Sebastián Bermúdez Zamudio - El garrochista

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Francisco Tudó, un garrochista de Setenil que, llevado por la venganza, decide formar parte del primer Ejército de Andalucía para hacer frente a las tropas de Napoleón que llegan por Despeñaperros. Junto a su fiel e inseparable caballo Zerrojo, vive mil aventuras, conoce a personajes emblemáticos, y las dichas y desdichas formarán parte de su largo camino.Una novela de ficción dentro de la realidad de la Guerra de Independencia española que llevará a Francisco a un viaje marcado por el amor, la amistad y la crueldad de la batalla. ¿Volverá a casa de nuevo?

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EL GARROCHISTA

Amor, tierra y sangre

SEBASTIÁN BERMÚDEZ ZAMUDIO EL GARROCHISTA Amor tierra y sangre EXLIBRIC - фото 1

SEBASTIÁN BERMÚDEZ ZAMUDIO

EL GARROCHISTA

Amor, tierra y sangre

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2017

EL GARROCHISTA

© Sebastián Bermúdez Zamudio

© de la imagen de cubiertas: Pedro Caballero. Modelo: José Luis Molinillo González

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2017.

Editado por: ExLibric

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artística o científica.

ISBN: 978-84-16848-31-7

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

SEBASTIÁN BERMÚDEZ ZAMUDIO

EL GARROCHISTA

Amor, tierra y sangre

BAILÉN

Pensaba que era la hora de los asesinos, su fin, el cambio necesario de un pueblo cansado de ser dominado, o al menos de que intentaran dominarlo unos y otros. El polvo terrenal que se elevaba del suelo se mezclaba con el sudor de la frente, bajando como gotas de barro alrededor de los ojos mientras mantenía la mirada fija, clavada en los cañones del enemigo malicioso que de frente nos esperaba.

El primer disparo retumbó en el azul claro de esa mañana, rompiendo el agotado aliento de Zerrojo, mi caballo. Sin girar la cabeza, con la mirada perdida por el miedo, vi como uno de mis compañeros garrochistas caía del caballo hacia atrás, impulsado por el tiro de un fusil de chispa, abatido, dando con su alma en el suelo y dejando tras de sí todo ímpetu de gloria.

Cincuenta metros, calculaba cada metro como quien mide la vida, aterrado ante la muerte, sudando y tragando polvo al tiempo que sostenía la garrocha todo lo firme que mis fuerzas me dejaban. Un nuevo disparo de cañón sonó cortando la respiración que cada vez se antojaba más complicada, formando en la garganta un desierto de arena incapaz de tolerar la mínima saliva que lo acompañara. Otro jinete cayó delante de las patas de Zerrojo que lo pisó involuntariamente, tal vez asustado como yo de esa muerte que nos aguardaba.

Cuarenta metros, el brazo comenzaba a cansarse y la vara de tres metros se transformaba, a cada galope en pesada y larga imaginariamente. Nuevamente el cañón y otros hombres al suelo, caballos tendidos sobre el duro terreno y cuerpos fantasmales que entre la polvareda caminaban sin rumbo, sin destino, esperando la expiración por una bala francesa.

Treinta metros, perdido el miedo en el trote, arreando mi montura al galope dejé que el viento, inexistente por momentos, me acompañara en esos últimos instantes de vida. Apreté el puño contra la vara, fijé mi mirada en una pieza de artillería rodeada por soldados napoleónicos y me agaché sobre el cuello del caballo, transformándonos en uno solo, caballo y jinete, un solo ente en busca de su objetivo.

Veinte metros, nada podía pararnos, el corazón nos latía a incontables palpitaciones, subí la garrocha sujetándola debajo del hombro, en la cavidad, con toda la fuerza que Dios me daba y pensando en mi familia y en mi pueblo, Setenil. Oí a mi lado gritos de dolor y de sufrimiento, caballos sin jinete que deambulaban perdidos, caballistas a pie con navajas empuñadas al grito de “España Jerez”, venderían cara su alma, nadie invita a un enemigo a morir sin disfrute.

Diez metros, un soldado francés encendía una mecha con la ayuda de otro soldado que, de rodillas, intentaba que no se apagase el fuego que mantenía entre sus manos. Un artillero llegaba con una bala de cañón, sosteniendo como podía la bola, con rostro cansado, tiznado por los disparos efectuados por el cañón, se quedó mirando la silueta perfecta de ataque que formamos y abrió la boca exclamando algo ininteligible para mí en la distancia, señaló con el brazo a un fusilero que cargaba su arma con la baqueta.

Cinco metros, abrí la boca dejando salir un grito de furia y rabia que apenas pude escuchar, impactando a mis enemigos por su cara de asombro. El que portaba la bala de cañón la dejó caer al suelo, los dos que encendían la mecha miraron espantados la llegada de esa bestia sudorosa montada por un loco a voz en grito, el que cargaba el fusil me apuntaba apretando el gatillo. La baqueta chocó con mi pecho y la bala, sin destino fijo, silbó por lo alto de mi hombro, apreté dientes y juntos saltamos la pieza de artillería quedando inmóviles en el aire durante unos segundos.

La garrocha, ajustada con una punta afilada de lanza, se clavó en el pecho del fusilero, atravesando a este y viniendo a parar en la cabeza del artillero de la mecha, traspasándola igualmente. El impacto fue tan demoledor que salí empujado de la montura cayendo contra el suelo entre la polvareda y el griterío que se encontraba alrededor. Me levanté poseído por una ira incontenible y me abalancé sobre el que sostenía la bala del cañón, le segué el cuello con mi navaja de monte dejando que la sangre le cayera por el pecho, arrodillándose antes de derribarlo de una patada. Me giré y vi correr hacia atrás al que portaba el fuego, dejando caer en su retirada el recipiente con la lumbre, corrí en su busca y lo atrapé, tras dar un traspiés con un garrochero muerto que había tendido en el terreno, le clavé la navaja en la espalda, la saqué y volví a clavársela en la cara tras darle la vuelta, en un ojo, luego en el otro y lo dejé vivo con su dolor y ceguera.

—¡Paco! ¡Paco!

La voz me llamaba a mis espaldas y al volverme distinguí a dos compañeros de Utrera y Jerez.

—Acércate, ayúdanos con el cañón.

Con el tiro de un caballo intentaban girar la pieza en dirección a otro cañón que se encontraba a unos treinta metros en línea horizontal.

—¡Vamos!

Y comenzamos a empujar con la ayuda de la bestia. Apuntamos hacia a la otra pieza de artillería, cargamos el cañón entre la confusión que se daba en el campo de batalla en esos momentos.

—Prende la mecha Paco —me dijo el jerezano.

—Vamos allá —contesté con calma.

Acerqué la llama a la mecha y comenzó a arder consumiendo rápidamente el corto pábilo, el sonido del cañonazo nos dejó un pitido en el oído que nos duró el resto de la jornada. Cuando el humazo producido comenzó a dispersarse pudimos distinguir como unos soldados enemigos venían en nuestra busca, no con muy buenas intenciones, sable en mano y cara de pocos amigos. Tras ellos quedaba la pieza de artillería hecha añicos, con los cuerpos de los artilleros en el suelo, uno de ellos apoyándose en un palo con la pierna segada por la bola gritando de dolor. Los soldados de infantería, con el clásico gorro y las bandas blancas cruzadas en equis, se acercaban a menos de cien pasos, nos miramos buscando una solución en los ojos de cada uno y no la encontrábamos, paralizados por lo que se venía encima decidimos cargar de nuevo el cañón.

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