El mundo máquina y el lugar de la comunicación
Vivimos emocionados y pensando.
Laura Esquivel, El libro de las emociones
En un diálogo con el pedagogo Francisco Gutiérrez, nos emergió la pregunta que ponemos a modo de subtítulo al palabrear sobre la posibilidad de “crear realidades” desde nuestra experiencia. ¿Esta realidad que conocemos es un asunto personal o existe como hecho objetivo? ¿Se trata de conformar nuestra realidad a la idea o viceversa, tal como en los debates de la filosofía del siglo XVIII? ¿Se trata de aceptar con desparpajo que lo que yo pienso sobre la realidad lo performa de manera que soy, sin más, un sujeto creador? ¿En el caso de que esto último sea verdad, constituiría plenamente un acto racional y como tal válido?
En nuestros actos cotidianos se juega nuestra razón, nuestra forma de ver la vida, los valores que profesamos, las emociones que experimentamos, las explicaciones de la realidad que construimos; en fin, en lo cotidiano nos va la vida. ¿Acaso las decisiones cotidianas más simples no nos envuelven totalmente? ¿Será posible pensar o sentir que la elección constante no constituye la expresión más radical de nuestra humanidad? ¿No es en la decisión en la que nos jugamos la libertad que aseguramos es el tesoro más preciado de nuestra conciencia como individuos, como sociedad y como especie?
Por eso quisiéramos atrevernos a dar el paso por preguntarnos cómo nos educaron en torno a la elección. Y es que para mí, como para todos los que pasamos por la escuela, nos dijeron una vez que en la vida se trata de “usar la cabeza” a la hora de vivir. Esta expresión “usar la cabeza”, transmitida culturalmente, sabemos que en su uso hace referencia a que apliquemos “toda la razón de la que somos capaces” a la hora de elegir. Así se siembra en nosotros un ethos que reproducimos en torno a la justicia ciega que una razón abstracta y universal aplicará sobre nosotros si, poniendo en suspenso las emociones, las intuiciones, etc., hacemos la elección más racional.
Quizá sea conveniente decir que “la razón” no existe en la acción humana, sino mediante una racionalidad. La racionalidad es la forma de ordenar la razón en los procesos humanos sean en el ámbito de la ciencia, la cultura, lo político o lo emocional. Esta consideración significa ir más allá de la unidimensionalidad de la razón que Marcuse (1984) criticó en los años sesenta como un reduccionismo de “la razón” a su aspecto instrumental.
Por supuesto, sin racionalidad no sería posible la interacción humana o la configuración de los escenarios donde nos hacemos humanos. Sin racionalidad no habría posibilidad de elección; sin embargo, cuando nos enfrentamos a esos pequeños o grandes asuntos en los que nos hacemos personas —es decir, cuando ponemos en juego nuestros criterios, valores o actitudes— podemos caer en una división inútil entre nuestro interior —nótese que decir: “en nuestro interior” ya supone una primera división con el exterior— para poder realizar “elecciones racionales”. Aquí un rezago del dualismo cartesiano, ese divorcio entre cuerpo y mente que constituyó una base epistemológica de los inicios de la modernidad desde el siglo XVII.
Descartes y su exaltación a la razón están tan presentes en nuestras formas cotidianas de comunicarnos, porque estas son el espacio donde la ética es más ética que nunca, justamente porque no se habla expresamente de ella. En la comunicación, la ética es praxis. En cualquier escenario de decisión en el que estamos en relación con otro/a podría ser considerada como aceptable (digna de aprobación); la decisión que a juicio de los otros y de mí mismo aparezca como más racional. En este escenario sencillo de decisión pareciera ser que aquello sobre lo cual elegimos es algo diferente del sujeto que decide. Un rezago más del sujeto cartesiano-newtoniano: alguien que decide “sobre algo” que es diferente de él.
La física cuántica, al disolver la diferenciación entre “sujeto que observa” (podríamos decir “sujeto que decide”), y “objeto observado” (aquel o aquello “acerca de lo que se decide”) nos pone de cara a otra realidad: aquella que nos permite decir que toda decisión sobre algo es a la vez decisión sobre nosotros mismos.
Aunque el psicoanálisis freudiano nos haya abierto los ojos a la imposibilidad de lo absolutamente racional de nuestras decisiones, el autoengaño de “podemos ser totalmente racionales” a la hora de decidir sigue estando presente al menos como lo deseable en el discurso ético de nuestra cotidianidad.
Este sujeto capaz de decisiones meramente racionales es “el hombre” que resulta de la filosofía de Descartes y Bacon y de la física de Newton, para quienes el mundo, que llamarán “naturaleza” puede ser concebido como un reloj. De este “hombre” y de esa forma de ver “el mundo” queremos hablar a continuación.
El relojero de la naturaleza
La razón es el elemento vital que permite conocer cuándo el sujeto, aquel construido desde la tríada Descartes-Bacon-Newton, es capaz de dominar la naturaleza, de someterla y de transformarla. Para Descartes-Bacon-Newton, la razón se aplica a la naturaleza con el propósito de transformarla y ponerla a disposición del “hombre”. Esto exalta el espíritu y nos permite dar cuenta de la perfección humana que es capaz de “medir” todo lo que le rodea. Siendo la razón lo más puro del espíritu humano —en cuanto que en su uso radica toda la certeza de nuestra condición de existencia [cogito ergo sum]— permite que emerja “el hombre” como aquel en cuya razón las cosas encuentran una explicación, una demostración. Por lo tanto, el hombre es el centro del mundo que trasciende el oscurantismo de la Edad Media —en la formulación eurocéntrica que va desde la Ilustración [la Aufklarung de Immanuel Kant] hasta “los pueblos sin historia” de Hegel.
Si mediante un método que permite descubrir las “leyes científicas” universales podemos erradicar la centralidad del dogma para proclamar la centralidad del “hombre”, se instaura un antropocentrismo que será la base de una concepción del mundo en la que, así como el movimiento de los planetas puede ser predecible, la vida humana lo puede ser también.
Nos preocupa entonces descubrir cómo la visión mecanicista de la vida crea la metáfora del mundo-máquina. Si el mundo es una máquina quiere decir entonces que podemos determinar su funcionamiento y concebirlo como una suma de muchas partes que operan como las piezas de un reloj. Aquí, “el hombre” es aquel que utiliza su razón para descubrir ese funcionamiento, es decir, un relojero brillante que conoce el funcionamiento de una creación del propio hombre.
El sujeto iniciado por Descartes-Bacon-Newton encuentra su razón de ser en cuanto “cultiva su espíritu” (en lenguaje cartesiano) al ser capaz de dominar dicha máquina mediante el análisis de sus partes. Pero más importante aún es indicar que el ser humano depende de la máquina a un punto tal que solo mediante la imposición de su razón sobre ella encuentra sentido. Dicho de otro modo: el hombre es el centro de la máquina y la razón instrumental es el centro del hombre. Sin voluntad de someter la naturaleza, el hombre pierde el sentido de su existencia porque esa es la finalidad que debe tener la razón que lo hace “hombre”. No hay relojero sin reloj.
El sujeto de Descartes-Bacon-Newton solo puede aparecer como dominador. Únicamente siendo amo de la naturaleza (de lo material) es posible “ser hombre”. No se puede “ser hombre” si no se piensa “para algo” (someter la naturaleza) porque solo ahí se puede “cultivar el espíritu”. Es la razón instrumental que va de la mano del cartesianismo. El dualismo cartesiano está en eso: el espíritu domina la naturaleza, la mente domina el cuerpo, la razón domina el mundo de lo material: he aquí el ímpetu teleológico de la historia humana.
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