Álvaro González de Aledo Linos - Un tripulante llamado Murphy

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El pediatra y navegante cántabro Álvaro González de Aledo cuenta en este libro la navegación que realizó a la Isla de Elba y el Archipiélago Toscano en el Corto Maltés, su pequeño velero de serie de seis metros de eslora, volviendo a España por el río Ródano y los canales del Sur de Francia. Fue un viaje lleno de incidentes, desde el primer día durante el transporte por carretera al Mediterráneo, durante la navegación, con abundantes golpes de mistral , y hasta los últimos días con averías del fueraborda, que estuvieron a punto de hacerle abandonar.Hasta tal punto se concentraron en este viaje los problemas que el autor consideró que Murphy se le había colado de polizón y fue haciendo un tanteo de las veces en que este le asestaba un golpe frente a las veces que le sonreía la fortuna de forma inesperada. Y con independencia del resultado final, considera que la navegación en barcos pequeños y con escaso presupuesto continúa siendo una de las formas más simples de descubrir el mundo y la felicidad sencilla .En este libro, en vez de dibucartas o dibupoemas, ha incrustado en el texto «dibufirmas» , el más difícil todavía de convertir las letras en dibujos. Ha hecho sus siluetas con las letras de una sola palabra, y por tratarse de un libro de náutica, dibujos de los barcos más variados y siempre con el nombre de los puertos en los que recaló. Otra forma original y atípica de que el lector disfrute con él de cada escala.El libro está prologado por los navegantes trans-mundistas Isabel Navarro y Guillermo Cabal , que en su velero «Tin Tin» están dando la vuelta al mundo a vela.

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Así pues el día siguiente hicimos una navegación supercorta, para conocer la Isla Frioul, a solo 4 millas. Empezaban unas etapas relajadas en comparación con la semana que acababa de pasar con Mario, pues Nacho y yo teníamos 17 días para hacer unas 265 millas. Había muchos lugares, y sobre todo muchas islas, para conocer sin prisa. Era lunes 16 de mayo y festivo en Francia, con la mala suerte de que la cafetería donde nos habían guardado los frigolines para congelar estaba cerrada cuando nos íbamos, y no pudimos recuperarlos. ¡Vaya forma de empezar nuestra navegación, sin nevera y sin frigolines! Por eso llevo siempre frigolines de repuesto en el barco pero claro, estaban calientes. Hicimos gasolina y salimos a las 9:30 h. Fue una etapa de solo una hora y navegando solamente con el génova pues no merecía la pena correr más, y aun así íbamos a 4-5 nudos. Dejamos a babor la Isla de If, con su castillo, antigua prisión, en la que no se puede desembarcar si no es con visitas guiadas que salen del Vieux Port. Esta fortaleza habría custodiado a Edmond Dantès, el héroe imaginario de la novela El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas. Llegamos Frioul a las 10:30 h y nos sorprendió ver los comercios del pequeño poblado abiertos, porque era festivo en Francia. Nos explicaron que desde 2004 todos los trabajadores tienen obligación de trabajar un día festivo al año, y las ganancias de ese día son para reflotar la caja de las pensiones de los jubilados. Aunque cada empresa puede decidir el festivo que trabaja, el gobierno sugirió que fuera hoy.

Las islas de Frioul son en realidad dos, Ratonneau al Norte y Pomègues al Sur. Además hay un pequeño islote, Tiboulen, detrás de las dos principales. Las dos grandes se unieron por un dique artificial en 1824, posteriormente mejorado, para ampliar la capacidad de la isla como lazareto donde se hacía la cuarentena de los buques procedentes de las Indias, y han quedado como dos hermanas siamesas. Más adelante en el espacio cerrado de mar que quedó entre ambas se construyó el puerto donde nos quedamos nosotros. Antes de la entrada al puerto nos llamó la atención en la costa un barco subido a las rocas. De más cerca comprobamos que era la casa de los prácticos, una de las oficinas de la zona de Marsella-Fos, que la han construido con la forma de la proa y el puente de un mercante. Tiene hasta su ancla. Muchos ferris y vedettes entran a diario desde Marsella, y como tienen preferencia hay estar atento a esquivarlos. En la marina nos recibió Rudi, el marinero de guardia, que al estar el muelle vacío nos dijo que amarrásemos como quisiéramos. Rudi era hijo de padre y abuelo españoles, pero no tenía ni idea de nuestro idioma. Nos pusimos abarloados al muelle, aunque había boyas para amarrarse de proa al muro y la popa a la boya, porque así era más fácil desembarcar las bicis. Nos dijo que si vinieran muchos barcos, algo improbable en mayo, nos avisaría para cambiar el amarre, pero no hizo falta. Los pocos barcos que vimos llegar a lo largo del día entraban para estancias cortas, posiblemente comer en alguno de los restaurantes de la isla (los amarres para el tiempo de una comida no se cobraban) y se volvieron a Marsella al término de la tarde, quedándonos solos en el muelle. En el puerto amarran habitualmente unos 600 barcos, y está rodeado de construcciones de los años 70, algunas viviendas de cuatro o cinco pisos en tonos pastel donde viven una centena de habitantes, y algunos comercios. Hicimos los papeles y nos guardó los frigolines en su congelador, en la salita al lado de la oficina.

Dedicamos el día a conocer las dos islas. Lo primero que hicimos fue recorrer el curioso muro que las une bautizado inicialmente como “Dique Berry” y posteriormente, en 1831, como “Dique de Frioul”. Tiene más de 300 metros de largo y a su entrada hay esta advertencia apocalíptica:

“Atención peatones. Están ustedes sobre el Dique Berry. Esta obra marítima no está concebida para los peatones. Sigan el itinerario previsto a este efecto. Toda persona que recorra el dique lo hace bajo su entera responsabilidad”.

Supusimos que aunque ese día el mar estaba tranquilo, con los temporales las olas podrían rebasar el dique y hacerlo peligroso. Aunque es bastante alto (7 metros sobre el agua) su fachada que se enfrenta a las olas da al Oeste, justo el peor sector de viento en esta costa y en algunos temporales las olas pueden superar esa altura. Se construyó entre 1822 y 1824, bajo el reinado de Luis XVIII y se bautizó así en recuerdo del Duque de Berry, heredero del trono y asesinado en 1820. El dique transformó en un auténtico puerto de refugio lo que antes era un mero fondeadero desde la época romana. Su origen está en la epidemia de fiebre amarilla que asolaba España en 1820. El miedo invadió Marsella ante el recuerdo de la epidemia de peste negra que, un siglo antes, había reducido su población a la mitad. Ante la amplitud de la catástrofe, el antiguo puerto de cuarentena, que era simplemente el fondeadero de la Isla de Pomègues, era insuficiente. Cuando estuvimos nosotros no había ningún peligro y la gente paseaba por encima del dique tanto andando como en bici.

Después fuimos a recorrer las islas en las bicis. No tienen carreteras asfaltadas sino pistas y senderos. Durante muchos años han sido posiciones defensivas avanzadas y por eso están sembradas de restos de fuertes militares, baterías, puestos de observación, etc. En la Segunda Guerra Mundial estuvieron ocupadas por los alemanes, quienes construyeron nuevas fortificaciones que se distinguen por ser ya de hormigón. Las construyeron con mano de obra de marselleses reclutados a la fuerza por los invasores. Los aliados bombardearon masivamente las islas para destruir esas fortificaciones que les impedían el avance sobre Marsella, y por todas partes se distinguen los agujeros de las bombas. Tras la guerra siguieron siendo terreno militar y su entrada estando prohibida, hasta que en 1975 el puerto militar se transformó en puerto deportivo y se autorizó a crear un pequeño núcleo urbano alrededor, y en 1995 la isla entera se cedió a la comuna de Marsella. No se admiten los coches e incluso las bicis tienen limitaciones, que conocimos posteriormente.

Por la mañana recorrimos la de Ratonneau al Norte Estaba plagada de gaviotas - фото 9

Por la mañana recorrimos la de Ratonneau, al Norte. Estaba plagada de gaviotas patiamarillas. Al parecer se han censado más de 8.000 parejas y ya son, como en otros lugares, un problema pues degradan la flora y compiten con otras especies, desplazándolas. Son la misma especie que anida en Santander, pero en Ratonneau ya tenían a los pollitos crecidos, mientras que en Santander salen de los huevos, blandos como un edredón, a primeros de junio. Ratonneau tiene más restos militares (ruinas de cuarteles, baterías defensivas, santabárbaras o polvorines, búnkeres, nidos de ametralladoras, etc.) que Pomègues. Algunos fuertes son ahora de propiedad particular, y después de dar un largo rodeo para llegar a ellos te encontrabas un cartel que prohibía su entrada. Vimos las ruinas del hospital Carolina, donde se hacía la cuarentena de la fiebre amarilla, que estaban restaurando. En el patio había una especie de tarima o escenario porque allí se celebra cada año un festival de música. Finalmente, en Ratonneau se encuentra el pueblecito habitado y los pocos comercios, bares y restaurantes. No hay plazas hoteleras ni está permitido el camping, o sea que si no vives allí la única forma de pernoctar es llegando en velero.

En una plaza nos sorprendió un intercambiador de libros con forma de rinoceronte, obra de un escultor que ha realizado otros muchos intercambiadores con forma de animales que iríamos viendo en este viaje en otros puertos. Es Jean Michel Rubio, de la compañía Art Book Collectif, y como siempre la justificación de la obra está sujeta a mucha subjetividad. También ha realizado una enorme jirafa en Marsella, un toro y una enorme concha en Port Saint-Louis du Rhône, que veríamos a la vuelta, y otras. Por lo demás Frioul no tiene servicios públicos, policía, escuela, médico, etc., y los pocos habitantes deben ir a Marsella para cualquier necesidad. Eso crea un cierto resentimiento contra el Continente, y en 1997 el propietario del fuerte Brégantin, en la punta más occidental de Ratonneau, y algunos amigos fundaron la República Libre de Frioul, una pantomima que nombró su propio presidente, editó su propia moneda y hasta solicitó la entrada en la ONU.

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