Rosario Izquierdo - Lejana y rosa

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La larga explotación minera por parte de una compañía británica en un pueblo del sur despierta la imaginación adolescente de Carmela Estévez, en contacto con un escritor comunista en la España inmediatamente posterior a Franco. Lo recuerda veinte años más tarde, en 1999, cuando la propia Carmela y el país parecen estar buscando todavía su identidad. Las décadas de los veinte, los setenta y los noventa se cruzan en las voces femeninas que transmiten la historia y sus hechos, sucedidos durante casi un siglo junto a la mina de cobre más productiva de Europa. El descubrimiento del sexo, la muerte y la política tiene lugar dentro de un triángulo sentimental que rompe espontáneamente las convenciones. Desde una lejanía de tiempos y de espacios, todo se funde con el paisaje áspero de la mina, dando lugar a un rosa más bien abstracto y sucio, sobre cuyo fondo los personajes habrán de asumir, inquietos, los cambios y las transiciones.

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Quiso llevarme a casa en la moto. Yo preferí marcharme sola, dando un paseo. Me acompañó hasta la garita de arriba, donde volvimos a besarnos. No nos dimos cuenta de que un coche salía muy lentamente del Barrio Inglés hasta que sus luces nos enfocaron, se detuvieron en la señal de «stop» que había junto a la garita y entonces el conductor nos miró y nosotros, abrazados todavía, lo miramos a él, que pareció querer decir algo pero se limitó a saludar con un movimiento de cabeza antes de seguir su camino.

El escritor vendría de cenar en el Club con su amigo el director, y ahora se disponía a cruzar primero el pueblo de Tarsis y más tarde el campo, a través de esos carriles que yo conocía bien.

La prenda

Me gustaba imaginar los vestidos que usaban Kristina Lomholt y las británicas, aquellas telas de buena calidad que mi abuela describía con admiración, los linos, el algodón, la lana y las sedas claras destacando en el entorno rojizo y polvoriento que rodeaba la pequeña colina sobre la que se había edificado el Barrio Inglés y moviéndose entre los jardines cada vez más frondosos de sus casas, su capilla y su club, ese mundo ensimismado que había del muro para adentro, cuyas pulcras mujeres poco tenían en común con las mineras que, a pocos kilómetros, sobrevivían en casas miserables con muchas bocas que alimentar mientras admiraban los cuerpos bien cuidados y ociosos de las inglesas cubiertos con tejidos inaccesibles. No sería fácil arañar unas monedas del presupuesto para poder comprar tela con la que hacerse un vestido.

Lo más que había aquí entonces era un percal basto, muy tieso, decía doña Concha.

Una mujer extranjera pasea a caballo, erguida, protegiendo del sol con un sombrero su cutis blanco. Lleva chaqueta clara, pantalón y botas de montar. Suele recorrer el campo pero algunas veces se interna en el pueblo, seguida por niños y niñas que le piden money y son amonestados por sus madres y sus hermanas mayores. Las mujeres dejan de acarrear cubos de agua hasta que la pálida amazona, después de saludarlas, se aleja con prudencia.

Yo había sacado de imágenes como ésa mis propias conclusiones, pero compartía la fascinación que las ropas de las mujeres británicas causaron tiempo atrás en las mineras. Los ojos de niña de mi abuela habían retenido pequeños detalles que ella rescataba ahora para mí: las faldas plisadas, los cuerpos entallados o rectos, casi sin cintura, cayendo por debajo de rodillas envueltas en medias suaves y transparentes; sombrillas de encaje y limpios zapatos de tacón cuadrado, tacones ajenos al polvo de Tarsis.

Gorritos de fieltro, pamelas de seda, sombreros para el invierno y para el verano, y muchos botones, a veces forrados de la misma tela que los vestidos, que cierran los cuellos o el vuelo de las mangas y en su brevedad hablan de un país diferente, poderoso.

La noche que mi abuela sacó de su armario la prenda de ropa blanca —así llamaba ella a la ropa interior— heredada de su tía y que ésta había heredado de su señora, disfruté con poder olerla y tocarla, buscando en su rastro de alcanfor mensajes que pudieran haber permanecido allí a lo largo de más de sesenta años. Mi nariz se hundió en su blancura amarilleada por el tiempo, hasta que la voz seca de doña Concha, quebrada por un arranque de generosidad, dijo que podía usarla, si tanto me gustaba.

Era una blusa blanca de tela de algodón duro y bien cosido, con escote rectangular ribeteado de puntillas y mangas bombachas muy cortas, recogidas en un pequeño volante igual al del elástico que la ceñía a la cintura, donde terminaba. Cerrada en su parte delantera por botones de carey muy pequeños que quedaban ocultos, entallaba el pecho con pequeñas tablas o jaretitas, como las llamaba mi abuela. Me sorprendió mucho que la usaran bajo la ropa y comencé a ponérmela para salir, con pantalones vaqueros, para espanto de doña Concha. Mi madre y ella pusieron como condición que había de llevarla siempre bien limpia y mejor planchada, y se ocuparon de que lo cumpliera.

Con esa blusa oliendo a limpio encima de un bikini negro, y mis Lee viejos y sucios cortados a la altura de las ingles, monté en la bicicleta una de las primeras mañanas de julio y sin avisar a nadie regresé al pantano. Había metido una toalla en la mochila porque mi intención era darme un baño allí, pero cuando estaba cerca de la Mansión comprobé que había vuelto a olvidar el agua.

Creía que el escritor no estaría en la casa. Un hombre como él debía de tener lugares mejores que Tarsis para pasar el verano. Macarena me había contado que estaba preparando una novela ambientada aquí en los años veinte, los años de Kristina Lomholt. Pensar en la existencia de ese texto me inquietaba, aunque no había llegado a fabular siquiera con la posibilidad de acceder a sus notas y párrafos. A quien deseaba tener acceso era a él, porque las veces que nos habíamos visto, incluida la noche del abrazo con Julián junto a la garita del Barrio Inglés, siempre me había quedado con ganas de haber dicho algo necesario o escuchado algo que él intentaba decir. Al parar en una sombra para tomar aliento notaba el bikini húmedo, pero no me quité la blusa sino que seguí pedaleando cuesta arriba por el carril, en dirección a los primeros eucaliptos que ocultaban la visión completa de la casa. Veía el tejado rojizo cada vez más cerca, y a medida que avanzaba se me iban desvelando los distintos detalles de la fachada entre la vegetación.

No dudé en desviarme hasta la cancela, que estaba cerrada. Un gran pastor alemán me anunció con sus ladridos. Yo esperaba a Dolores. Vino a abrir el escritor. Me gustó ver avanzar su corpulencia por el corredor de las palmeras, al mediodía un oasis frente al valle polvoriento y seco. Me gustó verlo en la antesala de la casa que él había rescatado del tiempo para mí, y cómo se acercaba reconociéndome sin gestos de sorpresa, como si yo no estuviera haciendo otra cosa que acudir a una cita pendiente.

Estaba despeinado y sudoroso, con una vieja camisa de hilo gris que caía arrugada sobre unos pantalones desgastados del mismo tejido. Sus pies grandes se colaban con desgana en unas zapatillas de esparto manchadas de tierra. Me miraba de arriba abajo, reprimiendo una sonrisa. Hola, Carmela, dijo con voz lenta y grave mientras abría las hojas de la cancela y el perro me olía inquieto. Tranquila, ¡quieto, León!

Después se hizo cargo de mi bicicleta, que dejó aparcada en la sombra del porche.

León y yo le seguimos en silencio.

Ahora sé que acudí a él con una espontaneidad que ya no tengo, sin analizar el porqué ni las posibles consecuencias. Como si me hubiera adivinado antes de que yo misma supiera mis razones, no hizo gestos de extrañeza ante mi visita. Me apresuré en aclarar que había parado sólo para beber, pensando que estaría allí Dolores, como la vez anterior. Él pidió que lo siguiera hasta la cocina, donde apuré el vaso de un trago ansioso y mal calculado que mojó la blusa, para luego pedir más.

Me gusta que hayas venido, dice, no tienes que preocuparte ni que dar explicaciones, tenía ganas de hablar contigo desde el día de la fiesta del instituto. Me disculpo por lo que pasó. Comienza a reír con ganas ante mi cara roja y, cuando hago ademán de marcharme, me invita a que me siente con él bajo la parra trasera, en una de las cuatro sillas de madera, grandes y desgastadas, con cojines amarillos. Ningún mueble de la casa es nuevo, me pregunto dónde los habrá conseguido. Parecen herencias familiares. Lo cierto es que son pocos, justo los necesarios, y han sido dispuestos sin intención de decorar. Encima de la mesa maciza de madera hay papeles blancos, papeles escritos y papeles sucios, libros abiertos bocabajo y cerrados bocarriba, sobres con matasellos extranjeros, un lapicero lleno de plumas y bolígrafos, un vaso de cerveza por la mitad. El verano se estira ante nosotros con un desorden de escritorio improvisado.

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