Álvaro González de Aledo Linos - Un tripulante llamado Murphy

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El pediatra y navegante cántabro Álvaro González de Aledo cuenta en este libro la navegación que realizó a la Isla de Elba y el Archipiélago Toscano en el Corto Maltés, su pequeño velero de serie de seis metros de eslora, volviendo a España por el río Ródano y los canales del Sur de Francia. Fue un viaje lleno de incidentes, desde el primer día durante el transporte por carretera al Mediterráneo, durante la navegación, con abundantes golpes de mistral , y hasta los últimos días con averías del fueraborda, que estuvieron a punto de hacerle abandonar.Hasta tal punto se concentraron en este viaje los problemas que el autor consideró que Murphy se le había colado de polizón y fue haciendo un tanteo de las veces en que este le asestaba un golpe frente a las veces que le sonreía la fortuna de forma inesperada. Y con independencia del resultado final, considera que la navegación en barcos pequeños y con escaso presupuesto continúa siendo una de las formas más simples de descubrir el mundo y la felicidad sencilla .En este libro, en vez de dibucartas o dibupoemas, ha incrustado en el texto «dibufirmas» , el más difícil todavía de convertir las letras en dibujos. Ha hecho sus siluetas con las letras de una sola palabra, y por tratarse de un libro de náutica, dibujos de los barcos más variados y siempre con el nombre de los puertos en los que recaló. Otra forma original y atípica de que el lector disfrute con él de cada escala.El libro está prologado por los navegantes trans-mundistas Isabel Navarro y Guillermo Cabal , que en su velero «Tin Tin» están dando la vuelta al mundo a vela.

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La costa Norte es arenosa y abundan las playas rodeadas por bosques de pinos y plantas aromáticas. En ella se encuentran el puerto y las playas de Notre Dame, La Courtade, y Plage d’Argent. En cambio la costa Sur es acantilada, destacando la cerrada bahía de Langoustier y la “calanque de l’Oustaou-de-Diou” (la Casa de Dios) que fue llamada así por ser el único refugio de la costa Sur en caso de tormenta. Subimos al Fuerte de Santa Agatha (4º 59,99’ N; 6º 12,36’ E) del siglo XVI, en lo alto de una colina desde la que se tenía una vista privilegiada sobre el puerto y una gran parte de la isla. Estaba medio en ruinas pero alguna de sus partes, las mejor conservadas, tenían aspecto de ser viviendas u oficinas, pues estaban cerradas y tenían portero automático. Había carteles advirtiendo de la presencia de nidos de Avispa Asiática, una especie invasiva detectada en Francia en 2006 y que está avanzando por su territorio 60 km cada año. Se distingue por su menor tamaño (3 cm) su cuerpo negro y sus patas amarillas. No es más peligrosa que las demás avispas, pero puede desplazar a las autóctonas y causar pérdidas en los criaderos de abejas. Una Avispa Asiática es capaz de capturar a una abeja, matarla, separar el tórax del resto del cuerpo, hacer con él una pelotilla y llevarlo a su colonia para alimentar a las larvas. Y eso puede hacerlo con varias abejas cada día. En el cartel informaban de la forma de los nidos, que son ovales, de aspecto acartonado, con un gran orificio lateral y situados en las partes más altas de los árboles, para que se pudiera informar a las autoridades. Es curioso porque decía que se anotase la posición GPS, algo inaudito hace pocos años pero que ya es posible gracias a los móviles. También recomendaba, lógicamente, no perturbarlas ni arrojar piedras u objetos contra el nido. Además vimos el faro, un molino construido en el siglo XVIII y la iglesia de 1850.

En Porquerolles hay más habitantes que en Embiez (unos 200) y durante el día el pueblo estaba abarrotado con los visitantes que venían en vedettes desde el Continente. Abundan las empresas de submarinismo y de alquiler de bicis de montaña, así como los restaurantes y puestos callejeros. Pero, como en Embiez, cuando se marchaba el último ferri con los turistas se quedaba todo en una tranquilidad pasmosa, tirando a sepulcral. Cuando la oscuridad empezó a amontonarse en las ventanas del Corto Maltés nos quedamos en un silencio absoluto y no se oía ni el viento. Porquerolles nos encantó, con sus rutas “ciclables” que más parecían de trial, sus normas para ahorrar agua y su soledad después de marcharse todos los visitantes en el último ferri. A esa isla también le pusimos un 10. Para el día siguiente volvían a pronosticar vientos fuertes del Oeste y aún no habíamos decidido qué hacer. Nos gustaría poder llegar a Sainte-Maxime para recoger la neverita, pero no estábamos seguros de conseguirlo. Lo decidiríamos a las 6 al ver el panorama cuando nos despertásemos.

Capítulo 5

El peor mistral en Cavalaire y el festival de cine de Cannes

El día siguiente nos dieron el cañonazo de salida de Porquerolles temprano, a las 7:30 h, para una travesía corta. El pronóstico daba vientos del Oeste de fuerza 6 a 7 por la mañana, que arreciarían a 8 por la tarde. Normalmente con este pronóstico no salimos a navegar, pero queríamos llegar al Continente y no quedarnos retenidos en las islas varios días. Además el viento nos vendría por la popa, lo que significa que si navegamos a 5 nudos el viento aparente, el que sentimos a bordo, es un grado de fuerza menos. Por otra parte ya era jueves y teníamos que comprar la neverita. Queríamos hacer de empopada las 20 millas que nos separaban de Cavalaire sur Mer, en el Continente, antes de que arreciase a fuerza 8. Ni nos planteamos llegar a Sainte-Maxime (35 millas) donde nos tenían una nevera reservada, porque está después de un cabo tras el que nos tocaría una ceñida de aproximadamente una hora, algo imposible contra ese muro de viento impenetrable. Salimos con la esperanza de encontrar la neverita en alguno de los puertos anteriores.

Nada más salir de puerto ya teníamos un viento orgulloso del Oeste de fuerza 5 con el cielo totalmente despejado, pero más adelante arreció a fuerza 6. La travesía la hicimos solo con el génova y fijaos cómo soplaría que con el génova reducido al 50 % hacíamos puntas de más de 6 nudos. Nos cruzamos con un velero clásico del estilo del Juan Sebastián Elcano español, con la bandera de Malta, que venía navegando a motor y que finalmente se quedó fondeado en la rada de Porquerolles. A las 8:23 h emitieron por radio un aviso Pan-Pan de un velero de 9 metros de eslora que estaba en apuros en una posición que correspondía a centro del Golfo de León, donde más fuerte suele soplar el mistral. Estaba lejísimos de nosotros y no podíamos hacer nada, pero nos mandó malos augurios para nuestro modesto Corto Maltés, de menos de 7 metros. Y a continuación un aviso de Securité anunció que estaba activo el campo de tiro militar del Cabo Sicié, el que acabábamos de pasar, pidiendo que los barcos se alejasen de la zona. Nos pareció alucinante que ni siquiera un día como aquel, en que el temporal nos estaba llevando muy cerca del infierno a los barcos que nos encontrábamos en el mar, los militares prescindieran de sus ejercicios y añadieran un factor más de dificultad a nuestros apuros. No les costaría mucho pues en verano solo sopla el mistral con fuerza de temporal unos cuatro días al mes, aunque ese año lo estaba superando. Por suerte nosotros ya habíamos dejado atrás el temible Cabo, que volvería a darnos que hablar en la navegación de vuelta cuando hasta un barco de guerra que navegaba a nuestro lado tuvo que refugiarse a sotavento de un islote.

Nuestro primer objetivo ese día al salir de Porquerolles era llegar a sotavento del Cabo Blanco y el Cabo Bénat (43º 5,18’ N; 6º 21,73’ E) tan juntos que casi parecen uno solo, esperando que allí el Continente nos diera cierto resguardo del mistral. Pasamos con la fuerza de una bala por delante de las otras islas del archipiélago (Port-Cros y Levant) con cierta pena por no estar seguros de poder verlas a la vuelta, aunque finalmente sí lo hicimos y fueron de lo más bonito y lleno de anécdotas del viaje. Pero entonces no podíamos saberlo. Como despedida del archipiélago nos sobrevoló una pareja de flamencos rosas volando parsimoniosamente hacia el Oeste, contra el viento dominante, remontándolo con toda naturalidad y elegancia.

Nuestra primera opción para desembarcar ese día era el puerto de Bormes-Les-Mimoses (43º 7,53’ N; 6º 21,94’ E) completamente al socaire del Cabo Blanco, pero justo antes de llegar oímos por la VHF otro aviso de Securité indicando que estaban dragando su entrada y habían disminuido provisionalmente el canal de acceso. Demasiados imponderables para embocarlo a cabalidad con aquel viento. Además allí no tenían la nevera en existencias. El siguiente era Le Lavandou (43º 8,11’ N; 6º 22,32’ E) un poco más al Norte. Pero con este no conseguimos contactar con la tienda de Accastillage Diffusion por mucho que lo llamamos, incluso dentro de su horario de oficina, y como el viento aún era manejable decidimos seguir al siguiente puerto, Cavalaire sur Mer. Pero para llegar a él teníamos que pasar dos cabos más, Cap Nègre y Cap Cavalaire, lo que era otro motivo de preocupación. En efecto, con esa ventolera cada cabo es un peligro, pues la fuerza del viento aumenta por lo menos en dos o tres grados (de fuerza 6 a fuerza 8 o 9) al ser forzado el aire por los contornos del relieve de los acantilados del cabo, y empeora la marejada. Pero en ese momento las cartas ya estaban echadas. Por si fuera poco la radio emitió un Mayday por un hombre al agua, de 25 años, del que daba hasta el color de su ropa, en una posición que no pude oír y del que no volvimos a escuchar nada más. Por eso cada vez que nos acercábamos a un nuevo cabo y veíamos aquellas olas deshilachadas un frío me recorría la espina dorsal. Al pasar esos cabos es cuando alcanzamos 6,5 nudos de velocidad llevando desplegado solo el 50 % del génova, un pañuelito. Por supuesto Nacho y yo íbamos con los chalecos puestos y los arneses siempre atados, y una línea de vida arrastrando por la popa por si alguien se caía en aquel mar inamistoso.

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