María Fernanda Ampuero - (h)amor de madre

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En este título colaborativo se cuestionan algunas de las ideas que envuelven la 
maternidad: el derecho a ser o no madre, los roles de género en el cuidado de hijas e hijos, la relación entre culpa y malas madres o los imaginarios sobre la crianza, indiscutibles, como el final de los cuentos de hadas. Desde la 
teoría y la 
experiencia, en forma de texto o a través de dibujos y viñetas, las autoras y autores de (h)amor de madre despojan de algunas de sus máscaras al mito de la maternidad para abrir nuevos enfoques desde los que aproximarse, repensar y vivir o no la maternidad.

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Índice

Portada

Beatriz Gimeno

María Fernanda Ampuero

Nacho M. Segarra

Marga Castaño y Esther de la Rosa

Jenn Díaz

Marta Beltrán y Susana Blas

Sergio del Molino

Juan Lara

María Folguera

Colección La pasión de Mary Read

Notas

Beatriz Gimeno BEATRIZ GIMENO Nací en Madrid y dedico lo más importante de mi - фото 1

Beatriz Gimeno

BEATRIZ GIMENO

Nací en Madrid y dedico lo más importante de mi tiempo al activismo social, feminista, por la diversidad sexual y por los derechos de las personas con discapacidad. Ahora soy diputada en la Asamblea de Madrid y trato de dar otra visión de la actividad política cotidiana en mi página de Facebook. Estudié algo muy práctico, Filología bíblica, así que me mido bien con la Iglesia Católica en su propio terreno, cosa que me ocurre muy a menudo porque soy atea y milito en la causa del laicismo. El tiempo que no milito en nada lo dedico a escribir. He publicado dos libros de relatos, dos novelas, tres ensayos y dos poemarios. Colaboro habitualmente con diarios como eldiario.eso público.es, entre otros. Además colaboro en la revista feminista Píkara Magazine, así como en otros medios. Doy algunas clases de género, conferencias por aquí y por allá, cursos…

El nuevo amor romántico

La opresión femenina es universal si bien adquiere diferentes características en los distintos contextos; no obstante, en todas las sociedades conocidas se ha producido un proceso de desposesión de poder y de recursos a las mujeres que incluye una jerarquización social en la valoración de hombres y mujeres. Todas las sociedades conocidas valoran más a los varones que a las mujeres. Sin embargo, precisamente debido a esa desvalorización, todas las culturas ofrecen también algunos ámbitos de compensación en los que se valora a las mujeres y en los que se las presenta como insustituibles. Es una necesaria compensación subjetiva; no se podría someter a todas las mujeres todo el tiempo sin utilizar la violencia constantemente si no existieran algunos espacios compensatorios. Uno de estos espacios compensatorios es el de la maternidad. La maternidad se valora (no todas las maternidades) porque las sociedades necesitan hijos/as. Aun así, a pesar de que las madres y el trabajo reproductivo son valorados en todas las sociedades patriarcales, es una valoración ambigua. Aunque es una actividad bien valorada, o incluso muy bien valorada, no se trata nunca de una valoración que sobrepase en prestigio al prestigio masculino, ni que otorgue poder, simplemente se trata de una compensación subjetiva. Además, en todo caso, es siempre una valoración condicionada a ser la madre que la cultura exige ser. La maternidad se configura en todas las culturas como un espacio de compensación valorativa para las mujeres, pero también como un espacio de opresión para aquellas que no cumplan con las exigencias que cada cultura imponga a las madres y para quienes pudieran decidir no serlo o para quienes, simplemente, no han podido serlo[1]. Ciertamente, si casi nada se valora más en una mujer que ser una buena madre, pocas cosas están tan denostadas como serlo mala.

La ambivalencia que todas las culturas presentan ante la maternidad tiene que ver con que todas ellas aman y temen a las madres por igual. Todas ellas reservan lo mejor para las madres que encarnan a la madre patriarcal y lo peor para aquellas que son percibidas como incontrolables. El rol maternal es antropológicamente ambiguo. Por una parte, la capacidad de ser dadora de vida se asocia también a la cercanía con la muerte: quien da la vida puede quitarla. En segundo lugar, el hijo varón en todas las culturas, para poder pasar a ser parte de la sociedad adulta, debe no solo abandonar a su madre sino, además, despreciarla en tanto que todas las masculinidades hegemónicas se construyen contra las mujeres, en oposición a lo que ellas son y a lo que los varones han sido en algún momento: frágiles y dependientes. La madre recuerda aquello que los hombres fueron y todas las culturas luchan por borrar: pasivos, vulnerables, dependientes. Todas las culturas se configuran en torno a ese polo de amor y temor a la madre al mismo tiempo, dependencia y desprecio; y las dos imágenes de la buena/mala madre que conocemos responden a esa construcción. La buena madre es la que es patriarcal, no supone un peligro ni genera ansiedad, sino al contrario, ofrece amor incondicional. La mala madre es la antipatriarcal, no se somete a las reglas, no se adapta, no asume para sí aquellas características que cada sociedad prescribe y su peor pecado es siempre no querer bastante a su prole o, lo que es lo mismo, quererse a sí misma igual o incluso más. La mala madre no es que sea despreciada, es que da pánico, es una bruja, capaz de desatar las más oscuras fuerzas. Hay que dominarla para dominar la naturaleza (femenina) e imponer la cultura (masculina). Así que, como sabemos, la situación de las mujeres en las sociedades patriarcales está condicionada por su capacidad para gestar, dar a luz y, luego, cuidar.

Las mujeres cuidan y se dan a sí mismas en ese cuidado. Si son buenas madres, ese papel les será recompensado de muchas maneras. No es extraño que les cueste tanto no reconocerse en ese papel, que es uno de los pocos papeles permitidos a las mujeres en los que existe una clara recompensa emocional; uno de los pocos espacios que les hacen sentirse superiores a los hombres, haciendo algo que ellos no pueden hacer. Además, es un ámbito de poder. La función de la madre es insustituible en la crianza y esa crianza, por muy sacrificada que sea, produce satisfacciones y compensaciones a todas las restricciones y desigualdades que acompañan la vida de las mujeres desde su inicio[2]. Las mujeres, despojadas de todo, están condenadas a buscar ese espacio de reconocimiento maternal y serán siempre madres, lo sean verdaderamente o no, porque el rol maternal lo pueden cumplir de muchas maneras. Serán madres de sus hijos e hijas, serán madres de sus pacientes si son enfermeras o cuidadoras profesionales, serán madres de sus alumnos si son profesoras y serán madres también de sus parejas (la «madresposa», en palabras de Marcela Lagarde)[3]. Las características del amor maternal estarán presentes en prácticamente todas las relaciones sociales que las mujeres emprendan. El Amor será lo principal para ellas, dar amor será su vocación. Así, las mujeres serán las grandes dadoras de amor y aunque se supone que dicho amor no espera contrapartida, sí que lo espera, aunque no se explicite ni se llegue a concienciar. Las mujeres, que son siempre para otros, esperan a cambio de su entrega al menos ser amadas y, por eso, no encontrar el amor o perderlo les produce un enorme dolor y angustia, una completa pérdida de sentido. Las mujeres amarán de manera aparentemente generosa, pero en el fondo esperan recibir su contrapartida, y como el amor que dan no tiene medida y como nunca reciben la misma cantidad, experimentarán frustración, dolor, angustia, sentimientos de culpa y de hostilidad al mismo tiempo. Esa es la trampa del Amor para todas las mujeres.

A lo largo de la historia occidental, en contra de lo que habitualmente se piensa, las mujeres no han sido necesariamente esas madres abnegadas que conocemos ahora. La maternidad tiene una historia completamente desconocida y que solo nos llega velada por el anacronismo. La historia de la maternidad es, más bien, la historia de la resistencia de las mujeres a serlo a costa de sí mismas. No es el objeto de este artículo, pero las mujeres han luchado siempre por no dejarse atrapar en una maternidad que se las comía. Durante la mayor parte de la historia, las mujeres han luchado contra un ideal maternal que se les trataba de imponer; un ideal de perfección que a menudo internalizaban y a partir del cual juzgan, casi siempre con culpa, su propia maternidad. Existe el ideal y existe la empoderada imagen de la buena madre, pero no existe, ni ha existido nunca, un espacio real en el que poder hablar, expresar, hacer visible, todo el dolor, la ira, la frustración, que conlleva la experiencia de la maternidad, una experiencia que apenas nunca ha podido elegirse, ni siquiera ahora[4] puesto que no hay ningún discurso, ni representación, antimaternal, como he escrito en otras ocasiones[5]. Un espacio real que contra las representaciones maternales, hay que ir creando para tener verdaderamente capacidad de elección.

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