—¿Qué nos está pasando, Juan? —murmuró Sara en el avión, casi sin querer.
Juan cambió de postura en su asiento al oírla, pero siguió durmiendo como un gusano de seda en su capullo. Loreto, sin embargo, se inquietó en sus brazos. Se revolvió tanto que tiró a Po, su perrito de peluche, al suelo. Sara se inclinó para alcanzarlo y se lo dio, pero era demasiado tarde. Loreto ya se había espabilado del todo.
Con el fin de evitar que despertara a su padre, Sara buscó la cartera en su inmenso bolso. Loreto se entretenía mucho jugando con las tarjetas de crédito. Como tardaba en encontrarla, decidió sacar lo primero con lo que tropezó, su pasaporte provisional y las fotos que, al final, no había necesitado. La niña lo agarró todo con sus manitas y, cuando Sara comprobó que la mujer cansada y descuidada que la miraba desde la tira del fotomatón nada tenía que ver con la rubia despampanante que aparecía en su pasaporte, entendió que el policía guapo no pretendía ofenderla cuando le dijo aquello de: «Suerte para usted, está muy desmejorada». Solo había dicho la verdad, una verdad flagrante hasta para un bebé de veinte meses.
—¿Mamá? —preguntó Loreto con su lengüita de trapo, señalando la foto del pasaporte.
—Sí, esa era mamá —susurró Sara.
—No, no, no, no —aseguró la pequeña riendo, y volvió a preguntar incrédula—: ¿Mamá?
Sara le dio un beso en la frente para evitar que el juego se convirtiera en un bucle interminable. Apoyó la cabeza en su asiento y la giró para observar a Juan. Sí, ambos parecían haber envejecido una década en tan solo unos meses pero, ¿acaso era eso posible?
«Claro que es posible», pensó Sara con tristeza. «Es lo mismo que les ocurrió a papá y mamá cuando Caye se fue a México y decidió no regresar».
Todo comenzó con uno de tantos viajes exóticos que Cayetana hacía cuando era joven, vegetariana, activista de causas perdidas y todo aquello que pudiera molestar a su padre. Llevaba semanas recorriendo Centroamérica cuando llegó a Tulum, en plena Rivera Maya.
—Tulum es increíble, Sarita. Es un lugar mágico donde te puede pasar de todo —le explicó a su hermana en una de sus escasas llamadas de teléfono.
Sara sonrió al comprobar que la tendencia natural de su hermana a la exageración se mantenía intacta, aunque aquella vez, no exageraba. Tulum resultó ser un lugar mágico de verdad donde todo era posible, como que Cayetana encontrara a su alma gemela, un tal Álvaro, y que decidieran casare a los tres días de conocerse. Tenía apenas veinte años.
El padre de Sara montó en cólera cuando se enteró de la noticia. Estaba tan enfadado que fue hasta México con el firme propósito de anular la boda y traer a Cayetana de vuelta, pero ni él ni sus abogados ni su determinación pudieron hacer nada contra de la magia de Tulum.
No volvieron a tener noticias de Cayetana hasta un año más tarde, cuando llamó a casa para contarles que ahora vivía en Cancún y, así de pasada, algún detallito más sin importancia:
—Cancún es un elogio al capitalismo, pero el mar es increíble y aquí hay mucho trabajo para Álvaro. De algo tenemos que vivir, ¿no? Además, en quince días nacerá mi bebé.
La noticia cayó como una bomba, sobre todo porque pretendía dar a luz a su hijo en su propia casa; y Sara decidió ir a verla, aunque para ello tuviera que enfrentarse, por primera vez en su vida, a su padre:
—Papá, somos su familia y tenemos que apoyarla.
—Ese es el problema, Sara, que como siempre la hemos apoyado, nunca ha tenido que asumir las consecuencias de sus actos —protestó su padre—. ¿Tienes idea de lo que tu madre y yo hemos gastado en multas, fianzas y abogados cada vez que tu hermana se manifestaba desnuda en las plazas de toros, se encadenaba a los árboles o saboteaba el Congreso de los Diputados? Decenas de miles de euros, Sara. ¿Y cómo nos lo agradece? Largándose con el primer cantamañanas que encuentra dispuesto a seguirle la corriente.
—Pero dice que va a tener a su hijo en casa, papá. ¿Tienes idea del riesgo que corre?
—Es su decisión y, por tanto, su problema.
—Papá, entiéndelo. Yo soy médica y puedo ayudarla.
—Aún no, Sara, te quedan dos años de carrera y el MIR.
—Sí, pero puedo asistir un parto. Así, si no consigo convencerla de que vaya a un hospital, al menos podré ayudarla.
—Sara, te lo prohíbo.
—¿Por qué?
—Porque esto es precisamente lo que busca tu hermana, que vayamos a sacarla del apuro.
—Tener un hijo es más que un apuro, papá. Lo siento, pero voy a ir verla.
—¿Con qué dinero, Sara? —la retó su padre, harto de discutir.
—Con el que yo le voy a dar. —La voz de Sol, la madre de Sara, sonó contundente por todo el salón y colapsó el aire con su tristeza.
El padre de Sara se giró hacia ella sorprendido. Su rostro pasó de la sorpresa al enfado y, finalmente, a la derrota. Fue entonces cuando Sara se dio cuenta de cuánto había envejecido en tan poco tiempo.
—Está bien. Haced lo que queráis, pero una cosa os pido: No os llaméis a engaño. Cayetana solo piensa en sí misma, y nosotros, su familia, no le importamos nada —sentenció.
Tres días más tarde, Sara llegó al aeropuerto de Cancún, donde su cuñado Álvaro la esperaba con una enorme sonrisa y su nombre dibujado en un cartel. Era uno de esos chicos tan encantadores y amables que al final terminan provocando desconfianza. Guio a Sara por el aeropuerto hasta una furgoneta llena de turistas que tenía que repartir por varios hoteles de la cadena de resorts americana para la que trabajaba.
—Esto es algo provisional —le dijo a Sara—. Muy pronto conseguiré algo mejor. Así podré cuidar a Cayetana como se merece. Como a una reina.
—Álvaro, si hay alguien en este mundo que no quiere ser una reina, esa es mi hermana —le advirtió Sara.
—Sí, ¿verdad? Es tan auténtica… —suspiró Álvaro con una sonrisa que hubiera encogido el corazón de cualquiera, pero que a Sara le provocó un escalofrío.
Tras repartir a todos los turistas, Álvaro llevó a Sara a su casa. Como era de esperar, vivían en una casucha de mala muerte en Cancún pueblo, lejos del lujo y el glamur de los hoteles, pero contra todo pronóstico, estaba limpia y ordenada. Cayetana salió a recibirlos descalza, con los brazos abiertos y su larga melena rubia cayendo libre y salvaje hasta la cintura. Seguía como siempre, salvo por la inmensa barriga de embarazada y por el precioso vestido blanco bordado con flores de cien colores que llevaba puesto.
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