Desde una postura existencialista las decisiones son el lugar donde se fragua y se juega nuestra libertad, pero son más aún una expresión de la condición humana, en cuanto nos ponen de frente al sentido trágico de la vida: la vida como constante paradoja. Las decisiones son una expresión de la vida que se extiende agónicamente en la lucha entre el sentimiento y el entendimiento. Y esta tensión entre razón y locura, a la vez, constituye una unidad vital tal como los expresara Miguel de Unamuno en su obra La vida del Quijote y Sancho (2000).
El esfuerzo existencialista constituyó una expresión de humanismo por cuanto rechazó el racionalismo cartesiano que se afianzaba a realidades meramente racionales dejando de lado otras realidades vitales. Entonces, desde el humanismo existencialista, el acto de decidir es más que una realidad racional, una realidad vital de carácter ineludible. Sin embargo, esta visión no se salvó de ser concebida dentro de un marco trágico: el hecho de estar condenado a decidir.
Esta visión quizá pueda ser superada por otra, que es la de concebir la decisión como un acto creativo que es capaz de reinventar el mundo cada vez que este aparece ante los propios ojos. Decidir es ineludible y, por lo tanto, ser cocreador de la realidad también lo es. Lo anterior nos permite plantearnos un giro en la forma de afrontar la libertad para ser creadores. Reconocer que todos somos potencialmente creativos como lo argumentan John Briggs y David Peat en Las siete leyes del caos y poder romper con el mito de que la creatividad es tan solo un don concedido a unos pocos (Briggs y Peat, 1999, pp. 16-17). Si asumimos que la elección, la vida que se da en las decisiones simples y cotidianas es la expresión más sencilla de nuestra comunicación constante con lo vivo, podemos asumir que la recreación de la realidad es un hecho.
El sujeto que se constituye a partir de la actitud creadora no es el relojero que busca manipular el mundo-máquina hasta ser engullido por él, ni es el sujeto que contempla la capacidad de elegir como el marco trágico de su destino; por el contrario, es el sujeto que se recrea en comunicación transformadora con la realidad cuando en la más cotidiana o trascendental de sus elecciones es consciente de que está provocando una particularidad que se inscribe necesariamente en una universalidad que, como especie humana, compartimos.
Nuestra naturaleza de “lo racional” se manifiesta mediante los esfuerzos por dominar el tiempo (estadísticas, predicciones, etc.) pero “lo emocional” —como fundamento no racional de lo racional— surge del lugar que le demos a la intuición, la imaginación, la creatividad y la espiritualidad en libertad.
Sujeto, comunicación y ruptura paradigmática
Imágenes en la que “nada se descubre”
Quisiéramos tomar como punto de partida tres imágenes, arriesgando a decir que como seres humanos respondemos a determinados “espíritus de época” que podrían representarse en algunas imágenes. Podría tratarse de una generalización atrevida, pero entiéndase que nuestra intención no es dar ningún mensaje moralizador sobre lo que deberíamos ser como humanidad; sino simplemente compartir el resultado de una contemplación ante tres obras artísticas.
El atrevimiento es decir que una imagen puede ser el punto que contiene una totalidad; es decir, el lugar parcial que contiene al todo. El rincón desde el cual se puede ver el holograma que lo contiene. No obstante, cada una de estas imágenes va a representar tres formas de ver el mundo y tres formas de vernos a nosotros mismos. La selección de las obras es una arbitrariedad que ojalá pudiera convertirse en una intuición, por la manera como poderosamente nos llama la atención su poder evocativo: La creación de Adán de Miguel Ángel realizada en 1511, la escultura conocida como Le penseur (El pensador) realizada por Auguste Rodin en 1880, y la primera foto de la Tierra tomada desde la Luna en 1969 por la expedición Apolo 11.
Cada una de estas tres imágenes puede representar tanto una época entera como un determinado tipo de sujeto. Sin embargo, para nosotros representa además al sujeto que lo mira. Ese es el paso que, de acuerdo con el paradigma holográfico (Wilber, 1992), podemos dar hacia dentro de una nueva forma de concebir nuestro poder de mirar. Al ver la obra, no solo la recreamos o le damos sentido, sino que también al verla nos contemplamos en ella: es pues una experiencia estética holográfica.
En los principios sobre la apreciación del arte nos enseñaron a distinguir entre la recepción y la percepción. La percepción era ese momento segundo en el cual la voluntad y la conciencia reconstruyen la obra que nuestro ojo ha captado. Sin embargo, algo queda faltando cuando desde una postura holística percibimos que nuestro ojo no es simplemente la versión primigenia de un telescopio o de una cámara, sino que constituye la orilla de la conciencia. En nuestro ojo se encuentra esa tela casi imperceptible mediante la cual podemos autoafirmarnos como sujeto en unión con la realidad. No habría algo así como un “universo exterior” que sea resignificado por nuestro “universo interior”, sino que se trata de un movimiento, un equilibrio dinámico entre aquello que es percibido y nos percibe. Religamos con lo existente a través de la mirada.
Una mirada intencionada sobre una obra de arte es un acto decisivo de creación. Un acto que performa{1} la realidad mediante nuestra conciencia de cocreadores de eso que llamamos realidad. Es decir, el conocimiento es un acto de creación y, por lo tanto, no se percibe (pasivamente) por medio de los sentidos, ni de la comunicación sino que es construido activamente por el sujeto en su experiencia consigo mismo y con otros.
La afirmación radical “nada se descubre” no versa como una forma de verdad que pide dogma, sino que pretende ser una postulación que permita comprendernos no como descubridores de las verdades del universo, sino como sujetos que se hacen a sí mismos en cuanto son capaces de adaptarse a la organización de nuestro propio mundo experiencial. Decimos esto porque el afán de ser “descubridor” es la maximización del sujeto observador. La posición del observador dentro del paradigma mecanicista es la de llegar a descubrir un misterio. De esta manera, el sujeto del paradigma mecanicista se considera descubridor de la luz o de un continente, de la cura para las enfermedades o de la dinamita. El “descubridor” que aplica el método —entiéndase “una aproximación a lo que otros hacen de forma parecida”— puede ser considerado científico. Esa es la herencia del espíritu cartesiano: pensar está bien, siempre que sea con método, de lo que deviene que hay métodos para descubrir cosas que es indispensable que un científico conozca.
Este fundamento metodológico derivado del cartesianismo (la ignorancia del sujeto/observador y todo su contexto a fin de lograr neutralidad) como base de la ciencia moderna constituye en realidad una opción metafísica por el orden. Supone que existe una realidad ontológica objetiva que puede ser conocida, que está por fuera del sujeto y que, si se aborda con rigurosidad metodológica, puede provocar un conocimiento objetivo (entiéndase desprovisto de valores, ideología, contexto, voluntad, etc.).
La superación de este espíritu cartesiano no se da por su negación, sino por el desarrollo de otro tipo de razonamiento que integre los aportes de la racionalidad moderna. Dado que no se puede descartar a Descartes, pues aquello contribuiría a una especie de neoscurantismo new age; de lo que se trata es de participar activamente en la emergencia de un razonamiento holográfico; es decir, de lo que Ken Dychtwald llamaría “una curiosa mezcla de deducción, inducción, intuición, sensación e introspección” (1992, p. 147). Esta curiosa mezcla tiene lugar en la comunicación.
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