Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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—No soy ningún enviado, ni del prior ni de los ángeles, créeme —dijo Arlot, que cada vez sentía mayor lástima por aquel pobre loco. Si lo que decía era cierto, ¿cómo habría sobrevivido en el bosque durante tantos años?

Por su parte el anciano había recobrado la mirada enloquecida y la dirigía hacia la espalda de Arlot. Lentamente levantó una mano, el índice señalando al estuche que sobresalía de un hombro.

—Se te ve muy fuerte, chico, y ese estuche sin duda guarda una espada, y no debe ser mala por las apariencias. Suerte tienes. ¿Ves? Yo me tengo que conformar con esta vara. Como fui monje, ciertos lujos los tengo prohibidos. En fin —sonrió, benevolente con su destino—, ¿te quedarás conmigo un tiempo? Estoy tan solo que temo enloquecer.

—Imposible, amigo. Yo ando de camino. Tengo otra misión.

—Todos la tenemos, incluso los que lo ignoran. ¿No me dirás que también tú persigues demonios?

—Algo semejante.

—Comprendo. —La voz del anciano sonaba cautelosa, reflexiva—. ¿Y cuál es tu misión para purificar el mundo?

—Eso es difícil de responder, ¿no crees? Purificar y mundo son grandes palabras, demasiado para meterlas en una sola respuesta.

El anciano asintió con un guiño que evidenciaba no tener plena conciencia de a qué. Parecía haberse sumido en un profundo desánimo. Se había cruzado de brazos y contemplaba el río como si de un triste presagio se tratara.

—Eres tan joven… ¿Y adónde te diriges si puede saberse?

Arlot movió la cabeza orientando el rostro hacia un supuesto horizonte que, de existir, se encontraba a su derecha, arroyo abajo.

—No lejos de unos montes muy especiales —se oyó decir. Hablaba en serio con un demente, con lo que no dejaba de profundizar en el sinsentido. Tenía conciencia de ello, pero tampoco importaba.

—Montes muy especiales, demonios… ¡Ah! Aquilania, ya comprendo. Necesitas llegar a Aquilania.

Esta vez el sorprendido fue Arlot. ¿Cómo había deducido aquella mente enferma su destino? ¿Ya comprendo? ¿Qué comprendía? Se dispuso a preguntar, pero su desconcierto había sido tan profundo que dejó pasar algunos segundos, los suficientes para que el anciano se anticipara y tomara la palabra señalando hacia el cielo con un dedo huesudo coronado por una larga negra uña.

—¿Ves ese cielo? —empezó con voz temblorosa—. Fíjate bien y empezarás a comprender la realidad de la vida. Desde aquí parece una inmensa, brillante y azul cúpula, tan pura como la más pura de las aguas. Maravilloso, ¿verdad? Pues es mucho más que eso. Es el destino de quienes hemos consagrado nuestra vida a luchar contra el mal, que es un estadio superior a defender el bien. Y más peligroso. Yo habito en estos bosques persiguiendo a los diablos para proteger a la caterva de esclavos que puebla el reino y habita en aldeas y ciudades, o que se desperdiga por los campos. Que mi lucha concluya en fracaso o no, a Dios no le importa, me perdonará y enviará en mi busca a sus ángeles. Sueño con el momento. Fíjate bien en ese cielo, hoy se le ve tal cual porque nada se interpone entre nosotros y él. En unos años ese será mi hogar. Lo sé, y si pido tiempo no es por mí, es para conseguir algún éxito, aunque sea pequeñito, un regalo con el que presentarme ante Él.

El anciano había dulcificado su rostro y dos gruesas lágrimas abrían un surco de claridad entre la suciedad. La escena se suspendió en el tiempo durante unos segundos, transcurridos los cuales, en un súbito cambio de careta, aún con las mejillas húmedas, la expresión mudó a una dureza extrema, a un odio incontenible, y el dedo apuntó hacia el suelo.

—¿Y ves este suelo? —prosiguió con la voz enronquecida por la ira—. Fíjate bien en este suelo. Barro, hierbajos, piedras, desechos, detritus. Y si rascas un poco, si escarbas como yo hago constantemente, te encontrarás con todo tipo de seres repugnantes. Gusanos, escarabajos, hormigas, larvas, alacranes, orugas. Y si siguieras escarbando, ah, te encontrarás con la caverna del fuego, en donde lo peor de la raza humana es torturada infinitamente, donde los pecadores sufren sin clemencia posible, lejos de Dios y de sus santos, acosados por infinitos diablos. ¡Los diablos! Ellos saben atravesar la tierra que cubre la caverna para alcanzar los bosques, sus caminos y cualquier cabaña, choza o palacio. Allí se esconden a la búsqueda de seres de fe débil, víctimas propiciatorias. La gente, lo que llaman el pueblo. Y yo…

No concluyó la frase. Se había olvidado de la presencia de Arlot, quien le estudiaba con curiosidad sumido en un silencio absoluto. Hubiese querido preguntarle por qué había deducido que se dirigía a Aquilania, por qué ligaba aquel lugar con los diablos que decía perseguir. Finalmente no lo hizo. ¿Con qué palabras dirigirse a aquel hombre, aunque fuesen de consuelo? Como si hubiese recogido un tesoro largamente deseado en forma de bastón, el anciano lanzó un alarido, antes animal que humano, y se lanzó hacia el bosque exhibiendo de nuevo una agilidad impropia de su apariencia. Corría dando unos saltos que recordaban la huida de los ciervos ante un peligro real o imaginario. Arlot contempló la escena inmóvil, preguntándose cuál sería el auténtico pasado de aquel hombre. ¿Sería cierta la historia del prior? ¿Llevaba realmente tantos años viviendo en el bosque en completa soledad? Cuando llegó a la conclusión de que no había nada en qué pensar, que aquel pasado ni siquiera el pobre loco lo conocía con una mínima certeza, decidió reemprender el camino. Loco o no, en algo tenía razón. El cielo se mostraba con una belleza sobrecogedora, y de alguna forma aquel hombre se merecía su sueño. Ángeles incluidos.

XV

En los días anteriores al encuentro con el anciano cazador o perseguidor de diablos, en la villa los acontecimientos se habían precipitado, como si en un edificio una de sus piedras hubiese decidido ceder para alterar el equilibrio del conjunto, y hacerlo sin motivos aparentes. La madre de Arlot, su padrastro y Páter no disimularon su estupor y su tristeza ante la súbita desaparición, aquellos por imprevista y este por haberle ocultado el día de su marcha. Por su parte, Yamen y el resto del grupo se dispusieron a ocultar lo que sabían utilizando a fondo la extrañeza, auténtica, que les había causado que no se despidiera de ellos. ¿Adónde habrá ido?, se preguntaban vecinos y conocidos. Se ha esfumado sin dejar rastro. A saber. Ni sus padres tenían la menor idea. No, no comprendían. En un mundo acomodado a las penumbras y las rutinas se trataba de un hecho que había sucedido antes y sucedería después, pero que no dejaba de sorprender, lo que no evitaba ni ahorraba comentarios. Uno se aleja del castillo y de su manto protector, queda expuesto a cualquier peligro y desaparece. Otro se despide diciendo que va a cavar un pozo a pocos metros del linde del bosque, y nunca más se sabe de él. Aquel consigue un permiso para vender en la feria los dos corderos que ha criado con tanto sacrificio y de él nunca más se supo. Incluso se daba algún caso de quien tras un estentóreo ¡me marcho de este maldito lugar!, o expresión similar, cumplía su amenaza. De unos se volvía a saber y de otros no. Historias, unas cabalmente fidedignas o hasta cierto punto y otras ficticias de principio a fin, y las gentes de los pueblos revestían unas y otras de verosimilitud con ropajes dogmáticos. En consecuencia, la ausencia del hijastro del herrero, el hijo de aquella mujer de pelo oscuro y mirada profunda que tal día llegó desde una miseria lejana, se aceptó como lo hacen quienes se acomodan a un fatalismo consolador. ¿Ves?, se decían aliviados. Nosotros seguimos juntos. Gracias a Dios hemos evitado tal desgracia. Por esta vez la mala fortuna ni nos ha rozado. Pero ya nos llegará, cavilaban tras sus palabras de consuelo. También hubo quienes recordaron el incidente con los soldados y sospecharon, siempre en voz baja y resguardados por las paredes de las cabañas, del temperamento vengativo del cual hacían gala estos con frecuencia. Nunca perdonan y matar es su oficio, se afirmaba con tono de sentencia. ¿Recuerdas lo que le sucedió a tu padre a pesar de ser uno de los mejores soldados del reino?, le recordaban a Yamen para hacerle partícipe de sus conjeturas, y este se encogía de hombros ni afirmando ni negando, si acaso lanzando un lacónico vete a saber, de eso hace mucho. Y se añadía lo que bien había podido suceder con la presencia de manadas de lobos en los últimos meses. Hay muchas y deambulan por los bosques hambrientos. Inclusive corrieron voces de haber visto al desaparecido recorriendo uno de esos bosques como desorientado, desaliñado, dando voces.

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