Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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Bien, pues ese lugar tan excepcional conocido como Vulcano, sería la última etapa antes de internarse en el señorío de Aquilania, puesto que ambos señoríos eran fronterizos. Envuelto por la neblina del amanecer en ello pensaba observando aquella masa de nubes tan cercana, tan lóbrega, tan rígida. Una masa de nubes que se aproximaba en exceso a la idea de un valle rocoso, desértico, y provocaba un efecto amenazador, desagradable, que al margen de certezas o leyendas, repelía. El propio Arlot, tan poco inclinado a las supercherías, se sentía incómodo sintiéndola sobre su cabeza. Deseaba penetrar en el bosque lo antes posible, al menos allí las copas de los árboles la ocultarían. Al alcanzar lo alto de la pendiente, justo al inicio de una curva tras la que se dibujaba a unos centenares de metros el primero de los bosques que debería recorrer, se detuvo para lanzar una última mirada a la villa. Con las montañas al fondo, los picos hundidos entre las nubes, el castillo aletargado, dominando el valle, aquel cielo de piedra oscura cubriéndolo todo, las cabañas de barro o de madera cubiertas de paja se mostraban frágiles, indefensas, sometidas a unas fuerzas ante las que no quedaba sino rezar. Eso harían quienes las habitaban apenas despertaran, rezar y atisbar tras las ventanas, muchos dominados por el temor, acobardados. Hacerlo es absurdo, aceptó antes de levantar una mano en señal de despedida, con la vista puesta en la casa en donde su madre, su padrastro y Yamen aún dormían. Ni siquiera a quien consideraba su hermano le había confiado la noche anterior que partiría al cabo de unas horas. No se lo había dicho, pero antes de retirarse a dormir se le había acercado para darle un abrazo más largo y más fuerte de lo habitual. Yamen correspondió con igual fuerza, en silencio. Había comprendido.

Durante los primeros días, hasta nueve contó, el viaje transcurrió según lo previsto, sin mayores sobresaltos que las predecibles incomodidades. El tiempo, primaveral, le permitió olvidarse de las nubes del día del Purgatorio y los bosques, tupidos pero transitables, hicieron que la marcha resultara incluso placentera, al menos en lo material. Otro tema resultaba el anímico. Marcharse de su casa como si de un delincuente se tratara, le dolía, lo consideraba indigno para él e injusto para sus padres. Sin embargo, había llegado a la conclusión de que haciéndolo de esa forma protegería a su familia de las habladurías, y les facilitaría no tener que caer en el disimulo y la mentira. Al menos así sería en lo relativo a su madre y su padrastro. En cuanto a Yamen sabía de su capacidad para encogerse de hombros y mostrarse turbado. En el arte del disimulo había alcanzado la perfección tras un largo adiestramiento. Durante años había soportado las preguntas maliciosas acerca de su madre, y descubrió que encogerse de hombros y mostrarse turbado resultaba un recurso aceptable. Al menos tal versión le había confiado a Triste cuando este se quejaba del trato que recibía de su padre. No te preocupes, no nos darán la lata más allá de unas cuantas preguntas, preguntas a las que responderemos como el más tonto de los soldados si se le dice cómo se escribe su nombre. Ese fue el consejo que asimismo le dio cuando este mostró su temor de delatar sin querer los planes de Arlot si los interrogaban. Por otra parte, nada tan previsible como el empeño con que sus amigos tratarían de evitar su partida llegado el momento, de evitarla o de acompañarle. En consecuencia, nada de noticias relativas al momento de su marcha o de la ruta que seguiría. No, bastante había resistido los embates de Páter a caballo de reflexiones y citas relativas al odio, la venganza y el derecho a la vida de los seres humanos. Solo Dios puede darla y quitarla. Pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por tanto, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos. ¿Era de Romanos? El recuerdo de esas palabras, unido al del congestionado rostro del sacerdote mientras las pronunciaba, dedo índice bailoteando para subrayarlas, le llevó a la sensación de ir en compañía. No así entonces. ¿Y los castigos de los señores? ¿Y la muerte de la madre de Yamen? ¿Y la vida de esclavos que sufren tantos y tantos? Páter masculló algo, confiando en que no se le entendería, y él comprendió que mejor no insistir. ¿Para qué? Ahora, reviviendo el recuerdo del último encuentro con su tutor, descansando recostado en una vieja encina, junto a un arroyo que corría con el furor de su juventud primaveral hasta perderse en un recodo, la figura de aquel sacerdote tan importante en su vida, y de un sombrío pasado que se negaba a revelar por completo, tuvo el efecto de un bálsamo. Suspiró buscando el equilibrio perdido durante los últimos tiempos. No le quedaba otra alternativa que seguir el camino, ser cauteloso y no dar un paso atrás. Y si vacilaba, ahí seguía la imagen de su padre haciéndole señas para que fuera a ayudarle con la labranza o con el cuidado de los animales. Recuerdos y más recuerdos, con nostalgia o simplemente con tristeza, en realidad con una mezcla de ambas, hasta que un crujido le hizo volver al presente.

Tal vez aquel sonido fuese el eco de cualquiera de las voces del bosque, aquellas que sin mostrar su origen, acompañan a quien transita por sus profundidades, incluso a quienes no las perciben. Es la melodía que se acentúa por la noche y que él conocía desde la infancia. Es el crujido y el posterior silencio lo que te pone alerta. Las voces del bosque tienen su propia forma de manifestarse, su código, sea a través del sonido o del silencio. Sonido o silencio, mejor ser precavido en ambos casos, en especial en el segundo. El estuche permanecía a un par de metros de sus pies, lo que le obligaba a levantarse si optaba por buscar la espada. En caso de necesidad podía moverse con rapidez y alcanzarlo, aunque quedaba por valorar el tiempo necesario para abrirlo. O emplear la táctica opuesta. Simular que el descanso se había acabado y actuar con lentitud, inclusive con pereza. Ponerse en pie, desperezarse, dar un paso, detenerse, bostezar, un nuevo paso y otro, recoger el estuche como si fuese a cambiarlo de lugar, y esperar. En tal caso, quien fuese, si de un ser humano se trataba, se confiaría. Un nuevo crujido seguido del consiguiente silencio, esta vez más cercano, próximo a la franja de helechos que le ocultaba el camino por el que había llegado, le hizo descartar ambas soluciones y optar por lo que consideró más seguro por próximo, tomar el cuchillo que guardaba en el zurrón, una hoja alargada de un palmo de longitud, curvada en el extremo y un mango de madera lo suficientemente sólido y bien engarzado como para emplearlo en empeños de mayor exigencia que cortar los alimentos, que en principio era su finalidad. Sin dejar de contemplar el arroyo, en apariencia embelesado por los brillos y salpicaduras del agua, introdujo la mano en el zurrón y, después de asegurarse tener bien sujeto el mango, la dejó allí. Cerró los ojos y se concentró en los sonidos. En aquel momento una bandada de petirrojos hizo su aparición y tras dibujar varios círculos, irregulares y nerviosos, se posaron a pocos metros de sus pies, no lejos del estuche negro. En un instante el equilibrio que perseguía se rompió. Había vuelto el sonido. Abrió los ojos y lanzó una mirada circular a su alrededor, desinteresada, aburrida.

En ocasiones la vida ofrece curiosos contrastes cuya valoración dependerá del momento en que cada cual se encuentra o del rasgo de carácter que prevalezca. Esos contrastes tienen la capacidad de ahondar tristezas o aumentar gozos, y en ocasiones también desconciertan. En aquel momento y por una parte, Arlot, joven, saludable y agraciado, permanecía recostado sobre el tronco de una venerable encina, junto a un arroyo de aguas cristalinas, envuelto por un bosque al que la primavera potenciaba su belleza natural. Cerca suyo unos simpáticos pájaros brincaban esperando algún gesto amable por su parte en forma de alimento, y en lo alto el cielo brillaba como si de un inmenso topacio se tratara. Por otra, su mano sujetaba la empuñadura de un cuchillo con el ánimo tenso, a la expectativa de percibir un nuevo crujido, vacilando si persistir en la espera o lanzarse en tromba contra los helechos en un intento de conseguir ventaja a través del efecto sorpresa. Considerando que disponía de pocos segundos para decidir, optó por lo primero. Pensó que jugar con un exceso de confianza por parte de quien estaba a punto de presentarse, si es que tal ser existía más allá de sus recelos, jugaría a su favor. En consecuencia se limitó a inclinarse ligeramente hacia su izquierda y apuntalar la pierna derecha en el suelo con el ánimo de facilitar el impulso para ponerse en pie de un salto llegado el momento. Por su parte los petirrojos, con sus constantes desplazamientos le facilitaban permanecer vigilante, aunque fuese de reojo, ante cualquier movimiento brusco que se produjera. Siguiendo ahora a uno y luego a otro, su mirada recorría los espacios que le rodeaban. Sin embargo, sus cálculos fallaron en el tiempo y en las previstas brusquedades puesto que el primero, el tiempo, se alargó de una forma que le resultó interminable, y las segundas, las supuestas brusquedades, se materializaron a través de una aparición que se presentó con unos movimientos suaves, se diría que incluso refinados.

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