En su magnífico trabajo dedicado a la morfología de estas esculturas móviles, Ruth Fernández González[27] distingue hasta seis sistemas diferentes de articulación en los hombros presentes en piezas de los siglos XVI, XVII y XVIII, demostrando la profunda investigación en materia de rudimentos técnicos apropiados, desarrollada por los artistas especializados en su hechura. En concreto, distingue los sistemas de goznes metálicos, las articulaciones de “galleta” —que parten del tórax u hombro, del brazo o en su modalidad de galleta/rótula metálica—, rótulas metálicas, articulaciones de “fosa y bola”, de sistema simple con goma interna y, por último, de bisagras axilares[28]. (figs. 5-6)
Fig. 5. Dispositivos de movimientos de un Crucificado articulado. Siglo XVI.
Fig. 6. Articulaciones con bisagras axilares en un Crucificado. Siglo XVIII.
En otro orden de cosas, no podemos olvidar el peso específico ejercido por las cofradías de la Soledad en la popularización de la Depositio en la cultura religiosa de los Siglos de Oro, al convertirla como novedad respecto a los tiempos precedentes en el verdadero preludio del rito procesional. Acogidas generalmente bajo el patrocinio de la órdenes Agustina y Carmelitana, solían ser las hermandades soleanas las que protagonizaban, cada Viernes Santo, en las grandes poblaciones, la puesta en escena del ciclo de la Aflicción. Terminados los Oficios del Viernes Santo con la Adoratio Crucis y verificada la Depositio y Sepelio del cuerpo de Cristo, todo se hallaba dispuesto para la Estación de Penitencia por las calles del lugar, ya fuese con los dos pasos acostumbrados del Santo Sepulcro y la Virgen de la Soledad, o con el concurso de otros misterios narrativos (Descendimiento) y/o alegóricos (Triunfo de la Cruz o Triunfo de la Muerte), que las corporaciones más poderosas solían integrar en sus cortejos a modo de discurso catequético dedicado a las Postrimerías y el Ciclo de la Aflicción.
Una de las piezas postridentinas más sobresalientes de este género pasa por ser el Crucificado articulado que el escultor Diego de Vega ejecutase, en 1578, para la Archicofradía de la Soledad y Santo Sepulcro, erigida en la parroquia de Santa Ana de Archidona, ya documentada en 1530 con el título de Cofradía de la Madre de Dios[29]. (Fig. 7) Al efecto, el 17 de marzo de 1578, varios hermanos de la misma, desplazados expresamente a Antequera, convinieron con el artista la ejecución de un encargo múltiple que contemplaba los efectos necesarios para el rito del Desenclavamiento y Deposición, al incluir, además de las andas procesionales y las imágenes del Cristo y la Virgen, la propia urna sepulcral y una Cruz erigida sobre un montículo esculpido[30]
Fig. 7. Diego de Vega. Cristo. 1578. Parroquia de Santa Ana. Archidona (Málaga). Es una de las más bellas realizaciones de Cristo articulado de la escultura procesional.
Con todo, ya a principios del Seiscientos, las autoridades eclesiásticas más sensibilizadas con el rigorismo postridentino se propusieron cortar de raíz algunas prácticas con imágenes móviles, permitiendo las de mayor arraigo colectivo y/o las más “inofensivas”, en cuanto menos extrañas o irreverentes. Así lo intentó, al menos, aunque infructuosamente, el cardenal-arzobispo de Sevilla, Fernando Niño de Guevara en sus Constituciones Sinodales de 1604[31].
Al unísono de tales disposiciones, algunos autómatas medievales vieron inutilizados sus dispositivos de movimientos, tal vez por considerarse demasiado “espontáneos”, propiciándose su “reeducación” barroca mediante nuevos atavíos y funciones ceremoniales. Del mismo modo, se intentó conferir una presentación iconográfica estable a determinadas piezas que el capricho y la ocurrencia de sus mentores había dotado de particulares aptitudes mutantes. Hasta tal punto fue así, que les era muy fácil desbordar el colmo transformista al poseer varios juegos de manos o, peor todavía, hasta dos rostros acoplados en una cabeza bifaz giratoria sobre un solo cuerpo. En este sentido, el encargo que el vecino de la localidad onubense de Niebla, Juan Domínguez, encomendaba, en 1578, al escultor Gaspar del Águila de una Virgen de la Soledad, “la qual imagen a de tener dos cabesas: la una por de tristeza y la otra a de ser para de alegría, de tal manera que se puedan quitar y poner en la dicha imagen”, se incluye, de pleno derecho, en la antología del disparate y entre los hitos más descabellados de la perversión barroca[32].
No obstante, fue también el espíritu barroco el encargado de imprimir a la Depositio un empaque dramatúrgico tal que, a la postre, se revelaría decisivo para procurar su pervivencia hasta nuestros días. Y ello fue, sencillamente, por la habilidad con que la religiosidad barroca supo yuxtaponer la liturgia del Viernes Santo con la paraliturgia de la Depositio, convirtiendo ambas secuencias dramáticas en un continuum, cual venía sucediendo, desde el siglo X, con las celebraciones del Domingo de Ramos. La fusión fue tan exitosa que pretender “extirpar” la segunda parte de la primera se habría convertido en una empresa muy difícil, por no decir imposible, por cuanto ambas se celebraban en el interior del templo casi como una unidad argumental, perfectamente diferenciada —y, recordemos, durante siglos autónoma por sí misma como epílogo de la propia liturgia del segundo día del Triduo Sacro— de la parte “pública” significada por la procesión.
5.EL NAZARENO Y LOS AUTÓMATAS BARROCOS
En el contexto de la cultura del Barroco, la mezcla de religiosidad y espectáculo de las celebraciones de la Semana Santa con autómatas de por medio alcanza su máxima relevancia en la teatralización de los Encuentros del Nazareno con la Virgen y San Juan, la Verónica y las Mujeres de Jerusalén, deviniendo hacia las claves de una dramaturgia netamente barroca. Al igual que acontecía con las Antífonas del Domingo de Ramos, la fuente literaria de la dramatización procesional de los Encuentros son las Actas de Pilato o Evangelio de Nicodemo. Para ser más exactos, su recensión B —parafraseada, y adaptada en tono novelesco y/o dialogado por la poesía italiana y los misterios ingleses[33]—, refiere cómo el evangelista san Juan, después de seguir durante parte del trayecto el cortejo militar que conducía a Cristo cargado con la Cruz hacia el Gólgota, corrió a dar cuenta a la Virgen de lo que sucedía, pues hasta entonces se encontraba ignorante de ello. Nada más conocer la noticia, María se encaminó a toda prisa en pos de su Hijo y, al verlo, cayó desmayada. Una vez recuperada, y en compañía siempre del joven discípulo y las Marías, prosiguió firme junto al Nazareno, acompañándolo hasta su trágico fin.[34]
Cuando la escultura procesional se dispuso a dar su propia versión de los acontecimientos, no podía hacerlo por otra vía que la que le venía brindada a través de unas fórmulas de representación, en las cuales ya no cabe hablar de inspiración, sugestión, préstamo o aproximación al lenguaje del teatro, sino que son per se teatro mismo. En refrendo de la difusión tan extraordinaria de la ceremonia del Paso, ningún testimonio resulta más elocuente que la cuantificación de los lugares que la asumieron[35]. De todas formas, nos encontramos frente a un testimonio teatral tan perfectamente definido y cerrado en sí mismo que, salvo escasas excepciones, la función se adecúa a idénticos criterios en cuantos núcleos urbanos y rurales se lleva a cabo.
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