—La comisaría está al final de la zona de salidas y está abierta —confirmó Loreto—. ¿A qué hora tenéis que embarcar?
—A las nueve, tenemos menos de dos horas. ¿Crees que nos dará tiempo?
—De sobra. Id hasta el fondo de la terminal, nosotras vamos para allá.
Con los nervios de punta, llegaron al aeropuerto. Sara siguió con suma atención las señales para no equivocarse de camino, solo le faltaba aparecer en la terminal equivocada. En cuanto enfiló el carril habilitado para dejar pasajeros, no le costó mucho identificar a sus amigas. Abi trataba de compensar sus problemas de estatura saltando para llamar su atención. Loreto, sin embargo, no necesitaba moverse. Le bastaba su estilo gótico, sus piercings y sus tatuajes para que la reconocieran.
Sara detuvo el coche frente a ellas y, antes de que pudiera tirar del freno de mano, Loreto saltó al asiento del copiloto y empezó a dar instrucciones precisas:
—Sara, ve con Abi. Ya tenemos localizada la comisaría. Juan, tú y yo vamos a dejar el coche en el aparcamiento por si todo sale mal y no podéis viajar.
— ¡Leto! —gritó el bebé, que se alegraba de ver a su siniestra tocaya.
—¡Hola, Mini Yo! ¡Te vas a México! —exclamó Loreto.
Con el alma llena de esperanza y el corazón a punto de explotar, Sara salió del coche y corrió junto a Abi hacia la comisaría. Una vez allí, fueron directas hacia un hombre uniformado que guardaba la puerta y que bien podría haberse llamado Goliat.
—Buenos días, ¿qué desean? —las saludó con una enorme sonrisa.
—Hola —jadeó Sara—. Tengo que coger un vuelo a Cancún, en México, y no tengo mi pasaporte. Además, voy con una niña pequeña. ¿Puede ayudarme?
—¿A qué hora tiene que embarcar?
—A las nueve.
El agente Goliat miró su reloj y torció el gesto.
—Los compañeros que realizan estos trámites no llegan hasta las ocho.
—¿Hasta las ocho? Eso es casi una hora y no tengo una hora, ¡voy con un bebé! —protestó Sara.
—Señora, es lo que hay. Siéntese ahí y espere —ordenó Goliat, con una templanza envidiable hasta para un monje budista.
—Sara, tranquila, yo me quedo esperando. Tú ve a ese fotomatón de ahí y hazte unas fotos. Te las van a pedir —dijo Abi.
—Buena idea —confirmó el agente Goliat, que miraba a Abi con inusitada atención—. Me suena mucho su cara, ¿la conozco de algo?
Abi sonrió emocionada y le dedicó una coqueta caída de ojos.
—Sí, puede ser, presento las noticias de madrugada del Canal 12 —dijo apartándose el pelo de la cara como si fuera una celebrity .
Goliat entornó los ojos y ladeó la cabeza.
—¿Canal 12? Ni siquiera sabía que existía.
—Vaya por Dios… —suspiró Abi, de vuelta al anonimato.
—Pero estoy seguro de que la conozco… ¡Ya sé! Usted estuvo aquí hace poco. ¡Es la periodista que se desmayó!
Una repentina y sospechosa tensión se apoderó de todos los músculos de Abi.
—¿Cuándo te desmayaste? —preguntó Sara, extrañada por no conocer esa historia.
—¿No te acuerdas? Te lo conté, tonta. Iba a París con un compañero para hacer un reportaje y me dejé el DNI en la oficina. Me enviaron aquí y, con los nervios, me desmayé —mintió Abi.
Mintió, sí, porque en realidad no se desmayó. Tan solo simuló un desvanecimiento para que la atendieran antes que a nadie y, aunque se salió con la suya, ahora ese policía podría descubrir el engaño si Sara no dejaba de mirarla con cara de sospecha.
—Sara… ¡Las fotos! —dijo Abi.
Con los nervios de nuevo en el estómago, Sara fue hacia el fotomatón que había a unos pocos metros. Abrió las cortinas y se sentó en la banqueta. La cabina era agobiante, demasiado pequeña para su metro ochenta de estatura. Al ver su aspecto en el reflejo de la pantalla, sacó de su bolso el tubo de pomada para hemorroides y se aplicó a pequeños toques una buena cantidad bajo el párpado inferior. Era un ritual más que otra cosa, porque hacía meses que ese truco ya no funcionaba. Enderezó la espalda y se dio cuenta de que su cabeza se salía de los límites de la foto. Se levantó y bajó la altura del asiento dándole vueltas hasta que llegó al tope. Volvió a sentarse y compuso un poco sus rebeldes rizos dorados. Siguió las instrucciones que vio en la pantalla y…
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