Varios autores - Solo se lo diría a un extraño

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Un taller de escritura virtual, a inicios de una cuarentena obligatoria, reúne a desconocidos en una sala de
Zoom. Motivados por las consignas de escritura, comienzan a develarse, en textos cortos, historias y relatos que fluctúan entre la ficción y la realidad.Temas como el poder, la infidelidad, la maternidad, el suicidio y los secretos de familia se repiten en los diferentes autores, manifestándose en distintos estilos y tonos. Es así como "
Solo se lo diría a un extraño" reúne los mejores textos escritos en aquel taller de cuarentena donde un grupo de desconocidos decidió desvestirse con palabras.

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Venía de ganar la copa Doodero y fui de los primeros en llegar a Pigalle. Era junio, a finales de los noventa, y había quedado en encontrarme a las once con unos amigos en Le Bus. Me mataban las ganas de gozar de la noche parisina.

—Je ne te connais pas —me retó el portero, con esa cara de culo que tienen los franceses.

Nunca me había sentido tan sudaca en mi vida. Felizmente, me duró poco. Llegó El Topo y, con ese aire canchero que solo tienen los argentinos, dijo en un pésimo inglés:

–Polo player.

¡Bum! Todos adentro. Incluso Guillermo Vilas, que entró con nosotros. Federer, en cambio, se quedó afuera, con su blazer azul y sus zapatos blancos. No había sido suficiente perder ese día en el Roland Garros, ahora estaba como cualquier mortal, ignorado en una fila de discoteca.

París era el centro del mundo. Pasaba dos meses al año jugando allí la temporada de primavera, y Le Bus era el lugar donde todos querían estar. Polo, champagne, fernet, fiesta. ¿Qué más se podía querer?

La noche prometía rumba. Vilas devolvió el gesto invitándonos al mejor VIP, cerca a la pista, y nos contó que viajaba a la India esa misma noche con su guapísima novia. La música se iba poniendo cada vez mejor.

Al poco rato, se nos unieron los dos amigos de El Topo: Tomy, también del polo, un pata divertido y burlón, y Antonito, un flaco desgarbado que resultó ser el hijo de De la Rúa, el entonces presidente de Argentina, pero, sobre todo, el novio de Shakira.

No sé bien cómo, pero a la media hora yo estaba bailando con Shakira entre dreads rubios y sus caderas seductoras.

—To the rescue here I am —me cantaba al oído, acompañando esa canción de Marley en versión electrónica que retumbaba en todo Le Bus.

Nunca más pude volver a oír esa canción sin acordarme de la química con la colombiana, de su candidez cuando me preguntó si yo era profesor de surf y la carcajada que lanzó cuando le dije que era granjero.

Alguien dijo “¡Foto! ¡Foto!”.

Nos apretamos entre todos, y ella, sin pedir permiso, se sentó insinuante en mis piernas. Antonito tomó la foto.

A veces, cuando me siento desanimado, saco la foto con Shakira y recuerdo que esa noche, al menos esa noche, entre el suelo y el cielo (como cantaría ella), yo sí la encontré.

A donde nadie sabe

Cuando di a luz a Juanita, lo vi entrar a la habitación de la clínica. Estaba apoyado contra la pared, con su capucha azul marino y el esparadrapo en la barbilla. Él me miraba con mi hija en brazos y sonreía. Y aunque teníamos mucho que decirnos, no nos dijimos nada.

Esa fue la última vez que vi a Joaquín.

La primera vez que lo vi fue en un hotel en Los Ángeles, antes de tomar nuestro vuelo a Indonesia. Su equipaje era una funda llena de tablas hawaianas y un poco de ropa. Me saludó como si me conociera de siempre. Esa noche, los cuatro viajeros tomamos cerveza. Yo era la única chica del grupo.

En nuestra escala en Hong Kong, unos policías lo encañonaron. Lo acusaban de tener un arma en la maleta. Yo lo miraba desde el ventanal de la sala de embarque, con los brazos alzados, intentando dar explicaciones. Poco sabía de él, así que supuse que podría ser cierto lo del arma, aunque esa sonrisa no era la de un tipo con intenciones de matar a nadie.

Al tercer día en Indonesia, se rompió la barbilla. Una ola de Uluwatu lo lanzó contra los corales. Se le veía aún más guapo con ese esparadrapo cubriéndole la herida.

Una noche, me pidió que le contara un secreto que él sabía que yo guardaba. Me negué a hacerlo. Algunos días después, le grité el secreto, pero no sé si lo escuchó.

Ese día, Joaquín llevó el arma. Como no había olas, decidimos bucear en la playita de Puri Pau Pau. Sep, un amigo indonesio, nos llevaría en su pequeño bote a unos pocos kilómetros de la orilla. Él nos esperaría echado en las maderas de su humilde embarcación mientras nosotros buceábamos en ese mar cálido del noreste asiático.

Joaquín tenía la habilidad de permanecer bajo el agua más tiempo de lo normal. Se sumergía, luego tomaba una bocanada de aire y volvía a bajar. Sentada en el bote, con los pies sintiendo el agua tibia del mar, contaba en voz alta los segundos que desaparecía: 44, 45, 46, 47. Tuve que detenerme cuando Joaquín no volvió a subir.

Quizás la corriente lo había llevado a unos metros de donde estábamos o se había ido a explorar los pequeños arrecifes que nos rodeaban. Decidimos subirnos al bote y buscarlo. Hasta que por fin lo vimos, nadando con esa parsimonia que lo caracterizaba. Mientras nos acercábamos a él, nos reíamos aliviados, y no desaprovechamos la oportunidad de insultarlo por el susto que nos había hecho pasar.

—¡Joaquín de mierda! —le gritaba Guillermo, entre la rabia y el consuelo.

Las risas desaparecieron cuando nos dimos cuenta de que, lo que parecía Joaquín nadando, en realidad era un pedazo de madera rodeado por plantas.

Sep, con la cara transformada, sugirió ir en busca de ayuda. A nosotros nos dejó en un pedazo de tierra que no alcanzaba la categoría de isla. Mojados, nos sentamos en la orilla de ese mar tranquilo y aparentemente inofensivo. Nadie podía pronunciar una sola palabra. Yo aún no recuerdo lo que pasó por mi mente en esos minutos de espera, de naufragio.

Lo buscamos por cinco días: buzos, helicópteros, representantes de embajadas y policías especializados. Nunca encontramos su cuerpo. Con la ayuda de un brujo de la zona y en la mitad de la noche, solo pudimos hallar su arma en la profundidad del mar. Aquella que intentaron confiscarle en el aeropuerto de Hong Kong y no pudieron. Ese arpón que terminó matándolo.

A veces, pienso que Joaquín nunca se ahogó y está escondido en algún lugar, quién sabe por qué. Y solo el día en que nació Juanita decidió dar tregua a su clandestinidad para conocer a mi hija y sonreírme desde esa pared, con su capucha azul y el esparadrapo en la barbilla. Si fueron las drogas de la cesárea las que me hicieron alucinar, nunca lo sabré; lo cierto es que yo lo vi.

A veces, cuando estoy en lugares con mucha gente, lo busco, pero todavía no lo encuentro.

Agradécele a Donald Trump

A mis 29 años, yo ya era un monstruo: había sido un exitoso gestor de fondos en Banesto Madrid, había terminado mi MBA en el Instituto de Empresa, me acababan de contratar para el grupo de Corporate Finance de Bear Stearns en Nueva York y me jugaba ocho sets de squash al hilo y como si nada.

Pero durante mi ascenso al Olimpo, Zeus envió algunas plagas: Papapa perdió sus millones; tu padrino, su banco; tu tío, su empresa; y yo, mi buen juicio. Nuestro imperio había colapsado y yo debía reconstruirlo. Fue este torcido delirio el que parió al vil Oscar Trump.

A lo largo de mi secuestro, llegué a razonar, comportarme y hasta peinarme diferente (los gemelos Paul Smith le iban re-cool al traje de cojudo). Mi esencia fue a parar a un baúl, mientras en mí habitaba un ser vehemente y plástico. Para tu fortuna, esa actitud filtró algunas conquistas inmerecidas, entre ellas, tu madre, quien cayó engatusada con mis trumposos encantos.

Oscar Trump me mantuvo sometido hasta años después de haber regresado a Lima, cuando, junto con varios amigos bien capitos, aposté las pocas balas que tenía a un negocio superinteresante. El problema fue que el negocio nunca despegó. Y lo interesante es que fue súper, sí, pero ¡catastrófico!

Recuerdo una cháchara por ahí, ya en plena revolcada, con uno de esos superamigos:

—¿Sabes que cuando arrancamos el proyecto nos decían el Dream Team?

—¡Anda! ¿Sí? ¿Y ahora? —pregunté, todo estúpido.

—Ahora nos dicen el Dreaming Team.

Pocos meses después, y sin un centavo en el banco, yo andaba amargado, loser y gordo como morsa de acuario. Tu madre, muy lista y rauda, pensó: “Este no era el deal, compadre”. Me dejó como quien se deshace de su jean favorito (manchado con sillao) y rehízo su vida al lado de un exitoso abogado con cara de culebra, pero muy buen tío. El fracaso se apoderó de mi locura con la misma violencia con la que el demonio que me poseía fugó de mi alma.

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