Sebastián Bermúdez Zamudio - El garrochista

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Francisco Tudó, un garrochista de Setenil que, llevado por la venganza, decide formar parte del primer Ejército de Andalucía para hacer frente a las tropas de Napoleón que llegan por Despeñaperros. Junto a su fiel e inseparable caballo Zerrojo, vive mil aventuras, conoce a personajes emblemáticos, y las dichas y desdichas formarán parte de su largo camino.Una novela de ficción dentro de la realidad de la Guerra de Independencia española que llevará a Francisco a un viaje marcado por el amor, la amistad y la crueldad de la batalla. ¿Volverá a casa de nuevo?

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—No sabes cuánto te agradezco el disfrute amigo —le dije al oído.

El relincho pareció un “igualmente” en ese momento, los dos éramos conscientes de nuestra fortuna, de pertenecer el uno al otro, en esos momentos tan determinantes apreciábamos el crecer juntos, los entrenamientos en el Tejarejo y las confidencias que le contaba.

—¡Magnifico Paco! Ha sido precioso, jamás pensé que llegara a emocionarme ante una cacería, ¡dos lanzas! Dos… no sé cómo describirlo.

—No te canses pensándolo amigo, yo me he fijado también —le contesté riendo.

Cargamos el jabalí en el caballo de José y volvimos hasta el castillo andando, José estaba exaltado por la cacería, alabando la faena realizada por Zerrojo y el buen atino con la lanza. Cuando nos encontrábamos cerca vimos pasar a poca distancia al jerezano, lanza en ristre tras el jabalí. Su compañero le seguía dos hileras de olivos más arriba, cercando la salida y buscando llevarlo hasta un lugar donde pudieran lancearlo sin la dificultad de los olivos.

—Ahora entiendo tu obsesión con la izquierda, buscabas el claro para acosar y derribar al jabalí, por eso insististe en llevarlo a ese lado. Sin embargo no comprendo cuándo supiste que este rellano se encontraba aquí, ¿cuándo lo viste Paco? —me preguntó curioso José.

—Ayer cuando llegaba, antes de bajar hasta el castillo observé toda la zona para asegurarme de la situación donde este se encontraba en la hondonada, llamó mi atención el altozano de piedras pero sin saber lo ventajoso que nos vendría esta mañana.

—Eres muy observador Paco, y precavido, buenas dotes en un soldado, llegarás lejos amigo. Me alegra que estés con nosotros aun a sabiendas de lo que decida el general Castaños.

—Un amigo me aconsejó que ningún camino es el ideal si no tienes donde dar la vuelta para elegir otro.

—Buen consejo, es bueno disponer de una escapatoria antes de meterte en una encerrona. Tal vez todos deberíamos de tener en cuenta ese detalle, incluso en el devenir diario.

—Tal vez José, tal vez.

Los “olés” y los aplausos se prodigaron a lo largo de todo el castillo, algunos de los compañeros que se encontraba en el patio salieron para recibirnos como triunfadores y, sobre todo, agradecernos ese suculento manjar del que dispondríamos esta tarde noche a la llegada a Utrera. Los rivales de la puja llegaron con las manos vacías, con semblante serio y cara de pocos amigos, desmontaron y se acercaron hasta nosotros, sin estrecharnos las manos al menos para felicitarnos, andando con aires de encontrarse ante dos suertudos, desprestigiando lo que había sido una disputa entre iguales.

—Si le pones precio a ese caballo tal vez te lo compre, él ha decantado el lanceo —me dijo bravamente uno de ellos.

—Orgulloso estoy de ello, para eso está entrenado, para ganar —le contesté.

—Te he dicho que le pongas precio muchacho y así lo tratamos —insistió el valiente jerezano.

—No hay oro en Andalucía para tasar su valor.

—¿Acaso me quieres insinuar algo? —me dijo mientras me ponía la mano en el pecho.

—Le digo que no tiene valor para mí, al no tener valor no puedo darle ninguno.

—Pues entonces te daré un real, y ya le pongo yo valor.

Lo comentó mientras sacaba un real del bolsillo y me lo arrojaba a los pies, provocando un silencio entre los hombres que nos rodeaban, expectantes de ganas por presenciar una trifulca.

—Pregunte al caballo si quiere ir con alguien que lo valora por un real, si le contesta y todos lo escuchamos pues suyo será —le dije en tono sarcástico.

Contesté de esa manera la fanfarronería, con ironía, sin pretender insultar a mi oponente, pero nada bien le sentó lo dicho y se acercó hasta el caballo tomándolo del cabezal y agitando fuertemente su cabeza mientras le preguntaba a voz alta.

—¿Acaso prefieres quedarte con este muerto de hambre? ¿Quieres venirte conmigo caballo?

Forzó de nuevo la cabeza del caballo arriba y abajo sujetando el cabezal con mala intención. Fue suficiente, me dio el motivo que esperaba ansioso.

—¡Suéltelo!

—¿Cómo?

No le apuró a terminar cuando le llegó la primera bofetada a mano abierta a la cara, la segunda se la llevo mientras se arrepentía de haber iniciado la discusión y la tercera se la di cuando se encontraba de rodillas. Tendido sobre el suelo pidió que parara y así hice, no obstante, antes de parar le lancé una patada en la boca que le dejó con dos dientes menos y con un buen chorro de sangre en la boca y la nariz.

—Esta ha sido por Zerrojo, que me dice que coja su real y lo utilice para comprar educación.

Los asistentes ratificaron lo sucedido con varios “lo tenía merecido” y “se lo ha buscado solo”. Uno al final del circulo soltó una risotada con frase para los allí presentes.

—Si la patada se la suelta el caballo lo mismo tenemos otro cerdo para comer.

Las risas se extendieron y esto provocó una tranquilidad rápida que terminó con un amigo del caído ayudándolo a levantarse, llevándoselo apoyado sobre el hombro hasta la fuente para limpiar la herida de la boca y la nariz rota. El otro compañero del lanceo nos estrechó la mano a José de San Martín y a mí felicitándonos por la faena, luego excuso a su compañero diciendo que no había pasado una buena noche y que a veces tenía mal perder.

—Falta de costumbre —nos dijo.

—Nunca es tarde para aprender —le contestó San Martín.

Los presentes volvieron a sus tareas de preparos para la marcha, otros formaron corrillos y comentaron el incidente, la mayoría se acercó para dar las gracias por la comida y la enhorabuena por el lanceo.

—¿Alguien se presta para el socarrado? —gritó uno que llevaba al jabalí en una carretilla.

—Yo mismo señor —dijo una voz en las almenas de la torre.

Levantamos la cabeza y distinguimos con el brazo en alto al compañero que, la tarde antes, estaba imbuido en la lectura de un libro a la vez que tomaba notas en un cuaderno. Algunos extrañaron ante el ofrecimiento, no consideraban al culto garrochista entre los dispuestos para llevar a cabo una limpieza del jabalí.

—Pues baje entonces señor, el tiempo nos apremia y la mañana se agota, cuanto antes comencemos, antes nos iremos —le dijo el de la carretilla.

El buen señor se presentó como Fernando Pacheco, “soldado de Dios” nos dijo, con una alegre verborrea aunque recatado en compañía de muchos a su alrededor, dijo ser hijo de un comerciante de carne en Jerez y de ahí le venía la experiencia.

—El destino ha querido que sea yo quien defienda el honor de mi familia en esta guerra, con sumo gusto lo haré. Sin embargo, prefiero la pluma a la navaja, la conversación a la disputa y creo firmemente que todo lo que le ocurre a este bendito país es culpa de estos ineptos personajes que nos gobiernan.

Su carta de presentación provocó el estallido de quejas e insultos entre los allí presentes, pidiendo una reprimenda para el señor Pacheco. Yo quedé aparte, acariciaba el cuello de Zerrojo mientras me divertía con el personaje en cuestión, supuse que debía de tenerlos muy bien puestos para soltar lo de los gobernantes en un lugar, donde la mayoría de los que habíamos pensábamos dar la vida por nuestros monarcas.

—No confundan los señores mis libres pensamientos con mi intención de acabar con cuanto francés me cruce en el camino. Nada opongo a sus lamentos y lloros amigos, saco mi navaja por si alguno quiere hablarlo en privado conmigo.

Esas palabras con altanería terminaron por ganarme para querer conocer a Fernando Pacheco, se ofreció a cualquiera que quisiese a demostrar su valor y sobre todo… lo hizo después de levantar una bandera en contra de la violencia, un personaje, sí señor.

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