Los orígenes netamente medievales de estas piezas ratifican la antigüedad evidente de la ceremonia y su continuidad en la Edad Moderna. Mediante la flexibilidad impresa a las articulaciones, y una vez verificado el acto de veneración (Adoratio Crucis) en la función religiosa del Viernes Santo, el Crucificado pasaba de estar clavado en la Cruz a ser descendido de ella. Seguidamente, los brazos se sujetaban con cintas y se colocaban pegados al cuerpo, se amortajaba la efigie y se depositaba en el sepulcro trasformada en imagen yacente (Depositio), culminando la escenificación con la llegada de las Marías o Mirróforas para continuar el embalsamamiento del Nazareno (Visitatio). En algunas circunstancias, el ritual se prolongaba hasta el Domingo de Resurrección con el levantamiento del sudario y la salida de Cristo de la tumba (Elevatio). Ya desde el siglo XIV, la obligada participación en la ceremonia de actores vivos interpretando a José de Arimatea, Nicodemo y los otros testigos del acontecimiento permitían “confundir” deliberadamente lo animado y lo inanimado, al integrarlos en un mismo cuadro teatral, favoreciendo de paso la compenetración emotiva absoluta de intérpretes y espectadores con la trama y las implicaciones penitenciales del episodio.
No es casual el interés de la escultura románica por componer los monumentales Descendimientos, especialmente los del ámbito catalán, a modo de cuadros escénicos. Diseñados, por lo general, para su colocación en un “escenario” ad hoc como el ábside del templo, estos conjuntos revelan una fascinación especial por un dinamismo al que, como es sabido, se sustrae habitualmente la imaginería religiosa del período. Un exponente paradigmático lo ofrece el célebre Descendimiento de la iglesia de Santa Eulalia de Erill la Vall, datado a finales del XII o principios del XIII, cuya composición —al igual que muchos de sus homólogos posteriores— permite advertir una evidente disociación entre los hieráticos personajes que asisten a la escena en calidad de meros espectadores pasivos y la tensión dramática que sacude los cuerpos de José de Arimatea y Nicodemo al desclavar y sujetar los brazos del Crucificado en pleno clímax de la acción. En este sentido, la movilidad insólita de estas figuras y el brutal contraste que establecen con las restantes, en cuanto al tratamiento de la gramática corporal, plantea una sugestiva intuición teatral claramente anticipatoria de las posteriores ceremonias del Davallament de la Creu, que reproducían con individuos reales cada Viernes Santo la escena que los fieles ya estaban acostumbrados a visualizar pertinentemente en estos conjuntos o “cuadros”.
No en balde, el ceremonial de la Adoratio, Depositio, Visitatio, Elevatio terminaría teniendo cabida, y voz propia, en los directorios litúrgicos del siglo XIV. Es el caso del Liber Ordinarius de la Colegiata de Essen, el Ordo del monasterio benedictino de Barking, Essex, fechado en 1370 y el Ordo procedente de la abadía de Prüfening, cerca de Ratisbona, fechado en 1489[18]. En los dos últimos casos, además de las imágenes, intervienen en la dramatización actores reales. El Ordo de Barking refiere expresamente que se desenclavaba la imagen, se envolvía posteriormente en costosas telas y era conducida hasta el sepulcro, donde permanecía hasta el Domingo de Resurrección rodeada de velas encendidas[19]. Esa preocupación por magnificar y dotar de una dimensión escénica sin precedentes estos ritos, supone un punto y aparte respecto a la tradición litúrgica anterior, mucho más intimista y parca en sus “usos” de la imagen habida cuenta que, con anterioridad al XIV, en el sepulcro solamente solía colocarse un pequeño crucifijo, una cruz procesional o una hostia consagrada[20].
En España, los antecedentes más remotos de la ceremonia se constatan en todo el área levantina —Mallorca, Cataluña y Valencia—, extendiéndose luego por Castilla, Andalucía y otros lugares. A propósito de la catedral de Palma de Mallorca, se tiene constancia ininterrumpida de esta celebración desde la segunda mitad del XV, siendo perfectamente conocida en todos sus detalles, gracias al incidente con el cabildo provocado en 1691 por el obispo Pedro de Alagón y Cardona, quien intentó decretar su prohibición, en connivencia con su política rigorista de imposición de una exacta observancia del ceremonial romano en las funciones eclesiásticas de la catedral[21]. En su apelación a Roma, el cabildo elaboró un exhaustivo informe en el que se incluye una descripción completa de la ceremonia, textos y dibujos que describen la situación de los diferentes escenarios y un interesantísimo estudio gráfico de todos los elementos y personajes que intervenían en la representación, con su epicentro en el Theatrum ubi extat Jesus Crucifixus[22].
Sin duda, el gran golpe de efecto de tales dramatizaciones reside en el impacto emocional que suscita en los fieles ir descubriendo la naturaleza metamórfica de los Cristos articulados y el efecto sobrecogedor implícito por el funcionamiento de sus dispositivos, a base de golpes secos y bruscos movimientos. (Fig. 4) La visualización de la escena acrecienta la sensación escalofriante del rito y su significado como inicio del ciclo iconográfico de la Aflicción, que culmina en la sepultura. De esta manera, la manipulación del cuerpo del Crucificado en diferentes posturas por parte de los fieles termina creando en ellos la ilusión de una participación activa en el suceso histórico, en su inteligente trasposición dramatizada a la secuencia litúrgica[23]. Así las cosas, durante los siglos XIV, XV y XVI, proliferan los Crucificados de cabeza y brazos móviles unidos al cuerpo bien por juntas de rótula o esféricas cubiertas por ropa pintada, a los que solían incorporársele cabelleras de pelo natural y sondas entre la herida del costado y la espalda, de tal manera que al mover la cabeza y las extremidades la herida “sangrase” o “sudase”. Dos casos significativos al respecto vienen de la mano del Cristo de los Gascones, de la iglesia segoviana de San Justo, y el Cristo de las Claras, de Palencia.
Fig. 4. Ceremonia de la Depositio.
El primitivismo del primero, obra del siglo XIII, evidencia el temprano desarrollo de los ritos paralitúrgicos asociados a la Adoración de la Cruz[24] y la secuencia posterior del Descendimiento y Sepultura de Cristo. El segundo delata el interés de la escultura animada del XIII-XIV por el recurso plástico a los postizos orgánicos (implantes naturales de uñas de asta de vacuno, revestimiento de piel de cabritilla, cabello humano), siempre en el afán de poner en valor la visión descarnada y los aspectos más tétricos, incluso repulsivos, de las lesiones de Cristo. La intención no sería otra que explorar en estas obras destinadas a la teatralización de la Pasión las posibilidades de un expresionismo descarnado que se recrea en el rictus agónico del rostro y la profusión de heridas, laceraciones y regueros de sangre, por lo demás muy en consonancia con el proceso de definición y construcción iconográfica, a lo largo de los siglos XIV y XV, de una imagen dolorosa de Cristo Crucificado que aparece, más que nunca, como la víctima de un suplicio brutalmente cruento, asemejando su visión en la Cruz a la de un despojo deshecho y casi putrefacto[25]. Como tantas piezas similares del momento, esta obra presenta un conducto en el torso que comunica con la llaga del costado, por el que se introducía una calabaza comunicada con la herida que se llenaba de vino con el objeto de simular una sangración en el momento mismo del Descendimiento, abundando de esta manera en el realismo del acto religioso[26]. Esa misma obsesión de los agentes implicados en lograr que los Cristos articulados se comportasen como un cuerpo muerto explica que las imágenes de los siglos XIV y XV posean articulaciones en otras partes del cuerpo además de los hombros; a saber en el cuello, dedos, caderas, rodillas o tobillos, por no hablar de su fascinante carácter polimatérico.
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