Arlot, ante aquella cascada de aclaraciones adornadas con un aleteo de manos, había disimulado su interés, que se daba, tras un rostro impasible. Su rostro, su mirada, ya no transmitían ironía ni recelo. Habían mudado a una seriedad que reflejaba el ánimo con que escuchaba las palabras de su tutor. Este se tomó unos segundos para coger aire. Estaba tan concentrado en su discurso que ni siquiera había advertido la cercanía del resto del grupo, atraído por la escena y por un tono de voz que permitía a las palabras alcanzar mayores distancias de las que la prudencia hubiese aconsejado. Habían formado un semicírculo a su espalda y le escuchaban con atención. Páter decidió continuar moderando el tono. No, no lo hizo. No hizo nada. Esa es la realidad. Quizá no osó tomar decisiones que hubiesen sido obligatoriamente radicales puesto que se hubiera visto obligado a colgar al heredero del señorío, ¿y luego? Pues luego, problemas. Hizo creer que aceptaba el crimen como la obra de algún sicario contratado por quien fuese para ejecutar cualquier tipo de venganza. No, no lo hizo, pero muy pronto sí confinó a quien todos reconocían como el verdadero culpable en los límites de Aquilania, con sus bosques, su castillo, sus tres aldeas y sus granjas dispersas. E hizo más, pues selló en la práctica las fronteras. Pocos entran y menos salen sin su permiso. Primera consecuencia: la alimaña hace y deshace a su gusto en sus dominios y no hay otra ley que la de su crueldad. Entre los que han conseguido huir y los que ha asesinado él por puro placer, a día de hoy es posible que tenga más soldados que siervos, y está comprobado que compra campesinos y granjeros a otros señoríos, incluyendo los territorios del sur, para que cultiven la tierra y el ganado. Al fin y al cabo, hay que comer. En ese momento Yamen había decidido intervenir. Arlot y su madre escaparon de Aquilania. Y años atrás todos entraron en un carro tirado por un buey. Nadie se lo impidió. No estará tan sellado cuando una familia entra y sale cuando lo decide. Acabo de decir que hoy en día necesitan campesinos, había replicado Páter. Mantener cerradas las fronteras es muy costoso. Por ello el propio rey se ha mostrado comprensivo con las entradas, en especial si hay familias de por medio. Otro asunto son las salidas. Con la ley en la mano, huir comporta severos castigos, tan severos que pueden conducir de patas a la horca. Pero eso ahora no viene a cuento. Lo que quiero decirle a este cabezota es que ese lugar es una cárcel poblada por engendros infernales con una bestia carnicera al frente. Y es ahí donde se ha empeñado en ir para cumplir con unos deseos de venganza que no son ni cristianos. En eso se equivoca, Páter, había protestado Arlot con tono ausente, como si hablase consigo mismo. ¿También vas a cuestionar mi autoridad en el campo religioso? En absoluto, cuestiono que califique mi decisión de esa forma. Sé que trata de protegerme, que teme por mi vida, y se lo agradezco. Que actúa de buena fe y hasta le concedo que con sentido común. Eso en primer y preferente lugar. También es cierto que lo de no matarás me resulta menos convincente, y la verdad es que me suena a que me lo dice por obligación, casi por oficio. ¿Recuerda cuando defendí a la madre de Yamen? ¿Recuerda cuánto me riñó? ¿Te has vuelto loco?, me decía, y lo hacía con el mismo tono con el que ahora me pide que renuncie a lo que usted llama venganza y yo justicia. Y después añadía que no se podía agredir a un soldado, a la autoridad, y también lo hacía con el mismo tono con que ahora me ha dicho lo de lo poco cristianos que son mis afanes. Entonces también se preocupaba por mi seguridad, aunque estoy convencido de que, en el fondo, se cuestionaba si realmente yo había actuado incorrectamente. Porque, perdone, Páter, pero creo que en realidad está de acuerdo conmigo y que, aunque no sea capaz de decirlo, me apoya, y me apoya porque usted es cristiano y Cristo quiso un mundo más justo. En ocasiones he llegado a pensar que se dejó crucificar porque comprendió que sus anhelos nunca se cumplirían. Sé que no debería hablar así porque usted es un sacerdote. Pero, también, mi guía espiritual y es bueno que le exponga mis dudas. En aquel momento Páter se había encendido hasta las orejas y abierto la boca para replicar, después cerrado y abierto de nuevo. Los ímpetus le abandonaban, de pronto se sentía derrotado y, aun peor, convencido de que su falta de persuasión llevaría a aquel muchacho a una muerte segura. Nunca saldría vivo de aquellos bosques si insistía en su idea. Cristo no mataría, así que no le metas en esto. Y sobre la parrafada final, agradeciéndote la sinceridad, ya hablaremos con calma. No le había contestado Arlot. Tampoco nadie quiso retenerle al verle alejarse a grandes zancadas.
Apenas le vieron desaparecer entre los árboles, Arlot se había acercado al estuche y, tras limpiar la hoja de la espada con el manto, la había guardado. Luego, sin abandonar la sensación de ausencia mantenida a lo largo de la conversación, o del monólogo, dejó una mano sobre ella y la atención en el lugar por el que el sacerdote había desaparecido. En ocasiones, como en aquella, el rostro de Arlot se transformaba en una máscara sin expresión y debía buscarse con mucho cuidado, y no poca suerte, para intuir qué pasaba por su mente o por su ánimo. Te quiere, Arlot, oyó decir a su espalda a Carlo. Y está preocupado, muy preocupado, le siguió Marlo. Hubo una pausa, una pausa que a algunos se les hizo demasiado larga. En especial a Triste, incómodo con aquel tipo de situaciones. Y puestos de patas en la sinceridad, no esconderemos que también nosotros lo estamos, acabó diciendo. Tememos por ti, y perderte. La pregunta la admito como absurda sabiendo lo que sabemos, pero ¿te lo has pensado bien? Arlot continuaba arrodillado junto al estuche. Lo había cerrado con lentitud y permanecía con los puños apoyados sobre aquella pieza de cuero, tan impropia de pertenecer a alguien como un aprendiz de herrero, una pieza que, al igual que la espada, había conseguido gracias al cariño de un hombre que también le quería y al que él quería. Entonces sintió una mano en el hombro, una mano enorme que en aquel momento se manejaba con una delicadeza impropia del hombre al que pertenecía, la de Yúvol. Al menos deja que te ayudemos. Hemos hablado y estamos dispuestos a acompañarte. Somos amigos, ¿no? Arlot había palmoteado sobre aquella mano. ¿Qué diría su padrastro de aquel plan tan cuidadosamente madurado? Había sido un buen hombre y a su manera intentado y hasta conseguido de alguna forma ocupar el puesto del padre perdido. ¿Qué pensaría? Posiblemente nada. Se pondría serio, muy serio, y guardaría silencio. Pero ¿qué pensaría?, ¿qué sentiría? ¿Y la mujer que había luchado y sufrido tanto por conseguirle una vida mejor? Si como afirmaba Páter, aquello equivalía a un suicidio, ¿cómo le juzgarían? ¿Y sus amigos? Deja que te ayudemos, había dicho Yúvol, y lo hacía en nombre propio y de los demás. De su sinceridad estaba convencido. Tanto le querían, tanto valían, que estaban dispuestos a acompañarle en lo que todos, menos él, ¿en su obcecación?, consideraban una locura. Acarició la mano de Yúvol, se incorporó y se giró. Allí estaban los seis. Serios, incluso Vento, le miraban y aguardaban. Sus amigos. Eso es imposible, les había dicho. Yamen, brazos cruzados, mirada vidriosa, había movido la cabeza con fastidio. Por lo menos piénsalo con tranquilidad. En grupo es más difícil que puedan con nosotros. Cada vez peleamos mejor. Y negó, más por voluntad que por convicción. Gracias, pero después de lo que ha dicho Páter, de lo que yo le he dicho, poco queda que pensar y nada que decidir. Es posible que los dos tengamos razón o que los dos estemos equivocados. O que solamente acierte uno. Sea como sea, no me perdonaría complicaros tanto por una cuestión que, justa o injusta, razonable o insensata, es tan personal.
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