Entraba ahora en el salón tras haber escuchado mis torpes acordes, se acercaba por detrás, casi me tocaba el pelo. He soñado muchas veces con esta habitación, dije sin volverme a mirarlo. El escritor puso su mano caliente sobre mi nuca y dijo: Por eso estabas llorando la primera vez que te vi.
Quise irme. No insistió, sólo pidió que volviera al día siguiente. Me aupé para darle un beso en la mejilla, antes de salir acaricié al perro, que había sabido ignorarme, y con mi bicicleta seguí el camino de regreso a Tarsis en dirección contraria al pantano, que fue quedando cada vez más lejos.
Si hoy volviera a recorrer el carril que lleva a la casa no sé bien qué me gustaría encontrar. Puede que esté habitada por una familia y se oigan voces de niñas que juegan bajo el mismo emparrado. Puede que otras personas ajenas a nosotros hayan recuperado la Mansión del letargo de siglos que el escritor no quiso interrumpir, desgarrando la red que empezamos a tejer esa mañana de junio. Es posible que tengan televisores, teléfonos, un ordenador, dos coches, un microondas, y hayan sustituido el fregadero de barro con puertas de madera a sus pies por un mueble moderno. Pero yo quisiera las ruinas con todos sus fantasmas habitándolas porque eso querría decir que su luminosidad no ha muerto como han muerto ya mis días brillantes, aplastados bajo la grisura de esta vida tan alejada de la adolescente que todavía se retuerce dentro.
Quisiera ver las celosías corrompidas, las columnas de los porches avejentadas y aun así sosteniendo todavía la orilla del tejado que comienza a querer derrumbarse de nuevo, como lo estaba cuando yo era niña, antes de que él me salvase la casa.
Me gustaría mirar cómo las plantas que sembró asfixian la fachada, la marquesina, las ventanas interminables, mientras crecen alrededor las malas hierbas y pasta alguna vaca en las dehesas pobres de Tarsis. Un caos de hiedras, jazmines, madreselvas y parras silvestres devoraría la piedra que fue testigo del juego que ese día comenzamos, intentando seguir el rastro del poder un siglo atrás, detenernos en sus ramificaciones, intuir su naturaleza ubicua, sin saber yo todavía que en cada uno de nosotros podía haber una compañía británica en pleno proceso expansivo, capaz de avasallar territorios ajenos y desencadenar un poder fabuloso a su alrededor.
No sé qué encontraré pero quisiera las ruinas con el hombre danzando entre su luz y su sombra, tomando lentamente entre sus brazos la cintura blanca de Kristina Lomholt.
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