Álvaro González de Aledo Linos - Un tripulante llamado Murphy

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El pediatra y navegante cántabro Álvaro González de Aledo cuenta en este libro la navegación que realizó a la Isla de Elba y el Archipiélago Toscano en el Corto Maltés, su pequeño velero de serie de seis metros de eslora, volviendo a España por el río Ródano y los canales del Sur de Francia. Fue un viaje lleno de incidentes, desde el primer día durante el transporte por carretera al Mediterráneo, durante la navegación, con abundantes golpes de mistral , y hasta los últimos días con averías del fueraborda, que estuvieron a punto de hacerle abandonar.Hasta tal punto se concentraron en este viaje los problemas que el autor consideró que Murphy se le había colado de polizón y fue haciendo un tanteo de las veces en que este le asestaba un golpe frente a las veces que le sonreía la fortuna de forma inesperada. Y con independencia del resultado final, considera que la navegación en barcos pequeños y con escaso presupuesto continúa siendo una de las formas más simples de descubrir el mundo y la felicidad sencilla .En este libro, en vez de dibucartas o dibupoemas, ha incrustado en el texto «dibufirmas» , el más difícil todavía de convertir las letras en dibujos. Ha hecho sus siluetas con las letras de una sola palabra, y por tratarse de un libro de náutica, dibujos de los barcos más variados y siempre con el nombre de los puertos en los que recaló. Otra forma original y atípica de que el lector disfrute con él de cada escala.El libro está prologado por los navegantes trans-mundistas Isabel Navarro y Guillermo Cabal , que en su velero «Tin Tin» están dando la vuelta al mundo a vela.

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El puerto de Cap d’Ail (43º 43,41’ N; 7º 24,87’ E) se reconoce de lejos viniendo del Oeste, por los grandes rascacielos del principado de Mónaco (al que algunos conocen como “la pequeña Manhattan” o “el Nueva York de juguete”) y los 9 arcos del Estadio Louis II. De más cerca su entrada parece un búnker, toda de hormigón en la punta de un largo dique y con un letrero enorme anunciando “Port de Cap d’Ail”. La capitanía está nada más entrar a babor y llegamos hacia las 13 h. El marinero nos dijo orgulloso que estaban ampliando el puerto para acoger más megayates, de los que en ese momento tenían creo recordar que once. Pues si en Cannes la náutica era la desmesura, en Mónaco era el despropósito. Después de hacer los trámites aproveché que la gasolinera estaba en el mismo muelle de la capitanía para comprar gasolina. Tenía encima de los surtidores una botavara enorme de un barco clásico como adorno. Eché 5 litros y me faltaban unos céntimos. Tomás, el gasolinero, me dijo que no me preocupara, que conmigo no se iba a hacer rico. El barco que venía después echó 400, y me dijo que algunos megayates echan 5.000 litros (¡!). Se los tiene que traer un camión cisterna para no vaciarle a él su depósito y tardan más de dos horas en llenar. La marina tenía wifi pero en la práctica solo se cogía en las inmediaciones de la capitanía, y teníamos que ir allí para conectarnos. Nosotros andamos siempre buscando wifi para contar las anécdotas del viaje en el blog del Corto Maltés y para contactar con nuestras familias, y es una de las servidumbres incómodas de navegar. Pues en Cap d’Ail había megayates que tenían para ellos solos tres redes wifi: una para los dueños, otra para los invitados y otra para la tripulación. Y más adelante en la Isla de Elba, en Portoferraio, su capital, vimos otros superyates con cinco redes, y como había tantos aquella intrincada red de wifis llegaba a ocultar y entorpecer la recepción de la de la capitanía.

Nos asignaron un puesto en la punta del pantalán de visitantes, que está justo en la proa del de megayates, pero las tomas eléctricas estaban ocupadas y nos desplazamos hacia atrás por el pantalán. Total que al final nos quedamos casi tocando la proa de uno de los megayates, y allí a su lado el Corto Maltés parecía el barquito de los Clik de Playmobil. Pero es que los pequeños también eran una desmesura. Al lado nuestro un barco un poco más grande que el Corto Maltés tenía cuatro fuerabordas de 300 caballos (¡1.200 caballos!; el Corto Maltés tiene 8) y vimos barcos que tenían que entrar al puerto marcha atrás porque dentro no cabían para dar la vuelta. Aunque el pantalán estaba organizado para amarrar en perpendicular nos dejaron ponernos como quisiéramos porque estaba casi vacío, y nos pusimos abarloados para bajar más cómodamente las bicis.

No nos importó quedarnos en Cap d’Ail en vez de entrar en uno de los dos puertos de Mónaco. En este último caso tendríamos que haber hecho más formalidades de entrada y no llevábamos su banderola de cortesía, que curiosamente es como la de Cantabria pero al revés: rojo sobre blanco en horizontal, en vez de blanco sobre rojo la de Cantabria. Como tampoco llevábamos a bordo una de Cantabria para darle la vuelta, tendríamos que haber comprado la de Mónaco solo para una noche. Además nos preocupaba que la Guía Imray, al detallar las regulaciones específicas del puerto de Mónaco, decía entre otras cosas:

“Está prohibido dejar a los barcos sin tripulación”.

Nos imaginamos que el comentario y la norma serían para los megayates, que tienen varios marineros contratados para su manejo, y no para barquitos como el nuestro cuya tripulación asciende a dos, y no digamos los que navegan en solitario. Pero si hubiera sido así nos habría fastidiado la visita, porque los funcionarios de Mónaco son superestrictos. Por la calle había carteles avisando a los turistas que les podían multar por ir descalzos o con el torso desnudo (tanto a los hombres como a las mujeres) y nos aseguraron que es tan cierto como que no hay ninguna manera buena de librarse de la basura nuclear. Te multan por eso. Y una vez nos llamaron la atención, aunque sin multarnos, por ir en bici por la acera, aunque a paso tortuga y con esas bicis que parecen de niño.

El primer puerto de Mónaco, La Condamine, se construyó a principios del siglo XX para alojar el barco del Príncipe Alberto I. No fue hasta los años 50 que empezó la competición para poseer el barco más grande y lujoso y lucirlo en Mónaco. Durante mucho tiempo el honor correspondió al “Christina”, del millonario griego Aristóteles Onassis, al que se conocía localmente como “el verdadero rey no coronado de Mónaco” por su poder de influencia. Era el principal mecenas del casino, varios clubes deportivos y hoteles. Se dice que los taburetes del bar de su yate estaban forrados con piel de escroto de ballena, y que cuando su principal competidor, el otro millonario griego Stavros Niarchos se enteró, forró los suyos con la misma “tapicería”. Una oda a la chifladura. La monarquía de Mónaco es medieval, se ha mantenido así desde que la familia Grimaldi compró Mónaco a los genoveses en 1308, y siempre contemporizando con sus poderosos vecinos. Por ejemplo la moneda: en la época anterior al euro circulaban tanto el franco francés como la lira italiana, en igualdad de condiciones. El soberano tiene poderes ejecutivos y legislativos, caso único en las monarquías europeas. Además se lo tiene muy creído. Al pasar por la plaza del Palacio del Príncipe (también llamado Palacio Magnífico, olé la humildad) sobre el segundo puerto de Mónaco, el de Fontvieille, el príncipe Alberto II estaba rodando una chuminada de reportaje donde salía de palacio y se sentaba en su descapotable. Repitió esa simplísima toma por lo menos cuatro veces antes de que nos aburriéramos y nos fuéramos de allí. Tenía 3 o 4 cámaras en el capó del coche, otras en grúas y hasta un dron para grabarle desde el aire. Y cada vez que repetía la toma y volvía para dentro del palacio saludaba a la gente con un gesto bobalicón y amanerado de tanto repetirlo.

La visita a Mónaco fue muy entretenida La ciudad estaba patas arriba por la - фото 15

La visita a Mónaco fue muy entretenida. La ciudad estaba patas arriba por la preparación de la Fórmula 1 que tendría lugar del 26 al 29 de mayo, y nosotros llegamos el 22. Estaba plagada de camiones tráiler descargando toda la parafernalia de los coches, las gradas, las barreras, los neumáticos que ponen en las curvas, etc. Era curioso ver las gradas de varios pisos como telón de fondo de los barcos amarrados en el puerto, porque el circuito pasa por la misma calle de los pantalanes. Los navegantes padecían las estrecheces con resignación. La ciudad vieja está en lo alto de un risco al que nos costó bastante subir en bici. Para ir de un puerto al otro hay un túnel que atraviesa ese risco sin padecer el desnivel. Allí arriba está la catedral y el palacio del Príncipe, y veías debajo de ti todo el principado donde casi todas las casas tenían en las azoteas jardines y hasta piscinas. Visto desde arriba aquello parecía un bosque a la altura de los últimos pisos. Nos acercamos a la entrada del casino de Monte Carlo solo por curiosidad. No entraba en nuestros planes probar suerte en el juego, bastante la estábamos probando ya en el mar. Queríamos solo ver el ambiente. Y lo que vimos Nacho y yo fue una prolongación de la presuntuosidad de los muelles. Coches de los que ponen en aprietos hasta a un millonario, de seis ceros en el talonario, aparcados en la puerta, lechuguinos y porteros de librea. Un padre con aspecto indio se acercó temeroso a uno de los botones uniformados para pedir permiso para hacerse una foto con su hijito delante de un Porsche. Aquello le impresionaba tanto que creyó necesitar permiso para hacérsela. El casino funciona con el sistema del “viático” que es como dar la extremaunción al que ha perdido mucho en sus salas: se le prohíbe volver a entrar definitivamente. Y para garantizarlo utilizan complejos sistemas informáticos pero también a la antigua, expertos fisonomistas, algunos de los cuales se afirma que pueden reconocer hasta 50.000 caras. ¿Será verdad?

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