Francisco Bucio Palomino - Crítica de la radicalidad islamista

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El propósito de este libro es el estudio, con espíritu crítico, de las principales ideas que constituyen los fundamentos del islam. Espíritu crítico no significa humor acrimonioso ni ánimo despreciativo, sino, como Kant lo enseña, disposición al análisis libre de prejuicios y de tabúes. En tal perspectiva Francisco Bucio Palomino visita las concepciones y los valores que nutren los fundamentos del islam. Así, advierte de inmediato que, sin ser una debilidad privativa de esa cultura, de esa civilización, en la esencia del islam hay gérmenes de extremismo, algo que lo empuja a radicalizarse para sentirse realizado.El material estudiado en esta obra lo componen entonces principalmente los elementos teóricos que constituyen la trama ideológica del islam y en la cual se sostiene su naturaleza: las ideas que conforman su pensamiento, los valores y los ideales que movilizan su voluntad. Y lo que busca en ese material que analiza es el potencial de islamismo, es decir, el fondo de radicalismo que ahí yace. De ninguna manera Bucio Palomino pretende atacar al islam: trata de defender la civilización occidental contra los riesgos deletéreos de su influencia, trata de proteger nuestra identidad, basada en el racionalismo y en la necesidad de la democracia.Los análisis que el autor lleva a cabo confluyen en un punto de concordancia con la voluntad de reforma que reúne a los musulmanes más progresistas. Pocas de sus conclusiones serían desaprobadas por ellos. La intención no es hacer una evaluación de la civilización islámica contraponiendo defectos y cualidades, sino explorar sus bases y rastrear sus fundamentos para hacer luz sobre el mal que la gangrena. La motivación de fondo de esta obra es hacer ver la urgencia de un verdadero aggiornamento, lo que en nuestra época lleva el nombre de modernización.

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La palabra, sea humana o divina, no transige con automatismos, ni al ser emitida ni al ser escuchada, ni al ser respondida. Su núcleo es el sentido, y este no puede resultar sino de un movimiento de creación. El que habla configura su discurso de manera que el mensaje que contiene pueda ser descifrado por el destinatario. El que escucha el mensaje que le es dirigido debe decodificarlo de modo de recuperar su sentido. Tanto el acto emisor como el acto receptor son creativos, es decir, procesos libres y no mecanismos ni automatismos. Lo que posibilita al hombre para escuchar la palabra de Dios y descubrir su sentido es la disposición de obediencia a la divinidad, su deseo de conformarse a Su voluntad. Esa disposición y ese deseo son las primeras grandes realizaciones de la fe. Pero no pueden ser genuinos actos de fe si no están animados por la búsqueda del verdadero sentido que Dios quiso dar a su mensaje. Es deber fundamental de la fe preguntarse si la manera como yo entiendo tal o cual palabra de Dios transmitida por la Biblia o el Corán puede corresponder a lo que Dios mismo quiso decirme. Y tal preguntar, dirigido por un corazón limpio, jamás podría llegar a una respuesta en desacuerdo con los atributos de Dios. Por ejemplo, Dios bueno, santo y misericordioso nunca pudo haberme siquiera sugerido en alguno de sus mensajes matar a mi hija, a mi hermana, para lavar el honor de la familia. Este no puede ser el sentido de ninguna palabra divina porque, si lo fuera, estaría en contradicción con aquellas perfecciones que son la esencia de la divinidad. Por consiguiente, mi deber de interpretación de la palabra santa me obliga a verificar que el sentido que le doy no esté en desacuerdo y no contradiga lo que define la fuente de la que proviene. Y, para ayudarnos en esta tarea, disponemos de una importante piedra de toque, nuestra sensibilidad moral, la cual, por ser algo así como la ley divina grabada en nuestro corazón, normalmente “avisa” de lo que puede ser bueno y de lo que puede ser malo. Quien quita la vida a un ser humano, familiar o extraño, y cree hacerlo en nombre y por mandato de Dios, trata de involucrar a Dios en un crimen que nunca pudo haber deseado el Creador. Invocar el nombre de Dios al momento mismo en que se hace correr la sangre de sus semejantes es un sacrilegio mayor. Perpetrar el peor de los crímenes, quitar la vida a quien Dios se la dio, y pensar que es por mandato divino, no puede interpretarse sino como una odiosa manipulación de la palabra de Dios: es servirse de Él como coartada para tratar de volver inocente lo injustificable. Absolutamente nada puede enlodar más la santidad de Dios que asociarlo con comportamientos humanos abominables haciendo de Él el autor intelectual de lo que no puede ser sino producto de nuestra pasión y nuestro instinto. Si es cierto que la calidad moral de los actos del hombre revela el origen de donde provienen, los que son a todas luces maldad y abyección nunca pudieron haber sido inspirados por el principio del bien.

La fe mahometana en el Corán (y con mayor razón la del islamista) es susceptible de ser interrogada por dos razones: 1) porque es fe, un acto de adhesión incondicional de la misma naturaleza que la fe en Dios , y 2) porque excluye la razón, cuando el lenguaje en cuanto medio transmisor del mensaje la necesita.

El libro sagrado del islam es una colección heteróclita de sentencias, reglas, advertencias, pensamientos, amonestaciones, consejos, leyes… El conjunto de versículos que lo componen no presenta una unidad, un ordenamiento por temas. En sus primeras horas, el Corán era transmitido oralmente y de memoria. La primera compilación se debe a Zaid ibn Thabit y al califa Otmán, quien la ordenó. Comprendía 114 capítulos, o suras. Los capítulos que corresponden a la época de Medina tienen la forma de decretos sobre la organización social y su marco legal. Los de la época de La Meca son más bien reflexiones de Mahoma. A lo largo de su historia, el Corán ha sufrido varias restructuraciones y reordenamientos, y nadie puede determinar la verdadera ascendencia de estos respecto de la versión prístina.

La fe en el Corán moviliza todos los resortes de la pasión. La adhesión y fidelidad al Libro se ofrecen a la vista de propios y extraños como expresión de la fe en Alá mismo. Sin embargo, a nadie escapa que Dios y su palabra no son lo mismo. Y si es cierto que, por provenir de Él, su mensaje merece una acogida respetuosa y agradecida, venerarlo y adorarlo de igual modo que a Dios mismo equivale a mezclar registros y amalgamar categorías. Una cosa es la realidad “sustancial” del Dios vivo y otra la realidad “accidental” de su manifestación a través de sus mensajes. No ver solución de continuidad entre las dos realidades es tanto como arrimarse al pensamiento mágico, para el cual tiene tanta realidad el signo y su significado, lo simbolizado y su símbolo. Hay allí una “transfusión” de realidad a lo que carece de realidad, que caracteriza al fetichismo. Por eso el fetichista vuelca en el fetiche toda la carga emocional que cultiva por el ser que este representa: le teme, lo venera y lo adora, igual que si fuera la misma realidad por él representada. En el orden de lo sagrado, el estatuto de fetiche se completa con el de tabú, por el carácter de trascendencia que lo vuelve “intocable”. Al tabú no se lo toca, o sea “no se lo retoca”, no se lo modifica, y su integridad consiste en permanecer incambiable.

En general, el comportamiento de los musulmanes con el Corán tiende a ser de este tipo, pero son los radicalistas quienes muestran actitudes que lo consideran como verdadero tabú. Para darse cuenta de que es así no es necesario evocar las escenas de muchedumbres de extremistas blandiendo el Corán y vociferando imprecaciones contra Occidente con motivo de algún trato irrespetuoso que un soldado americano pudo haber infligido al libro santo en Iraq o Afganistán. Es mucho más instructivo resaltar dos o tres datos pesados característicos del mundo islámico en su relación congénita con el Corán. Para el islamista, rezar, hacer oración, es esencialmente recitar el Corán. En otras religiones, incluyendo el cristianismo, el rezo es también frecuentemente repetición mecánica; pero se trata entonces de negligencia a propósito de la contemplación mística, en la cual se sublima la auténtica oración. En cambio, para el musulmán de tendencia islamista (y para muchos otros), la reiteración misma tiene ya en sí la virtud de halagar a la divinidad y de enlazar al creyente con ella. Si tiene conciencia de lo que se recita, tanto mejor, pero lo importante es que las palabras salgan de la boca, en la sucesión debida y coreadas como salmos. La memorización del Corán no es una simple hazaña, sino el cumplimiento de un ideal. Hay técnicas para esa memorización, y los concursos internacionales de recitación de sus 770 páginas (son las que suma la versión francesa) son célebres. Esta asimilación mecánica del texto sagrado sería puramente admirable si no tuviera por contraparte el desinterés por el análisis crítico de sus significados y de su contenido. Esta indiferencia no es casual sino inducida por el Corán mismo, el cual subraya que su comprensión ha de ser directa, literal, y no producto de una interpretación personal. Tal consigna no solo condena toda crítica, sino que excluye la posibilidad de una asimilación que sea realmente apropiación personal de la esencia, del sentido del mensaje. En este contexto de frustración de una relación íntima, la asimilación del contenido espiritual no existe, porque no puede ser parte de mí, de mi pensamiento, sino algo que otro pensó y yo solo puedo guardar en mi memoria o ayudarle a perdurar gracias a algún otro medio de conservación. En otras palabras, es imposible que haya una genuina asimilación ahí donde el pensar crítico está impedido de actuar y donde, por consiguiente, lo que se busca no es la verdad sino solo conservar inalterable aquello en que se cree. Este objeto de fe ciega , capturado en su pura realidad material, congelado en su literalidad, presenta las características del tabú y del fetiche. Y esto es lo que comprueba la aprehensión que el islamista tiene del Corán y la veneración que le provoca el libro, no solo el Libro, o sea las Sagradas Escrituras, sino cualquiera de sus ejemplares vendido en librería.

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