—Listo —murmuró con timidez—. Ah, y aquí están las fotos. Me las he hecho mientras lo esperaba.
—No le harán falta —anunció el policía con rudeza—. Hace menos de un año que renovó su DNI, de modo que utilizaremos la foto que tenemos en nuestro archivo. Suerte para usted, está muy desmejorada.
Sara lo miró unos instantes sin saber cómo reaccionar a tan cruel observación.
—Tengo poco tiempo y duermo mal —dijo, desconcertada.
—¿Me enseña el billete, por favor?
Sara se lanzó a buscar en su bolso los papeles con todo lo relativo al viaje. Con el revoltijo de cosas que llevaba y la histeria con la que Juan había buscado su pasaporte, salieron húmedos y más arrugados que el codo de una momia. Le dio tanta vergüenza mostrárselos, que sintió la necesidad de explicarse:
—Lo siento, voy a Cancún con mi familia por un problema personal y solo he tenido unos días para prepararlo todo. Han sido tantas cosas que…
—¿No van de vacaciones? —la cortó el policía.
—No.
—¿Negocios?
—Tampoco.
—Entonces, ¿cuál es la urgencia?
—Mi cuñado ha muerto.
—Vaya, lo siento —lamentó el agente, cambiando de pronto su actitud.
—Gracias.
—Viajan para repatriar el cadáver, ¿verdad?
—No, no, él vive allí.
—Vivía —la corrigió el policía.
—Sí, bueno, él vivía allí. Trabajaba en Cancún para una cadena de hoteles americana.
—O sea, que van al entierro.
—No, ya lo incineraron —explicó Sara.
—Entonces, ¿para qué van?
—Mi hermana tiene que cumplir una promesa y nos ha pedido que la acompañemos. Al parecer, tiene que tirar la urna de mi cuñado en un cenote. Es una especie de lago subterráneo que… —Sara se detuvo sorprendida al darse cuenta de que el policía la miraba como si estuviera frente al último capítulo de Juego de Tronos.
—Continúe, por favor —dijo, con sumo interés.
—Es un lugar muy especial para la cultura maya y, al parecer, para mi hermana y su difunto esposo también, aunque no sé muy bien el motivo. El caso es que nosotros somos la única familia que tiene y debemos estar con ella por mucho que mi marido insista en lo contrario.
—¿No tienen más familia? —preguntó el agente, mirándola de soslayo, como si de pronto desconfiara.
—Bueno, ella tiene un hijo, pero nada más.
—¿No tienen más hermanos?
—No. Solo somos nosotras dos.
—¿Y sus padres?
—Murieron en un accidente de tráfico.
—Vaya, lo siento.
—Gracias.
—Eso debió unirlas mucho.
—En realidad terminó de separarnos. Hace trece años que no la veo y, francamente, por eso este viaje es todavía más difícil —reconoció Sara.
El policía la miró con lástima unos instantes. Después dio una palmada en la mesa que retumbó por todo el despacho y afirmó con rotundidad:
—Vamos, tiene que tomar ese vuelo y recuperar a su hermana. La familia provoca los peores quebraderos de cabeza, pero hay que apoyarla siempre.
Terminó de teclear en su ordenador, le pidió a Sara que pusiera sus dedos en un cristal del que salía una luz roja y, treinta euros más tarde, un flamante pasaporte salió de la impresora que tenía a su lado.
—Tenga. Es un pasaporte provisional que caduca en un año. Recuerde renovarlo cuando regrese —le advirtió a Sara.
—Gracias, de verdad.
—Buen viaje, y dígale a su hermana que la acompaño en el sentimiento.
—Sí, se lo diré.
Sara agarró su bolso y salió del despacho a toda prisa. Abi, Juan y las dos Loretos la esperaban impacientes a unos metros. En cuanto Sara alzó la mano para mostrarles su pasaporte, todos echaron a correr hacia el control de seguridad.
No llevaban ni media hora de vuelo y Juan ya se había quedado dormido. Sara, con la pequeña Loreto en brazos, lo observaba en silencio. Aunque todavía era un hombre atractivo, en los últimos meses parecía haber envejecido diez años. Empezaban a asomar las primeras canas, siempre tenía ojeras y estaba tan delgado que su fabulosa mandíbula inferior cada vez se marcaba más. Sara pensó que era lo normal porque tenían una niña pequeña que dormía menos que el chófer de Drácula, pero ¿a quién quería engañar? La niña no era lo único que le quitaba el sueño a Juan. Tenía que haber algo más y Sara pensaba, sabía, más bien, que eran las consecuencias de forzar las cosas. Porque todo en la vida de Sara y Juan había sido forzado.
Se conocieron en un fiesta que Abi organizó en el Stupen’Dance, el bar donde habían pasado los mejores momentos de su juventud. Sara esperaba en la barra a que le sirvieran un ron con Coca-Cola cuando Loreto apareció de la nada envuelta en su aura gótica. La cogió del brazo y la arrastró por todo el local hasta colocarla frente a Juan. Sin más preámbulos, dijo:
—Este es Juan, un compañero del imbécil del novio de Abi. Juan, mi amiga Sara. No te dejes engañar por su aspecto de rubia impresionante e insustancial. Acaba de terminar Medicina y está haciendo el MIR.
Hechas las presentaciones y haciendo gala de lo poco que le gustaba perder el tiempo, Loreto se marchó y los dejó a solas. Sara y Juan se miraron con timidez y mucho, muchísimo recelo. Juan estaba más que harto de su don para atraer mujeres tan deslumbrantes como vacías, y a Sara le habían roto el corazón tantas veces, que cuando empezó a latir de nuevo por Juan, a eso de las tres de la mañana, se asustó.
—Chicas, me encuentro mal, ¿podéis acompañarme al baño? —les pidió a Loreto y a Abi.
Tras despejarse un poco, reconoció ese cóctel de ron, Coca-Cola y mariposas en el estómago que nunca antes le había traído nada bueno, de modo que decidió huir cual Cenicienta experimentada que sabe que el cuento acabará mal. Prefería mil veces quedarse con el recuerdo intacto de la forma en que Juan la había llevado de la mano hasta un lugar apartado para escuchar mejor lo que le estaba contando, que arriesgarse a descubrir que era un hombre tan malvado como todos los demás. Sin embargo, no pudo escapar.
Cuando Sara salió del baño y enfiló las escaleras del local para irse a casa, su cuerpo se paralizó. Juan la estaba esperando en el primer escalón, mirándola como si fuera una preciosa burbuja que podría estallar en cualquier momento. Aún seguirían en aquella escalera, mirándose como dos líneas paralelas que fluyen destinadas a no tocarse, de no haber sido porque Loreto les dio el empujón definitivo, literalmente. Al percatarse de la situación y volviendo a hacer gala de lo poco que le gustaba perder el tiempo, empujó a Sara con la fuerza justa para que cayera escaleras abajo, directa a los brazos de Juan. Fue así como se dieron su primer beso, un momento divertido y bonito, pero forzado. Como todo lo que vino después.
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