Álvaro González de Aledo Linos - Un tripulante llamado Murphy

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El pediatra y navegante cántabro Álvaro González de Aledo cuenta en este libro la navegación que realizó a la Isla de Elba y el Archipiélago Toscano en el Corto Maltés, su pequeño velero de serie de seis metros de eslora, volviendo a España por el río Ródano y los canales del Sur de Francia. Fue un viaje lleno de incidentes, desde el primer día durante el transporte por carretera al Mediterráneo, durante la navegación, con abundantes golpes de mistral , y hasta los últimos días con averías del fueraborda, que estuvieron a punto de hacerle abandonar.Hasta tal punto se concentraron en este viaje los problemas que el autor consideró que Murphy se le había colado de polizón y fue haciendo un tanteo de las veces en que este le asestaba un golpe frente a las veces que le sonreía la fortuna de forma inesperada. Y con independencia del resultado final, considera que la navegación en barcos pequeños y con escaso presupuesto continúa siendo una de las formas más simples de descubrir el mundo y la felicidad sencilla .En este libro, en vez de dibucartas o dibupoemas, ha incrustado en el texto «dibufirmas» , el más difícil todavía de convertir las letras en dibujos. Ha hecho sus siluetas con las letras de una sola palabra, y por tratarse de un libro de náutica, dibujos de los barcos más variados y siempre con el nombre de los puertos en los que recaló. Otra forma original y atípica de que el lector disfrute con él de cada escala.El libro está prologado por los navegantes trans-mundistas Isabel Navarro y Guillermo Cabal , que en su velero «Tin Tin» están dando la vuelta al mundo a vela.

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De momento decidimos entrar en el Vieux Port o Puerto Viejo (43º 17,73’ N; 5º 21,58’ E), el más céntrico de todos los de Marsella y situado en una esquina al Sur del superpuerto. La vista llegando a Marsella es impresionante, con en primer plano el largo malecón de 8 kilómetros que protege los múltiples puertos interiores (Marsella es el segundo puerto más grande de Francia) por encima del cual asoman los ferris y mercantes amarrados dentro, y sobre ellos la ciudad vieja con sus edificios y, sobre todo, la basílica de Nuestra Señora de la Guarda (en francés, Notre-Dame de la Garde) en lo alto de una colina vigilando todo. Este enorme malecón y los superpuertos interiores se construyeron en el siglo XIX cuando se inauguró el Canal de Suez en 1869 y empezaron a llegar barcos que no cabían en el Vieux Port. Pasado el malecón lo que te guía es la catedral y su enorme cúpula. Entramos sin ninguna fanfarria, y una vez dentro llamamos por radio por el canal 12 para solicitar plaza y alguien salió diciendo que no tenían plazas de atraque. Era el puerto público. La noticia era para destrozar los nervios más templados, porque aunque hay otros puertos más al Norte el cambio de destino nos obligaría a volver a salir al mar por fuera del malecón que protege los puertos (no se puede navegar por dentro en los barcos deportivos) navegar esos 8 kilómetros ciñendo contra el viento que ya era de fuerza 6-7, y confiar en que en alguno de ellos tuvieran plaza. Y eso lloviendo. Podía suponer 2 o 3 horas más de navegación y ya eran las 17:30 h, estábamos desmoronados como si los huesos nos hubieran desaparecido, y no habíamos comido, o sea, estábamos casi en K.O. técnico.

Pero se metió en la conversación alguien que no se identificó y nos dijo que también había marinas privadas en el Vieux Port y que habitualmente tenían plazas; que llamáramos por el canal 27. Luego los de la capitanía del puerto público regañaron a ese que no se había identificado por meterse en una conversación que no le concernía, pero gracias al voluntario anónimo nos evitamos el cambio de puerto. A los que habría que reñir es a ellos, que sabiendo que podíamos encontrar plaza en el mismo puerto no nos daban la información. Para entonces habíamos pasado por delante de la entrada de los pantalanes del club privado CNTL (Cercle Nautique et Touristique du Lacydon) en el Muelle Marcel Pagnol, y sin llamar por radio entramos a preguntar. Nos abarloamos a un velero enorme amarrado justo delante de las oficinas y resultó que nos dejaron una plaza libre, justo enfrente de la mole del Fort St-Jean, y por un precio más barato que el del día anterior en Port Gardian (15 euros en vez de 20) con lo que decidimos quedarnos en este rinconcito los tres días del cambio de tripulación. Murphy: 4, Corto Maltés: 3. Era viernes 13 de mayo y el día siguiente se despedía Mario y se incorporaba Nacho López-Dóriga, otro amigo navegante y colaborador con nuestra actividad de vela solidaria Carpe Diem con los grumetillos del Hospital Valdecilla, para acompañarme los siguientes 17 días y llevar el Corto Maltés hasta Pisa.

El club náutico donde estaban las oficinas era muy lujoso un edificio situado - фото 8

El club náutico donde estaban las oficinas era muy lujoso, un edificio situado, como muchos otros, sobre una plataforma flotante dentro del agua del Vieux Port. Tenía muebles de cuero, barandillas de maderas nobles, un restaurante de muchos tenedores y en la recepción, números gratuitos de la revista Voiles et Voiliers a disposición de los socios para que se los llevaran. Por la noche hacían fiestas de traje largo en la terraza. Sin embargo el edificio de los aseos para los barcos de tránsito estaba alejado del edificio principal, en un prefabricado al que se llegaba andando unos cinco minutos a lo largo de los muelles y después de pasar bajo un puente que sostenía una de las arterias del tráfico de la ciudad. El agua de las duchas salía casi fría, aunque en aquellos días no importaba porque al poco de llegar dejó de llover y todo el fin de semana aguantamos un sol tórrido y un calor pegajoso.

Cuando a media tarde fuimos por fin a prepararnos algo para comer nos dimos cuenta de que nuestra neverita se había amotinado y había dejado de funcionar, y empezamos el largo viacrucis de encontrarle sustituta. Murphy: 5, Corto Maltés: 3. En nuestras navegaciones anteriores habíamos carecido de nevera y la suplíamos con una caja de porespán y frigolines o cubitos de hielo. Pensábamos que la batería no daba para tanto, pues la nevera es uno de los principales consumidores de energía de barco. En este viaje llevábamos una neverita eléctrica de camping basada en el efecto Peltier, que consigue 18 ºC por debajo de la temperatura ambiente y carece de termostato. No es como las neveras con compresor que alcanzan 4-8 ºC en cualquier circunstancia. Con las del efecto Peltier si en la cabina hace, por ejemplo, 35 ºC (algo habitual en verano) dentro de la neverita solo se consigue bajar a 17 ºC, pero es mejor que nada. Se conecta a la batería y no usa gas, y nuestro modelo consumía 28 W(2 A/hora) y por eso la enchufábamos solo cuando había mucha insolación y el panel solar cargaba a tope, cuando íbamos a motor (que también carga la batería) o cuando estábamos en una marina conectados a la electricidad del pantalán. Su amotinamiento nos obligaba a volver a pedir el favor de congelarnos los frigolines hasta que consiguiéramos otra, lo que no iba a ser nada fácil. En las navegaciones de travesía no puedes dejar un aparato a reparar porque entonces no cambias de puerto y no avanzas, y comprar uno similar es difícil porque son aparatos de poca venta, no los tienen en stock y tardan días en traerlos si los encargas. La única solución era confiar en encontrarla por azar en una tienda de náutica, o pedirla por teléfono a una tienda de nuestro futuro recorrido que quisiera encargárnosla y pasar a recogerla cuando recaláramos en ese puerto. Comimos unos bocadillos a bordo y dedicamos el resto de la tarde a un recorrido rápido por Marsella y a buscar la estación de los autobuses que llevaban al aeropuerto y sacar los billetes para Mario.

Por la noche la luna creciente, como media moneda de oro viejo, parecía un emoticono que me hiciera un guiño diciendo que no me preocupara, que todo saldría bien. El día siguiente era sábado y las oficinas abrían solo por la mañana. A las 9 se marchó Mario para coger su avión, pero a la hora me llamó para decirme que el vuelo se había anulado y no le daban otro alternativo hasta el día siguiente, o sea que volvió a bordo a acompañarme un día más. En el aeropuerto hubo escenas hasta de lloros, porque una gran parte del pasaje iba a un concierto único de Bruce Springsteen en Barcelona y se lo iban a perder. Algunos chicos jóvenes se estaban poniendo de acuerdo para alquilar coches en común e intentar llegar por sus propios medios. A Mario también le había cambiado el semblante, pero porque venía con la triste noticia de que un amigo suyo había fallecido en un accidente de buceo, y eso nos ennegreció el fin de semana.

En Marsella estaban de celebraciones porque el lunes era festivo, quizás por pasar el Domingo de Pentecostés al lunes o algo así. Habían preparado un espectáculo de funambulismo en el que cinco artistas del equilibrio iban a intentar pasar por una cinta de 2,5 cm tendida entre la Torre Fanal y el Palacio de Pharo, un recorrido de 250 metros por encima del puerto. Para tender la cinta habían tenido que regular el tráfico de los veleros por debajo, porque podrían darle con el mástil. Habían establecido zonas y horarios según la altura del mástil del velero y estaba prohibido ver el espectáculo desde el agua parando el barco debajo. Lo malo fue que ya soplaban vientos atemporalados (llegó el anunciado mistral de fuerza 8) y así no se podía hacer el espectáculo. El sábado lo suspendieron y aunque inicialmente lo trasladaron al domingo, finalmente no se realizó porque seguía soplando igual. Menos mal que esos dos días no nos tocaba navegar. Aprovechamos nuestra estancia para recorrer Marsella.

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