María Laura Gambero - Salvar un corazón

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¿Es posible SANAR las heridas de un pasado todavía presente? Gimena tiene un espíritu libre y, aunque lleva consigo sus propias tristezas, lucha para que nada la detenga. Amenazas, traiciones y ecos del pasado le harán trampa en su camino al amor.
¿Podrá el perdón tender un puente hacia el futuro?

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–Un tropiezo que le valió una semana en la celda de aislamiento, según tengo entendido –agregó, displicente, recuperando por completo la actitud altiva–. ¿Cuántas van? Las reclusiones en la zona de buzones, digo. Muchas. Demasiadas en estos años, ¿no?

Mirko no respondió este último comentario. Simplemente desvió la vista y eludió la mirada de la mujer.

–Ya lo creo que han sido muchas. Pero no estoy aquí para hablar de su comportamiento –aclaró ella volviendo una vez más su atención a los papeles desplegados sobre la mesa–. Me gustaría cotejar cierta información primero para luego avanzar a lo verdaderamente importante –prosiguió con firmeza–. Su nombre es Mirko Milosevic; alias Milo o Croata. Nació en la ciudad de Rovinj, península Istría, Croacia. Un lugar bellísimo, aunque usted no haya tenido la oportunidad de conocerlo. Llegó a la República Argentina al año de vida, con su madre adoptiva, que en realidad más que madre adoptiva, podríamos llamarla usurpadora ya que lo sacó ilegalmente de Croacia, porque no hay un solo documento que indique que usted fue legalmente adoptado, o que su madre biológica muriera. ¿Nunca lo investigó? Tal vez usted es solo un chico robado; uno más de tantos.

La mujer bajó la vista buscando cotejar la información, y luego volvió a alzarla para estudiar al recluso una vez más. Él la miraba con odio helado; ahora sí había despertado su atención y su animosidad. Milosevic era un hombre peligrosamente apuesto, su encanto y sensualidad no pasaban desapercibidos para nadie, mucho menos para una mujer; ella lo comprendía. Podía sentir la atracción que generaba; el poder oscuro que su cuerpo emanaba. Lo había apreciado desde el instante en que puso un pie dentro de esa sala de reuniones; era difícil desentenderse de su magnetismo. Volvió su atención a los papeles.

–Prosigamos. Tiene un expediente interesante, Milosevic –dijo recobrando la postura fría y distante–. Aquí tengo todos sus antecedentes. Una verdadera joyita. Solo por recordarlo: a los doce tuvo su primera visita a una comisaría. Lo detuvieron por disturbios en la vía pública y posesión de droga. Empezó de chico, por lo que veo. A los catorce dejó la escuela, y volvieron a detenerlo al poco tiempo; otra vez por posesión. Pasó seis meses en un reformatorio del que se escapó. Lo atraparon un mes más tarde y esto le valió seis meses más a la sombra.

La mujer hizo una pausa y cotejó ciertos datos. Por sobre el marco de los lentes, clavó la mirada en el rostro de Mirko, que ahora tenía la vista fija en ella. Garrido sintió su desprecio y se recordó andar con cuidado.

–¡Qué vida de mierda, Milosevic! Te la has pasado entrando y saliendo de los penales –sentenció, pasando deliberadamente al tuteo–. Lamento lo de Soraya. Por lo que dice aquí, cuando finalmente dejaste del reformatorio, ella había muerto. Nadie se tomó la molestia de avisarte que ya nada quedaba. Tenías dieciocho años. Ahora entiendo por qué a partir de ese momento comenzó tu maratónica carrera. Aunque tengo que reconocer que te fuiste puliendo, terminaste como todos los de tu condición, cambiando reformatorio por penales; preso por tu adicción.

Esta vez la fiscal lo miró directo a los ojos, y eso en parte la debilitó. En esta ocasión, Mirko detectó cierta conmiseración. Lo percibió primero y lo notó después. Esa mujer tan elegante y dueña de sí había tambaleado. Displicente y soberbio, bajó lentamente la vista hacia sus senos y una ceja se alzó jactanciosa al tiempo que sonreía, reconociendo el efecto que podría tener sobre ella.

–¿De qué se trata todo esto? –dijo inclinándose levemente sobre el escritorio para acercar su rostro al de la mujer que lo interrogaba.

–Aquí las preguntas las hago yo, Milosevic –respondió sin poder apartar la mirada de esos ojos cautivantes y luminosos que la envolvieron–. Estoy en condiciones de hacerle una propuesta que puede interesarle –agregó, volviendo al trato inicial.

–¿Busca diversión a cambio de reducirme la condena? –susurró con una voz tan sensual como desafiante.

Una carcajada quebró el clima, pero no amedrentó a Mirko, que creía haber encontrado una veta en la rígida armadura de la mujer. Tomó nota mental de su talón de Aquiles.

–Mucho le gustaría a usted, ¿no? –replicó ella sosteniéndole la mirada–. Reconozco que la suya es una propuesta tentadora –agregó dispensándole una sonrisa ancha y arrebatadora–. Otro día, si quiere, jugamos un poquito a eso –continuó–. Ahora volvamos a lo verdaderamente importante.

Bajó la vista hacia una segunda carpeta y la abrió. Con rapidez colocó cinco fotografías delante de Mirko y sonrió. En todas aparecía él rodeado de muchas de las personas que meses atrás había negado conocer. Gente de la noche de dudosa reputación; personajes asociados al tráfico de drogas y de personas. Todos amigos de Candado, el traficante a quien le debía su situación actual. Mirko se arrellanó en su duro asiento; ese era el mundo del que no sabía cómo despegarse.

–Es usted un hombre con muchos contactos, señor Milosevic –prosiguió Garrido, volviendo a estudiar la información con la que contaba–. Por otra parte, tengo entendido que durante estos cinco años aprovechó para superarse –destacó alzando la vista para ver su reacción–. Sé que terminó sus estudios secundarios y tomó varios cursos; eso está muy bien –continuó, bajando la vista a la ficha que tenía frente a sus ojos–. Veo que le interesa la fotografía. Genial. Habla de una persona que busca regenerarse, que busca progresar –Garrido alzó la vista y estudió al recluso con cuidadosa intención–. ¿Quiere sinceramente darle un sentido a su vida? ¿Está dispuesto a hacer el esfuerzo? –continuó enfatizando cada una de las preguntas. Hizo una pequeña pausa mientras evaluaba otros documentos–. Porque si bien usted ha cometido muchos delitos, creo comprender que mayormente fue empujado por su adicción. No me parece que sea un hombre violento. No hay un solo registro de agresión física, pero sabe defenderse –hizo una pausa un poco más prolongada que la anterior–. ¿Le gustaría salir de aquí y entrar en un programa de reinserción laboral? –deslizó con suavidad.

Mirko no respondió. La propuesta era por demás tentadora, pero él hacía rato que había descubierto que nada era gratis en esta vida, de modo que permaneció expectante a las siguientes palabras de la fiscal.

Deliberadamente, interrumpiendo los pensamientos de Mirko, Garrido colocó dos fotografías más delante de él. Lo miró con suficiencia y aguardó permitiendo que las contemplara. En una de ellas, Mirko reía despreocupadamente junto a un reconocido traficante, Patricio Coronel, exsocio de Candado; en la otra se lo mostraba inclinado sobre una línea blanca.

–¿La extraña? –deslizó la mujer con malevolencia–. Imagino que sí; no debe haber de esta por aquí, ¿verdad?

No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación. En un abrir y cerrar de ojos se sintió entre la espada y la pared. Las pruebas que esa mujer tenía eran tan incriminatorias que bien podían aumentar su condena. La expresión del rostro de Mirko se tensó y las palmas de sus manos se humedecieron.

–¿Qué quiere? –ladró, rabioso. Sentía la cuerda que se ajustaba en torno a su cuello. Estaba en manos de esa mujer.

–Parece que nos vamos entendiendo –dijo Garrido con suficiencia–. Como bien decía, creo que tiene posibilidades. Colaborar conmigo puede ser un buen comienzo –afirmó convencida–. Sería muy sensato de su parte que lo considerara.

Mirko sacudió la cabeza sin poder creer lo que acababa de escuchar. Era una locura, un suicidio. Todo el mundo sabía que trabajar para la Fiscalía, la Policía o la Secretaría de Lucha contra el Narcotráfico era colocarse un blanco en medio de la frente. No era estúpido. También sabía que la fiscal no tenía el poder de reducirle la condena por el solo hecho de ponerse bajo sus órdenes.

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