Pocos años después, al amparo de las discusiones suscitadas en el Concilio Vaticano II, otras voces autorizadas del momento volvieron, sin muchas variantes, sobre estas opiniones. Juan Antonio Gaya Nuño[18] nos dirá que el tránsito entre el siglo XVIII y XIX se hizo sin brusquedades, conviviendo cómodamente el clasicismo de raíz académica y neoclásica con la imaginería religiosa de signo castizo y tradicional, que pugnaba por sobrevivir y convivir con las nuevas orientaciones y rechaza el tópico de que la escultura española debía ser necesariamente religiosa, ya que ensalza la neoclásica, y se autoconfirma al dictaminar que aquella que pretendió restaurar la vena sacra a finales de siglo fue “mísera”[19], por lo que mantiene la descalificación del género.
José María de Azcárate, sin embargo, trata de dictar un camino para la valoración y entendimiento de la escultura religiosa que nos vale para la producida en el siglo anterior: “[…] no siempre la mediocre obra de arte está exenta de una cálida y popular devoción, mientras que obras ciertamente excelentes yacen olvidadas en los rincones, en los desvanes o en los lugares más apartados de las iglesias. Urge, por tanto, la necesidad de una orientación, de un adoctrinamiento, pues téngase presente que si estas normas hubiesen estado vigentes y se hubiesen seguido por las autoridades eclesiásticas de los siglos pasados habría desaparecido la mayor parte de nuestra imaginería medieval”[20]
Si miramos hacia el XIX, la preocupación de historiadores, críticos artísticos o escultores radicaba en determinar las claves de dicho producto artístico y la mejor forma de traducirlo, una discusión muy similar a la producida en el siglo XX y que llevó a Romano Guardini a enunciar las características de la “imagen de culto” y la de “devoción”[21]. Para la primera, explica que no procede de la experiencia interior humana, sino del ser y el gobierno objetivo de Dios, y para la segunda, determina que arranca de la vida interior del individuo creyente; del artista y del que hace el encargo que, a su vez, toman ellos mismos la posición del individuo en general. Parte de la vida interior de la comunidad creyente, del pueblo, de la época, con sus corrientes y movimientos; de la experiencia que tiene el hombre creyente y viviendo de su fe.
Si la de culto está dirigida a la trascendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia de la inferioridad. Descansa en las relaciones de la semejanza y la transición. Tiende puentes, es prolongación de lo privado. Se encuentra desde el principio en el ámbito del hombre y es su compañera. Comparte su vida y el creyente se siente expresado en ella.
Una diferencia difícil de entender cuando contemplamos el rostro del Cristo de la Clemencia de Martínez Montañés pero que sí se comprende en otras imágenes, de infinita menor calidad artística pero tremendamente eficaces para los objetivos de la imagen religiosa, como puede ser el Cautivo de José Gabriel Martín Simón. (Figs. 4, 5)
Fig. 4. Juan Martínez Montañés. Cristo de la Clemencia. 1603. Catedral de Sevilla.
Fig. 5. José Gabriel Martín Simón. Jesús Cautivo. 1938. Iglesia de San Pablo. Málaga. La Imagen de Jesús Cautivo, en un período relativamente corto, si lo comparamos con iconos devocionales con siglos de tradición, se ha convertido en un producto mass media, que arrastra legiones de seguidores y fieles.
Tenía razón Ramseyer cuando decía que era necesario —en el arte sacro— que la realidad del mundo invisible se perciba a través de la imagen visible. Que, como en un fanal, la mala imagen atrae sobre sí misma la atención sin remitir a lo que trasciende[22] (Fig. 6). Pero, ¿qué es, o cuál es, una mala imagen en la escultura religiosa? ¿Hablamos desde el punto de vista estético o del religioso?
Fig. 6. La familia de los Gutiérrez de León hicieron pervivir la estética barroca de la Dolorosa sufriente a lo largo del siglo XIX. En la imagen, una Dolorosa de Antonio Gutiérrez de León.
Cuando ambos se aúnan, la ecuación se resuelve.
Permítanme que vuelva sobre Montañés y el Cristo de la Clemencia. En 1971, la Dirección General de Bellas Artes, a través de su Comisaría de Exposiciones, organizó la exposición: Martínez Montañés y la escultura andaluza de su tiempo. En el catálogo, Camón Aznar comentaba: “(hay en ella) una serena idealidad, la de una paz que sólo pueden sugerirla las imágenes en las que hay un tránsito de la eternidad. En este caso, de la eterna belleza. Es esta dimensión sacra la que nos sobrecoge ante estas tallas […] Se condensan las expresiones, se retrae a la intimidad el interés artístico, y el proceso evolutivo es más bien hacia una visión centrípeta que aquilate todas las intenciones espirituales”[23].
Todo se comprende ante la imagen y la lectura de estos versos:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz encarnecido;
muéveme al ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, al fin tu Amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiese infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera:
pero si aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Esta suprema eficacia fue difícil de superar. Del XVII en adelante se empeñaron en retorcer el gesto para proclamar la emoción, y tanto fue, que la Ilustración abominó de ello. Pero no le echemos toda la culpa a la inflación del desgarro, del gesto.
2.LOS DISCURSOS DECIMONÓNICOS
Ya en el XIX, de Federico de Madrazo a Mariano Benlliure se desgrana una serie de textos, especialmente escritos por escultores pero también por pintores y críticos en revistas especializadas, que nos visualizan la existencia de un debate, de una preocupación y conciencia, sobre la realidad decimonónica de la escultura religiosa. Esta gira en torno a su falta de eficacia, a una carencia de los artistas por encontrar ese equilibrio entre lo artístico/estético y lo devocional y cada cual da sus razones y los medios para subsanar los errores, porque de error se va a tratar siempre el resultado del producto religioso.
Lo primero que tenemos que determinar es el contexto en el que se va a mover el encargo. Ya se ha visto cómo el final del XVIII, con todos sus componentes ideológicos, origina un escenario de inestabilidad para el escultor, en el sentido de que se ve en la obligación, o en la necesidad, de adaptarse a los nuevos postulados estéticos y continuar atendiendo unas necesidades devocionales. Y en esta situación se introduce el XIX, teniendo en cuenta que nuestro Romanticismo entró mucho más tarde que en el resto de Europa, casi cuando en Francia ya estaba funcionando el realismo, de ahí, también, la ambigüedad de planteamientos del Romanticismo español.
Читать дальше