Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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XIII

Los vecinos de la villa de Arlot festejaron el vuelo del águila como si de un suceso milagroso se tratara. El águila se dejaba ver muy de tanto en tanto, hasta tal punto que muchos de los más jóvenes apenas la conocían de oído. Se decía que anidaba en las montañas del Cielo, y las montañas del Cielo quedaban lejos. En realidad, casi nadie las había visto y se referían a ellas por lo que contaban los viajeros. Se decía que formaban un círculo a modo de muralla, inaccesibles los picos tallados a modo de torreones, y también que recordaba a un imponente puño elevándose hacia el cielo, quizá suplicando la compasión divina. También se decía que, en tiempos tan remotos que nadie conseguía dar fe de ellos con un mínimo rigor, esas montañas habían sido bendecidas por un obispo que murió en santidad tras recorrer la totalidad del perímetro trasladando un hisopo de considerables dimensiones. La ceremonia, en honor a Dios, le exigió caminar hasta la extenuación con tan pesada carga y, apenas concluida lo que se consideró una hazaña sin precedentes, se derrumbó colapsado por el esfuerzo. Al instante su alma, con casulla, mitra y báculo, se elevó hacia el paraíso ante la admiración de quienes le acompañaban. ¿Su nombre? Como el de tantos santos y mártires se consagró su memoria en el más humilde de los anonimatos. Ahora pocos pensaban en él o en su historia, pero el vuelo del águila paralizaba labores y mandaba levantar la vista dejando que la imaginación se desbocara, al menos hasta el punto que podían permitirse. A Arlot el paso del águila le cogió en la herrería trabajando junto a su padrastro. Fue este quien advirtió que el patio de armas se había convertido en una exposición de figuras inmóviles haciendo visera con la mano y observando el cielo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arlot advirtiendo aquella interrupción en el trabajo, lo que en su padrastro no resultaba normal.

—Veamos —fue la respuesta.

Dejó las pinzas en el interior del cubo con agua levantando una columna de humo entre chisporroteos y se dirigió hacia la entrada. Al llegar imitó a quienes continuaban atendiendo a lo que en lo alto sucediera con un silencio piadoso. Permaneció allí durante unos segundos y a continuación le hizo una indicación a su hijastro con la mano para que saliera. Una vez juntos señaló la figura oscura que planeaba a gran altura.

—El águila ha vuelto —empezó en voz baja, evitando quebrar la atmósfera que se había creado a su alrededor—. ¿La recuerdas? Hace años hubo una que estuvo rondando nuestro cielo durante días.

Sí, Arlot tenía una vaga idea de haberla visto con anterioridad, al poco de establecerse en la villa junto a su madre. Por entonces no le dieron demasiada importancia. En el lugar del que venían, la montañosa Aquilania, las águilas resultaban familiares, incluso alguna había llegado a posarse en los alrededores de la casa, tanto que sus padres le habían advertido que se anduviera con cuidado con ellas y que se mantuviera alejado de su pico. Son imprevisibles, le explicaban, y en ocasiones agresivas. Él se fijaba en el pico y en las garras, metálicas, y sobre todo en los ojos, fríos como el metal, y obedecía. Ahora una parte del comentario de su padrastro, lo de nuestro cielo, le resultaba curioso. ¿Nuestro cielo? Nunca se le hubiera ocurrido emplear tal expresión.

—Hay quien asegura que son muy especiales —continuó el herrero sin apartar la mirada del águila—. Que son más que simples pájaros, que poseen poderes antiguos, desconocidos para nosotros.

—Supercherías —replicó Arlot con aplomo—. Donde viví, en Aquilania, las había por decenas y de misteriosas no tenían nada. Mi padre llegó a cazar una con su honda. Le alcanzó en la cabeza y cayó fulminada. Por cierto, la desplumamos y nos la comimos. Repugnante.

El herrero asintió.

—Me lo imagino, pero para esta gente es un símbolo y como todos los símbolos se acoge a la interpretación oficial, aunque cada cual la adapte a su manera, según su carácter. Desde un presagio de tiempos de bonanza hasta convertirla en el clarín de la muerte. El propio rey lleva una en su escudo de armas. Una enorme águila negra con la cabeza roja y las garras doradas. El marqués ha colgado una de las banderas del reino en la sala de recepciones de la torre y por eso lo sé.

—No deja de resultar lógico que el rey haya escogido ese bicho como emblema.

¿Lógico? Mejor no preguntar el motivo de tal comentario, pensó el herrero. Al menos no hacerlo por el momento y próximos a tanta gente, incluyendo soldados y quienes siempre andan deseosos de ganarse algún favor delatando a quien se prestara por imprudente o por ingenuo. Sin embargo, su prudencia la quebró el propio Arlot concluyendo la idea.

—Me refiero a lo del color de la cabeza y de las garras. Sangre y oro. Además las águilas son aves depredadoras y crueles. ¿Y qué nos aportan? ¿Entretenimiento viendo como vuelan por encima de nuestras cabezas?

Por fortuna lo había dicho con un tono que apenas alcanzaba la categoría de susurro. Aun así, el herrero, tras comprobar que nadie había cambiado de postura para comprobar de quién habían sido esas palabras, que nadie les había prestado atención, respiró hondo, tomó del hombro a su hijastro y lo condujo de vuelta a la herrería. Una vez allí le reprendió sin aspereza, pero con gravedad.

—Debes cuidar lo que dices, Arlot. Tu juventud no te librará de los castigos, ya tienes experiencia de ello y no siempre podremos ayudarte quienes te queremos.

Dicho lo cual, con gesto de preocupación, tomó las pinzas del cubo y reemprendió el trabajo. También lo hizo Arlot, quien continuó rehaciendo la empuñadura de una daga, al tiempo que su pensamiento retornaba a lo sucedido en el valle Silencioso el día anterior a partir de la irrupción de Páter.

—Hay quien dice que es una de las águilas del rey —oyó decir a su padrastro entre martillazos—, algo así como una rapaz amaestrada. Lo normal son los halcones, claro, pero un rey es un rey. Vamos, que podría ser la misma del escudo, que de tanto en tanto recorre el país para informarle de lo que sucede. Eso dicen y eso creen por desatinado que te parezca. El espía volador del rey. Yo no lo creo, pero pasan tantas cosas sorprendentes que… En fin.

El hombre se rascó la barba mecánicamente, dándole vueltas a algún pensamiento o tratando de alejarlo. Finalmente balanceó la cabeza, grave, incluso abatido, y reemprendió los golpes. El peto nuevo del señor iba tomando forma. Pasan tantas cosas sorprendentes… Algo similar había pensado Arlot al advertir la presencia de Páter avanzando sobre la hierba aún húmeda con la sotana remangada y el manto de piel de oveja medio cayéndosele de los hombros. Y la sorpresa aumentó al oírle sus primeras palabras en medio de unas exageradas gesticulaciones con las manos que resultaban poco habituales en él, tan comedido en lo que hacía y decía en general. No, no, lo hacéis mal y hacer mal ciertos movimientos en situaciones comprometidas es peligroso. Con esas palabras empezó antes de tomar una rama del suelo, partirla hasta dejarla con la longitud de una espada media y, haciendo caso omiso de las atónitas miradas de sus discípulos, los redistribuyó en dos líneas ligeramente arqueadas contando cuatro pasos de distancia entre cada uno de ellos. Tú, gírate, le decía a Yúvol, así cubres a quien tengas al lado y de paso cubres más terreno con ese mazo, que tú sabrás de dónde has sacado, y aprovechas la ventaja de tener los brazos tan largos. Vento, deja de jugar y de brincar porque pierdes apoyo y concentración y en un combate la gente no va a aplaudir tus cabriolas. Tú, Marlo,… Entre divertidos y desconcertados obedecían. Supongamos que os doblan en número, dijo al cabo de unos minutos, y una vez que consideró que la posición y los movimientos resultaban al menos aceptables. Seguid con el círculo, pero girando sin perder las distancias. Si no conseguís evitarlo, corregirlo en cuanto os sea posible. Ahora, imaginad que… Durante una hora practicaron una serie de formaciones siguiendo sus indicaciones. En ocasiones ocupaba el lugar de uno de ellos y esgrimía la rama mostrando ejemplos de defensa y ataque en coordinación con el resto. Pronto el divertimento y el desconcierto mudó a concentración y reconocimiento. Despojado del manto, los faldones volando, sudoroso, la respiración pesada, aquel hombre manejaba el remedo de espada con una precisión y una velocidad que hizo añicos la imagen que de él tenían, la del buen, sabio y contemporizador sacerdote, y confirmó intuiciones. Sí, había sido un soldado y no del montón. Cuando la sesión acabó, sin dar pausa a su actividad, tomó de un brazo a Arlot y, el uno aún con la rama y el otro con la espada negra, le invitó a alejarse del grupo.

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