Índice de contenido
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
CAPÍTULO QUINCE
CAPÍTULO DIECISÉIS
CAPÍTULO DIECISIETE
CAPÍTULO DIECIOCHO
CAPÍTULO DIECINUEVE
CAPÍTULO VEINTE
CAPÍTULO VEINTIUNO
CAPÍTULO VEINTIDÓS
CAPÍTULO VEINTITRÉS
CAPÍTULO VEINTICUATRO
CAPÍTULO VEINTICINCO
CAPÍTULO VEINTISÉIS
CAPÍTULO VEINTISIETE
CAPÍTULO VEINTIOCHO
CAPÍTULO VEINTINUEVE
CAPÍTULO TREINTA
CAPÍTULO TREINTA Y UNO
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
EPÍLOGO
Nota de la autora
Agradecimientos
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
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Amor y tequila
©2020 María José Vela
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Diseño de cubierta: Eva Olaya
Fotografía de cubierta: Shutterstock
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1.ª edición: septiembre 2020
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2020: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
A Gonzalo, mi amor y mi tequila.
Es curioso cómo, en los peores momentos, aquello que odias puede convertirse en tu única salvación. A Sara no le gustaba conducir y, sin embargo, hacía meses que no perdía la oportunidad de hacerlo. Y es que así, con las manos en el volante y la mirada fija en la carretera, nadie podía pedirle que preparara un biberón, que realizara una craneotomía de urgencia o que hiciera el amor. Cuando conducía, solo cuando conducía, el mundo parecía detenerse y darle una tregua. Por eso, aquella mañana no dudó en hacerse con las llaves del monovolumen para ir al aeropuerto. No le importó la cara de sorpresa que puso Juan ni tampoco el hecho de que fueran mal de tiempo. Porque iban mal. Muy mal.
Para evitar mirar el reloj otra vez y estresarse más que un camaleón en un parque de bolas, Sara echó un vistazo por el retrovisor. Mala idea. Juan intentaba dormir apoyado en la silla de la pequeña Loreto, su bebé de veinte meses. Estaban cogidos de la mano y, por cómo fruncían el ceño, hundiendo algo más la ceja derecha que la izquierda, seguían disgustados.
Sara emitió un largo suspiro, directo desde su pecho. Estaba cansada. Preparar un viaje como aquel en tiempo récord no había sido nada fácil. Y eso que su destino era Cancún, un paraíso del Caribe mexicano donde puedes vivir experiencias trepidantes, como ponerte hasta arriba de micheladas y tacos al pastor, [1] bailar en el Coco Bongo hasta morir o, si eres idiota, perder la virginidad.
Pero el de Sara no era un viaje de placer, no. Se trataba más bien de una aventura improvisada, una desgracia en toda regla, una pesadilla dantesca que se desató cuando Cayetana, su hermana pequeña, la llamó en plena noche para anunciar: «Álvaro ha muerto».
Ante semejante drama, Sara no dudó en prometerle que irían a verla lo antes posible. De nada sirvió la insistencia de Juan en recordarle aquella tontería sin importancia de que llevaban trece años sin dirigirse la palabra ni enviarse una postal por Navidad.
No, no había sido fácil organizar un viaje así. Ni siquiera le habían hecho a la niña el pa… sa… por… te…
—Juan, ¿puedes mirar en mi bolso si llevo el pasaporte, por favor? —preguntó Sara.
Juan buscó la mirada de Sara en el retrovisor y, aunque no la encontró, pudo sentir su nerviosismo.
—¿Dónde lo tienes?
—Mira en el bolsillo interior.
—Aquí solo está el de Loreto.
—¿Puedes buscarlo donde sea, por favor? —lo instó Sara, el corazón a mil por hora.
Tras adentrarse en las profundidades del inmenso bolso de su mujer, donde encontró un tanga medio mojado que olía a suavizante, un estetoscopio y hasta un tubo pegajoso de pomada para hemorroides, Juan sentenció:
—No está.
Sara se revolvió nerviosa. Quiso tragar saliva, pero tenía la boca seca. Miró el reloj. Iban con el tiempo tan justo que dar la vuelta y volver a casa para buscar el pasaporte ya no era una opción. Si hubieran salido a la hora prevista… Pero fue imposible. Juan se empeñó en despertar a Loreto, una decisión absurda tratándose de un bebé que no dormía nunca más de cuatro horas seguidas. Y a ella no le gustó, claro. El desconcierto inicial de verse obligada a dejar de dormir, dio paso a un tremendo llanto del que tuvo que hacerse cargo Sara mientras le preparaba un biberón y recogía algunas prendas del tendedero que terminó metiendo arrugadas en su bolso. Nada parecía consolar a la pequeña, ni siquiera Po, el perrito de peluche marrón que siempre la acompañaba. Solo cuando tuvo que concentrar toda su energía en hacer algo de suma importancia (una caca bien grande), el llanto cesó.
Sara la llevó a la habitación, le quitó el pañal y se dio cuenta del desastre. Cuantos pañales y toallitas tenían en casa estaban repartidos entre las maletas y la mochila de la niña, y todo, absolutamente todo, se lo había llevado Juan al monovolumen sin preguntar. Sara lo llamó al móvil, pero como todo el mundo sabe, los garajes subterráneos se diseñan a propósito para que no haya cobertura. Lo intentó una vez más y otra y otra… No pudo localizarlo hasta que apareció por la puerta, nervioso porque su mujer no bajaba con la niña. Juan tuvo que correr de vuelta al coche a por toallitas y un maldito pañal y así, con media hora de retraso, consiguieron salir de casa.
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