Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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En ese punto se interrumpieron los recuerdos. La empuñadura estaba casi reparada y, tras apoyarse con ambas manos sobre la tabla, se quedó contemplándola, absorto.

XIV

Semanas después, poco antes del amanecer del día del Purgatorio, Arlot abandonó silenciosamente la cabaña y se dirigió al cobertizo para recoger una bolsa con algunos alimentos y el estuche con la espada y enfiló hacia el sendero que conducía a los bosques. El día del Purgatorio tenía lugar hacia finales del invierno o inicios de la primavera, y respondía a un curioso fenómeno meteorológico al que desde hacía siglos se le había dado un significado muy especial, el mismo que se aplicaba a todo aquello que no se sabía explicar, fuese para bien o para mal. En este caso el milagro consistía en que el valle sobre el que se asentaba la villa de Arlot quedaba cubierto durante horas por una capa de nubes grises, cerrada, sin fisuras, estática, baja, que descansaba sobre los picos de las montañas, picos que ocultaba. El día en que no amanece o la rebelión de la noche, lo llamaban aquellos a los que hablar del purgatorio les suponía adentrarse en un pasadizo de temores y optaban por referirse a los ciclos de la naturaleza. El fenómeno se iniciaba al amanecer y se prolongaba hasta que, alcanzada la noche, la capa se deshacía y se recuperaba la normalidad. Hasta aquí la descripción de los hechos, la interpretación seguía unos derroteros tan curiosos como el propio fenómeno. La villa de Arlot tenía básicamente dos fronteras naturales. Al oeste una cordillera sin nombre, aunque hubiera quien la llamase, en privado para evitar peligrosas interpretaciones pues corrían el riesgo de ser calificadas de sacrílegas, la Santa Cena. El nombre no resultaba desacertado desde un punto de vista simbólico pues constaba de trece picos de alturas variables entre los que resaltaba uno considerablemente más elevado, y bien podía representar a Jesucristo acompañado por sus doce apóstoles. El resto de los puntos cardinales lo cerraban los bosques, bosques tupidos, atravesados por diferentes caminos, unos bien visibles y con la amplitud suficiente para permitir transitar por ellos caballerías y carros, y otros semiocultos por la maleza y únicamente al alcance de quienes los conocieran. Para los aldeanos, incluso para los miembros de las milicias si se trataba de un pequeño destacamento, alejarse de los caminos principales e internarse en los bosques suponía una amenaza que preferían evitar. Oscuridad, trampas, salteadores, alimañas, y, lo peor, las leyendas que hablaban de ánimas errantes, de brujas, de hechiceros y demás seres malignos en busca de los cuerpos y las almas de los imprudentes. En consecuencia, pocos se adentraban en ellos sin un motivo importante y la protección adecuada. Oscuridad, trampas, salteadores, alimañas, ánimas errantes, brujas, hechiceros, seres malignos. Podrían añadirse demonios, monstruos, locos, tiñosos, etcétera. La mayor parte de la superficie de los bosques supuraba amenazas que empapaban tierras y vegetación y se transmitían a través de las neblinas, inoculando la perversidad a quienes permanecieran en ellos durante más tiempo del conveniente. El valle Silencioso constituía uno de los muchos ejemplos que se manejaban. Y fue a través de esta consideración, las miasmas de los bosques, que se llegó a una conclusión acerca del fenómeno del día del Purgatorio. Aquella masa que separaba como un muro ennegrecido el valle del cielo tenía su origen en las emanaciones del bosque, en la necesidad de limpiar los bosques de la maldad acumulada por sus criaturas. Una vez al año la purificación se hacía imprescindible. Purificación insuficiente, por supuesto, ahí seguían las amenazas un día tras otro, lo que equivalía a considerar que aquel purgatorio sería eterno fuesen quienes fuesen sus víctimas. Conscientes de ello, se explicara de una forma o de la contraria, nadie abandonaba el refugio de sus hogares mientras el fenómeno se mantuviera, nadie quería exponerse al poder destructor de aquella capa moldeada por la suma de las perversidades del bosque y expresada en forma de nubes. Crédulos o escépticos, pocos se arriesgaban a hacerlo.

En consecuencia, durante ese día el valle se aislaba del mundo, la gente permanecía encerrada en sus casas tras amparar a los animales bajo refugios estables o improvisados a fin de evitar que fuesen contaminados, e incluso en el castillo el número de centinelas, tras recibir la preventiva bendición sacerdotal, que Páter impartía con oficio y sin ocultar su incomodidad al hacerlo, se reducía al mínimo. Ni siquiera quienes servían en el castillo acudían a sus trabajos. Ese fue el motivo por el que precisamente ese amanecer fue el escogido por Arlot para emprender la marcha hacia otros bosques, los oprimidos por el Diablo real y en persona. No llevaba demasiada comida, pero sí algunas piezas de hierro, herraduras, espuelas y pequeños utensilios que pensaba intercambiar a lo largo del recorrido. Por la noche apenas había dormido, más por los remordimientos de marcharse de aquella forma, como un forajido, sin un adiós, que por el temor ante el inmediato futuro. Con el estuche a la espalda y la bolsa en bandolera se alejó con rapidez de la villa. Le ayudaba pensar en que cuando hizo con su madre el mismo viaje en sentido inverso, habían pernoctado en dos monasterios, uno de ellos de considerable tamaño, donde les proporcionaron refugio y alimento. También lo hicieron en algunas cabañas aisladas, con vecinos dispuestos a ayudarles a cambio de pequeños trabajos. En cuanto a las aldeas prefería dejarlas de lado. La mayoría estaban plagadas de soldados, y en consecuencia de preguntas, y de delatores profesionales o vocacionales. Mientras conociera el terreno, las evitaría tanto como los caminos principales, siempre propensos a los encuentros, aunque ello comportara alargar el recorrido. La duración de su viaje le resultaba imposible de concretar, difícil predecir lo que sucedería en el día a día, aunque calculaba que serían semanas. Y no pocas. Años atrás el viaje lo habían hecho en un carro, por lo que no le servía de referencia. Sí recordaba que se le hizo eterno, pero la eternidad en aquellas circunstancias y con aquella edad resultaba engañosa. El desamparo y la infancia dilata los tiempos. Lo único cierto que podía manejar en sus planes se reducía a que las montañas del Cielo deberían convertirse primero en su horizonte, después en un referente, pues quedarían a su izquierda mientras recorría el valle Ancho, y finalmente desaparecerían tras una cordillera conocida como las Seis Hermanas, cordillera que desembocaba en otro valle, estrecho y alargado, el de Vulcano, en cuyo centro se elevaba un capricho de la naturaleza con aspecto de volcán de inmenso cráter, y en su interior, según sabía, se levantaba un poblado de buen tamaño. ¿Un poblado en el cráter de un volcán?, le había preguntado a su madre tiempo atrás, la primera vez que oyó hablar del lugar. Un volcán apagado, fue la explicación. Claro que a lo mejor no es un volcán, añadió. Hablaba de oídas, como hacían casi todos. Al principio consideró que estaba equivocada, que la habían informado mal, habladurías, pero al cabo de un tiempo, Páter dio fe de ese pueblo, incluso le habló del barón, un hombre de fiar y un buen amigo suyo. Fue él quien le aclaró que no se trataba en realidad de un volcán, sino de un capricho de la naturaleza. Así lo definió. Añadió diversas informaciones sobre la zona y consejos para evitar, en sus palabras, “que los problemas no te impidan por lo menos llegar a Aquilania”. Y añadió algo de mayor importancia: una carta de presentación para su amigo el barón. Páter, admitiendo su impotencia para evitar aquel viaje, había decidido ayudarle en la medida de sus posibilidades, lo que le había obligado a desvelar parte de su pasado. Se refirió a su época militar sin entusiasmo, negándose con firmeza a entrar en detalles. Dile que vas de parte de Valerio. ¿Valerio?, preguntó Arlot, así que ese es su nombre auténtico. Eso no te importa, fue la respuesta de Páter, tú limítate a decirle que vas de mi parte y le das la carta. De acuerdo, convino Arlot, de parte de Valerio. Eso es, de Valerio, hubo un momento de duda. Del capitán Valerio, dijo finalmente Páter, de corrido, casi sin marcar las sílabas. ¿Capitán?, fue la reacción de Arlot mostrando su sorpresa, esta vez lejos de ironías. No hubo respuesta. Como si acabara de cometer una falta que le había dejado en evidencia, una falta no menor, el sacerdote salió de la iglesia en donde se encontraban en aquel momento y se encaminó con paso firme hacia el castillo, como podía haberlo hecho hacia el bosque o hacia el sendero que llevaba hasta la ermita de Piedras Santas.

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