Sebastián Bermúdez Zamudio - El garrochista

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Francisco Tudó, un garrochista de Setenil que, llevado por la venganza, decide formar parte del primer Ejército de Andalucía para hacer frente a las tropas de Napoleón que llegan por Despeñaperros. Junto a su fiel e inseparable caballo Zerrojo, vive mil aventuras, conoce a personajes emblemáticos, y las dichas y desdichas formarán parte de su largo camino.Una novela de ficción dentro de la realidad de la Guerra de Independencia española que llevará a Francisco a un viaje marcado por el amor, la amistad y la crueldad de la batalla. ¿Volverá a casa de nuevo?

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Pasamos a una de las torres, buscando la sombra y el cobijo para la noche, allí nos acomodamos en unas sillas, junto a dos lanceros más que se encontraban comiendo un poco de carne y bebiendo en bota. José de San Martín me ofreció un vaso de vino y me presento a los voluntarios, Pablo y Chacón, ambos de Jerez.

Saqué del hatillo algo de comer ofreciendo a los presentes que con gusto aceptaron la invitación dando las gracias amablemente y entregando mismamente lo suyo para compartir entre los cuatro. Al final montamos una buena mesa con las viandas aportadas por todos, el jefe San Martín nos brindó con un buen vino mosto del Aljarafe sevillano. Era costumbre llevar un jarrillo de lata para esos viajes que hacía las veces de todo lo relacionado con el trago, desde café hasta copa de vino, así dispusimos la mesa y comenzamos a comer. Hambrientos todos por lo duro del viaje bajo el sol de esos días, se aproximaba la llegada de la estación estival.

—¿Quién nos espera en Utrera señor? —preguntó Pablo, el jerezano de mayor edad, a San Martín que no comía pero bebía relajado.

—Nos esperan las tropas que se están reuniendo en el sitio, no podría decirte cuántos podemos ser pero… alrededor de veinticinco mil.

—¡Tantos! —exclamó sorprendido Pablo.

—Bueno… eso esperamos, mientras más mejor.

El otro jerezano que nos acompañaba se llamaba Chacón, un joven de unos dieciséis años que no se atrevía a preguntar por no ofender. Llevaba una navaja como el brazo de largo ceñida al fajín y una más pequeña sujeta a la pantorrilla con una bonita funda de cuero. Al ver que me fijaba en ella, nos explicó el motivo de esa precaución.

—Una vez, en una pelea de barrio, vi como un hombre se enfrentó a otro y siendo bastante hábil, derrumbó al otro y lo desarmó en un “plis plas”. Cuando se disponía a rajarlo en el suelo, el que era un poco más débil, sacó una navaja que llevaba escondida, igual que llevo yo esta, clavándola en el cuello del mañoso fortachón y abriendo un canal en su garganta. Eso me hizo pensar en la valía de llevar oculta una por si acaso me hiciese falta contra algún francés.

—No es mala idea amigo, pero me da que como nos cojan estos hijos de la grandísima puta no podremos sorprenderlos con una navaja —le dije mientras me mostraba la funda.

—Tal vez Paco, tal vez, pero por si acaso la llevo, no sea que me acuerde de ella en algún momento.

La conversación giró toda en preguntas sobre el general Castaños, el campamento militar levantado en la Consolación en Utrera y los franceses. Sus tropas, que eran la envidia de Europa, nos angustiaban sobremanera impidiendo a algunos conciliar el sueño. Pensar en enfrentarte a unas filas de hombres armados no suponía ninguna bendición con la que soñar, su caballería funcionaba a la perfección, con una experiencia que a día de hoy es difícil de superar. Para colmo, estaban los terribles mamelucos armados con una cimitarra, dos pistolas, un hacha que llevaban en la silla de montar y un trabuco, su intervención en Madrid el dos de mayo fue tan funesta que con solo nombrarlos el pánico se apoderaba de cualquiera que supiese de ellos.

—¿Pero se pueden matar? —preguntó Chacón.

—Como a todos, todo lo que se mueve muere —apostillé armado de valor.

—¡Así se habla Paco! esa debe ser nuestra actitud, una vez los veamos, que dudo mucho que estén presentes en Despeñaperros, les cortaremos esa bravuconería a golpe de garrocha —nos animaba San Martín, gesticulando con los brazos como si estuviese en batalla.

—Bueno amigos no volveros locos que yo al menos, y creo hablo por todos, no tengo ni idea de cómo enfrentarme a un enemigo que no sea una vaca —comentó entre risas Pablo.

—¡España Jerez, a por ellos, como a las vacas! —gritó poniéndose de pie el joven Chacón.

Reímos todos con la ocurrencia tomando los jarros llenos de vino mosto, brindamos al grito de “España Jerez”. Las risas se contagiaron por todo el patio, en menos que canta un gallo todos los presentes hicieron suyo el grito de guerra del joven Chacón.

—¡España Jerez, a por ellos, como a las vacas! —el griterío ensordecedor se manifestaba tal cual en la hondonada donde se encontraba el Castillo de las Aguzaderas.

Todos nos divertíamos y brindábamos en el patio, hermanados, como si desde el nacimiento nos conociéramos, los solitarios jaleaban con más jolgorio que nunca, encontrando en la frase un halo de esperanza al que acogerse, como si un escudo protector nos hubiese abrazado, transformándonos en ángeles protectores de Andalucía, cuan equivocados estábamos. Pero en ese preciso momento no existía francés que resistiera una carga garrochista, nos convertimos, por el hilo de una frase, en una hermandad de esperanza. Los abrazos y los brindis se postergaron hasta que la noche acudió en rescate, su llegada apaciguó la enorme satisfacción que vivíamos, dando paso a una serena tranquilidad que aletargó a todos, enviando a cada cual en busca de un rincón en el que pasar la noche en una incierta soledad. Yo subí hasta las almenas, junto a San Martín, allí vimos de partir a Pablo, el jerezano, que pidió permiso para acercarse hasta un cortijo cercano donde dijo tener un familiar que no quería dejar de visitar antes de salir hasta Utrera, por si acaso no volviera con vida de la contienda.

—Estos hombres son voluntarios, hijos de un padre y una madre diferente cada uno, apenas se conocen o en algunos casos puede que se conozcan, sin embargo, la mayor parte de ellos, no sabían de la existencia del otro hasta ayer mismo.

—¿Te fías de ellos? —le pregunté a José.

—Fiarme no me fio de nadie, incluido tú. ¿Acaso lo dices por algo en particular?

—He oído cosas.

—¿Cosas?

—Espías, gente de los josefinos, infiltrados.

La cara de José de San Martín quedó impasible, sabedor de que cualquiera era un traidor a la patria, este hombre era un militar de futuro, sus gestos y modos lo delataban, mantenía la compostura sin reflejar ningún atisbo de preocupación.

—¿Acaso eres un josefino Paco? ¿Has venido por algún motivo que no sea participar en esta guerra? Apareciste de la nada, solo, con calma y sosiego, sabiendo a quien dirigirte en primer lugar y prestando atención a todo lo que se ha comentado sobre el campamento y el general Castaños.

—No señor, mi intención no es la de delatar a nadie ni la de convencer a nadie, cada cual toma su decisión y acarrea con ella, no soy quien para pedir a alguien que no colabore con el ejército de la Junta Suprema de Sevilla. Yo vengo a combatir José, a dar mi vida si es necesario, si me quedé es porque me lo pediste y ofreciste comida y cama. Ambas cosas hubiese encontrado si me detengo un poco más abajo, en el cortijo. Solo atendí tu sugerencia para realizar el camino con vosotros. No tengo nada que demostrarte, ni a ti ni a nadie.

—Siento ofenderte, pero debes comprender mi inquietud Paco.

—La duda ofende compañero, mi caballo y yo hemos venido a morir y somos conscientes de ello, cualquier cosa que no sea la muerte será considerada una derrota. Llevamos la palabra “venganza” grabada a fuego en el corazón y haremos honor de ella.

“Garrochistas de la Ysla,

los de las overas jacas,

yegüerizos de Xerez,

los de las corvas navajas;

caballistas los de Utrera,

los de la marisma llana.

Ni Bailén tiene campiña,

ni los Dragones corazas;

ni Doupont es general,

ni Castaños tropas manda.

¡Viva Don Miguel Cheriff

y Don José de Sanabria!

(Tres mil caballos tendidos

apenas la arena rayan)”.

FERNANDO VILLALÓN.

La noche se terció clara, de buena luna y buena estrella. Decidí pasarla a la intemperie, bajo la cálida estampa que me brindaba el destino. Todos dormían excepto cuatro soldados militares que acompañaban al cuerpo de voluntarios de garrochistas de Jerez, ellos plantaron guardia en cada esquina del castillo, paseando toda la noche, dando vueltas incansablemente y sin relevo. Los demás dormían y yo lo haría en breve, tras el rezo de un Padre Nuestro y un Ave María, solo Dios me acompañaba en esa aventura, “Él te cuidará”, me dijo Pedro el capataz antes de perderse entre los gallineros del Tejarejo. En la soledad del alma, en esa oscura sensación de abandono que proporciona el sentirte alejado de los que quieres, en esos momentos de tenebroso desamor, es en ese momento cuando más fuerte noto su presencia, cuando me habla y me dice que continúe, que busque mi destino y que nada me detenga. En esos momentos es cuando más recuerdo a mi madre, a mi padre y como no… a mi abuelo.

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