Álvaro González de Aledo Linos - Un tripulante llamado Murphy

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El pediatra y navegante cántabro Álvaro González de Aledo cuenta en este libro la navegación que realizó a la Isla de Elba y el Archipiélago Toscano en el Corto Maltés, su pequeño velero de serie de seis metros de eslora, volviendo a España por el río Ródano y los canales del Sur de Francia. Fue un viaje lleno de incidentes, desde el primer día durante el transporte por carretera al Mediterráneo, durante la navegación, con abundantes golpes de mistral , y hasta los últimos días con averías del fueraborda, que estuvieron a punto de hacerle abandonar.Hasta tal punto se concentraron en este viaje los problemas que el autor consideró que Murphy se le había colado de polizón y fue haciendo un tanteo de las veces en que este le asestaba un golpe frente a las veces que le sonreía la fortuna de forma inesperada. Y con independencia del resultado final, considera que la navegación en barcos pequeños y con escaso presupuesto continúa siendo una de las formas más simples de descubrir el mundo y la felicidad sencilla .En este libro, en vez de dibucartas o dibupoemas, ha incrustado en el texto «dibufirmas» , el más difícil todavía de convertir las letras en dibujos. Ha hecho sus siluetas con las letras de una sola palabra, y por tratarse de un libro de náutica, dibujos de los barcos más variados y siempre con el nombre de los puertos en los que recaló. Otra forma original y atípica de que el lector disfrute con él de cada escala.El libro está prologado por los navegantes trans-mundistas Isabel Navarro y Guillermo Cabal , que en su velero «Tin Tin» están dando la vuelta al mundo a vela.

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Intentamos llegar con las bicis al Puerto de La Lave (43º 21,56’ N; 5º 18,09’ E). Es un pequeño puerto que se hizo en la entrada de un túnel navegable, el Túnel de Rove, que comunicaba el extremo Norte de la Rada de Marsella con el mar interior Étang de Berre a través de las montañas de L’Estaque. Desde el Étang de Berre se comunicaba mediante canales con el Río Ródano. El túnel se empezó a construir en 1911 aunque la idea se proponía desde el siglo XVII. Se emplearon 3.000 obreros, fundamentalmente inmigrantes españoles e italianos, de los cuales muchos murieron pues la perforación se hacía con martillos y explosivos. Mide más de 7 kilómetros de largo, 22 metros de ancho (permitía cruzarse a dos peniches en su interior), 15 metros de alto (se podía pasar en veleros) y 4 metros de calado. Se inauguró en 1927 y se utilizó para comunicar ambos mares hasta que en 1963 un derrumbe colapsó 200 metros del túnel provocando en superficie un agujero de 15 metros. Desde entonces no se ha vuelto a utilizar y su entrada en el lado Sur, el que da a Marsella, se habilitó para puerto deportivo que es el que queríamos conocer. Hay un proyecto para reparar el túnel y volver a hacerlo navegable, además de que mejoraría el flujo de agua del Mediterráneo hacia el “étang” combatiendo su problema de eutrofización. La boca del túnel es impresionante, excavada directamente en una pared rocosa de varias decenas de metros de alto. Salimos con las bicis para recorrer los 12 kilómetros que lo separan del Vieux Port, donde estábamos, pero las calles de Marsella fueron dejando paso a carreteras, luego a vías rápidas con pasos a distintos niveles y calzadas de varios carriles, casi una autopista, y nos dio miedo seguir en nuestras bicis de juguete por aquel asfalto. Muy a nuestro pesar no nos quedó más remedio que ponernos el collar y volver con el rabo entre las piernas. Yo me hice el firme propósito de recalar en La Lave en la navegación de vuelta, aunque Mario ya se lo perdería.

El entorno del Vieux Port es curioso de recorrer. En el agua han mantenido la base de las dos columnas que sostenían el antiguo puente sobre el puerto, que fue bombardeado en la guerra y posteriormente sustituido por un túnel bajo el agua que es el que se mantiene actualmente en servicio. Es solo para el tráfico rodado pero es una vía rápida y no nos atrevimos a pasar en bici, y además dar la vuelta por arriba era mucho más entretenido. Hay varias dársenas, muchas de ellas con las oficinas, e incluso las grúas y los varaderos, construidos sobre plataformas flotantes. Una de las dársenas era para barcos clásicos, y había auténticas joyas de madera perfectamente mantenidas, barnizadas y pintadas con esmero. Había una noria panorámica y un curioso tejado panelado con espejos en su parte inferior, de manera que veías el mundillo peatonal, y a ti mismo, desde arriba como lo vería un pájaro. En una fachada había un jardín vertical (las plantas vivas creciendo en la pared) con una silueta artística de la línea del cielo de la ciudad, y especialmente la basílica de Notre-Dame sobre un corazón rojo y una selva de verdor. Estaba tan bien hecho que parecía una pintura, y no te dabas cuenta de que eran plantas vivas hasta que el viento las movía. Además el sábado todo el entorno del Vieux Port era un mercadillo de arte, artículos náuticos, comidas y artesanía animadísimo. En una plaza había dos esculturas, una de un toro y otra de un león, que son los animales del escudo de Marsella. Lo curioso es que el escultor les había dotado de zancos y sus cuerpos estaban a la altura de un segundo piso. En otra plaza vimos una reproducción del David de Miguel Ángel.

Por la mañana, antes de que cerrasen las tiendas, intentamos también comprar una nevera nueva. Ninguna de las tiendas de náutica del entorno del puerto, que había muchas, la tenía en stock. La última nos hizo el favor de llamar por teléfono a una de material de camping, “Aux Vieux Campeur”, en un barrio periférico de Marsella, y allí nos dijeron que tenían una. Después de recorrer las calles de Marsella contrarreloj para llegar antes del cierre resultó que era muy grande para el hueco que tiene el Corto Maltés para la nevera y no la compramos. Los días siguientes estuvieron marcados por las gestiones para localizar una, lo que conseguimos una semana después en Cavalaire.

El día siguiente, domingo, se marchó finalmente Mario y a media mañana llegó Nacho. Seguía soplando el mistral con fuerza 8 y así no íbamos a salir en ningún caso, o sea que dedicamos el día a recorrer la ciudad. Subimos a la basílica de Notre-Dame de la Garde, casi 150 metros de desnivel con las minibicis, y desde allí Marsella se extendía a nuestros pies como un mapa. Contemplamos las vistas de toda la ciudad y de las islas que iríamos a conocer en cuanto pudiéramos salir de aquel encierro. Desde lo alto se veía el mar turquesa azotado por el mistral, fuera del puerto las crines de las olas levantando espuma y dentro del malecón plano como una piscina en un día de verano, y el aire limpio con una visibilidad extraordinaria. Para los del Norte un temporal es sinónimo de un cielo oscuro cubierto de nubarrones, el mar negro como un pozo sin fondo, mucho frío, la visibilidad reducida y la lluvia volando en horizontal haciendo inútiles hasta los paraguas. Pues allí el mistral pueden estar soplando con fuerza 8 en el mar, y en tierra ir los chicos en camiseta de deltoides, y las chicas con camisolas y vestiditos de talla escasa pareciendo mariposas al andar por las calles, y con un ramillete de sonrisas bajo un sol espléndido. De hecho la subida en bici a la basílica nos había costado una soberana sudada y no parábamos de darnos crema solar para no quemarnos. Ya puestos, yo prefería ese temporal seco donde por lo menos te evitas el mal rato de tener todo el barco condensando humedad, resbaladizo y pasando frío. Pero hay que reconocer que asusta su fuerza, y sobre todo cómo puede cambiar de intensidad en pocas horas. En algunas de nuestras fotos de aquel día se deja ver el mar encrespado lleno de olas y rompientes bajo un cielo azul, y nosotros contemplándolo desde tierra en manga corta. El interior de la Basílica tenía colgados del techo exvotos con maquetas de barcos, seguramente de personas que consideran que la Virgen les salvó de un naufragio.

Volvimos de la basílica por una senda costera, peatonal y ciclable, con unas vistas espectaculares sobre todo hacia las islas del archipiélago de la Rada de Marsella, If, Frioul, Tiboulen y Planier en el horizonte, porque con el mistral la visibilidad es extraordinaria, y que a nosotros nos hacían volar la imaginación sobre lo que descubriríamos en ellas los siguientes días. Además esa senda costera pasaba por los pequeños puertos y varaderos que aún quedan en el entorno de esa gran ciudad como reliquias de lo que fue en el pasado. Uno de los puertecitos era el de los pescadores, y era tan pequeño que las barcas estaban amarradas en dos filas paralelas, unas a flote y las otras en seco en una pequeña rampa pegando a la calle. En esa rampa cada barca tenía una casetita con el cabrestante para tirar de la embarcación y sacarla del agua. No nos imaginamos la forma de botarlas, porque inmediatamente en el agua detrás de ellas estaba la otra fila de barcas a flote, en una línea compacta y cerrada. Suponemos que se ponen de acuerdo para salir a pescar todos a la vez. El entorno estaba lleno de restaurantes de pescado y lugares típicos para tapas y picoteo. Finalmente recorrimos algunos parques de la ciudad y volvimos a cenar al barco.

Allí nos llegó la noticia de que se había publicado en el suplemento dominical de muchos periódicos de España un artículo sobre nuestra actividad de vela solidaria Carpe Diem, centrado en el punto de vista de los niños, a dos de los cuales habían entrevistado. Era un orgullo para nosotros y nos animó la velada. Tras la cena planificamos un poco nuestras siguientes etapas. Por lo pronto el día siguiente, lunes, que seguiría soplando el mistral aunque más flojo, haríamos una etapa corta, solo hasta las islas situadas frente a Marsella. Seguramente dormiríamos en ellas y las exploraríamos con las bicis. A partir del martes seguirá soplando del Oeste pero ya sin la fuerza de esos días y eso nos facilitará mucho nuestra progresión hacia el Este.

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