Sebastián Bermúdez Zamudio - El garrochista

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Francisco Tudó, un garrochista de Setenil que, llevado por la venganza, decide formar parte del primer Ejército de Andalucía para hacer frente a las tropas de Napoleón que llegan por Despeñaperros. Junto a su fiel e inseparable caballo Zerrojo, vive mil aventuras, conoce a personajes emblemáticos, y las dichas y desdichas formarán parte de su largo camino.Una novela de ficción dentro de la realidad de la Guerra de Independencia española que llevará a Francisco a un viaje marcado por el amor, la amistad y la crueldad de la batalla. ¿Volverá a casa de nuevo?

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—Bien, guardemos esfuerzos para combatir al francés, en esta casa nunca ha faltado una atención con nadie y no faltará esta noche. Seguro que don José sabrá participar, como todos los presentes, con la ayuda que pueda, no creo que ninguno estemos en condiciones de tirar la comida al río. Pensemos estos días en el ofrecimiento, por parte de la Junta Suprema en la persona del general Castaños y actuemos en consecuencia. ¿Hacia dónde deben de dirigirse nuestras aportaciones, general?

Las palabras, siempre sabias, de don Fernán, calmaron los ánimos y llenó de realidad la sala.

—Estaremos en Utrera, en los llanos de Consolación, allí estará el ejército instruyendo y preparando a todos los que lleguen. Cualquier ayuda que puedan aportar será bienvenida, no olviden que lo que ahora escatimen y guarden, lo dejarán para los franceses —dijo finalizando—, discúlpenme pero tengo que irme señores, me esperan y no puedo demorar más. Ha sido un placer la compañía, no olviden lo que aquí hemos tratado esta noche.

Se despidió de todos con un adiós seco y militar, luego se abrazó a mi abuelo dándole las gracias por todo, entregándole una de las dos pistolas que sujetaba en el fajín, eso levantó la admiración de todos y la envidia del prepotente arrendatario de tierras en Ronda. Que diferencia entre ese personaje y los que lo acompañaban, unos señores de pies a cabeza sin ánimo de presencia y dispuestos a colaborar con buenas y nobles intenciones.

Don Fernán quedó el último para salir tras despedirse todos de mi abuelo y del cura Lobo.

—Nos puede dejar solos un momento don Francisco —le pidió al cura el señor Fernán.

—Por supuesto don Fernán —y abandonó la casa cerrando la puerta y quedándose a la entrada, impidiendo de esa manera que cualquiera de los presentes atisbase a curiosear.

Don Fernán rebuscó en un maletín pequeño que llevaba en la mano y sacó un sobre que entregó a mi abuelo.

—Por favor Fernán, no tienes por qué.

—Sí tengo, y lo sabes. Sé que las cosas no van como debieran, la muerte de tu hijo en Monteleón ha sido en defensa de todos los que esta noche estábamos aquí, entre otros. Conoces mi aprecio por él y lo que le debo, en este sobre solo va la propina de lo que realmente tengo en deuda con don Juan. Mis hombres irán en tu nombre y mi dinero igual, los racionamientos que envíe también contaran como tuyos, es lo menos que puedo hacer. No se quedará la casa Tudó sin presencia en el ejército de Andalucía.

No dijo más, luego se abrazó con mi abuelo y salió a la calle donde ya lo esperaba un coche para dirigirse hasta Olvera. Mi abuelo quedó pensativo, mirando al techo, deteniéndose en un sable de mi padre que colgaba en la pared, movió la cabeza en señal de desaprobación y salió a la calle, ahí le perdí de vista, pero me contó el cura Lobo al tiempo lo que ocurrió, no obstante yo me lo imaginaba.

Mi abuelo detuvo el coche de Fernán cuando llegaba a la cancela de salida, se subió al estribo del carro, le entregó el sobre y le dio las gracias por todo.

—Ya nos apañaremos Fernán— le dijo.

Ese orgullo del que me prevenía mi padre era el mismo que dominaba a mi abuelo, una herencia familiar por parte de mi abuelo que a todos nos trajo más problemas que soluciones. Don Fernán estaba en deuda con mi padre por unos favores personales que le pidió el olvereño. Un par de años atrás tuvo que ayudarle en la expulsión de unos arrendatarios que lo tenían amenazado, no querían dejar las tierras ni le pagaban la renta, la situación se fue complicando al punto de llegar a robos en los cortijos y tierras colindantes de don Fernán, tanto de ganado como de siembra y aceitunas. Lo consultó con mi padre y este se ofreció a ayudarlo. Un día, junto a su amigo Daoíz y un tal Mariano de Córdoba, se personaron en el cortijo de don Fernán en busca de los señores que no querían cumplir con lo acordado. Todo se complicó con los hermanos vinagre, como eran conocidos, al salir armados al verlos llegar.

—Señores mantengamos la cordura y atiendan a razones, nada tenemos en su contra, solo queremos que restablezcan la deuda adquirida con don Fernán y devuelvan lo robado. Así mismo, salden los plazos de arrendamiento que tienen en débito y seguidamente abandonen el lugar para no volver.

—¿O si no qué? —dijo uno con aspecto de bravo.

—En caso contrario tendremos que actuar —contestó el cordobés.

Las palabras de mi padre no sentaron nada bien a uno de los hermanos que, sin entender a razones, empuñó una pistola apuntando a mi padre y disparó. El tiro no acertó de pleno pero sí que tumbó a mi padre del caballo, hiriéndolo en un brazo, nada importante pues solo quedó en una cicatriz para el recuerdo, aunque pudo haber sido peor. La faena encendió los ánimos calmados de Daoíz y del cordobés, tomando ambos las pistolas y abriendo fuego contra los cinco hermanos y dos hombres que los acompañaban, mi padre desde el suelo disparó su arma también, levantándose al tiempo, sacaron sables ajusticiando a todo el que en pie quedó, dando muerte a los siete que se les enfrentaron a las puertas del cortijo.

La valerosa acción fue reconocida por la zona de la sierra y agradecida por todos, pasó un buen tiempo hasta que otros canallas se “probasen el salto” de no pagar a su arrendador. Don Fernán quiso recompensar a los tres implicados, pero estos, a petición de mi padre, no aceptaron nada excepto una buena comilona.

Esa era la deuda a la que hizo referencia don Fernán esa noche, una razón de peso para querer ayudar a mi abuelo, pero ese orgullo familiar no le dejó aceptar el favor, “ya nos apañaremos”, me llenó de suficiencia el escucharlo cuando me lo contó don Francisco el cura.

Tenía que tomar una decisión, mi abuelo no podía mandar a ningún trabajador puesto que nadie trabajaba ya en la finca. Pedro, el capataz, era mayor, se encargaba de todo y acompañaba a mi abuelo en su devenir diario, él no podía ir. Juanillo era el encargado del poco ganado y de limpiar las cuadras, aparte de cuidar las gallinas, las cabras, los puercos y las vacas, también tener en cuenta que no era muy listo que digamos. María era la vida en el cortijo, todo dependía de ella y jamás mi abuelo se lo permitiría, y era capaz de ir, pero mi abuelo no consentiría eso. Solo quedaba yo, mis dieciocho años me permitían tomar la decisión, el golpe para mi abuelo iba a ser muy grande, pero no quedaba otra, era eso o la vergüenza familiar de que no fuese nadie en apoyo del ejército andaluz en nuestro nombre.

La decisión estaba tomada, era la oportunidad de vengar a mis padres, la tarde siguiente debía tomar camino de Utrera para unirme al ejército de la Junta Suprema de Sevilla. Correspondía escribir una nota para mi abuelo, explicarle brevemente que nada podía impedir que tomara el camino elegido y, sobre todo, que estuviese tranquilo, yo defendería el nombre de la familia con orgullo y valentía. Nadie podía enterarse de mi marcha hasta que al menos alcanzase Algodonales, una vez allí nada podría hacer mi abuelo por detener mi destino.

“Querido abuelo, al leer esta nota espero que el enfado haya calmado. Sabe usted que era mi destino en ese momento. Me ha enseñado todo lo necesario para luchar contra el enemigo, sus clases practicando con la garrocha me vendrán muy bien y además, el general Castaños, seguro que se alegra de saber que un nieto tuyo está en el frente. Abuelo, no tenemos dinero, no tenemos hombres que mandar, vivimos con lo justo para pasar cada año, soy lo único que le queda a la familia para no quedar en mal lugar. Pronto volveré a verte, te prometo que volveré”.

Te quiere, tu nieto Paco.

Me contó Pedro, al volver la primera vez, que mi abuelo rompió a llorar profundamente y que nada mandó para impedir mi decisión, achacando que eran casi dieciocho los años que tenía, “es un hombre ya” decía cuando le preguntaba. Tres días pasó encerrado en su salón, sin salir para comer ni para pasear, despreocupado por todo, María le llevaba de comer pero no miraba siquiera la comida, sumido en una profunda depresión que casi lo deja perdido para siempre. El café lo mantenía, era lo único que bebía porque María le regañaba de manera muy enfadada, amenazándolo con irse si no lo tomaba. Al cuarto día se levantó más temprano que todos y bajó hasta el pueblo, llegó a la plaza y presumió ante sus amigos de que su nieto Paco había marchado a Utrera, para formar parte del ejército de Andalucía que iba a enfrentarse a las tropas napoleónicas.

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